Esta tarde ha llovido. Y mientras veía caer las primeras gotas de lluvia desde la ventana de tu habitación, muchos pensamientos pasaron por mi mente. Casi todos eran imágenes, trozos de pasado que mi memoria ha conservado intactos a través del tiempo.
Fue el día de mi quinto cumpleaños. Mi padre me había regalado una bicicleta. Aún puedo sentir el viento en mi cara, aquella tarde soleada de verano. Yo era el protagonista de una carrera de ciclismo profesional, aunque sólo me limitara a dar algunas vueltas en círculo. Pero eso no te importó. Para ti, yo era el héroe de la competición. Ahí estabas. Sentado sobre el antiguo muro de nuestro portón, con una rama de higuerilla en las manos. Listo para levantarla cada vez que yo pasaba enfrente de ti. Me saludabas con el rostro alegre, emocionado. Estabas feliz por ser útil a las fantasías de un niño. “Vamos campeón”. Me decías con tu voz profunda, y el acento gutural que te era característico.
“Vamos campeón”. Es lo que yo quisiera decirte ahora. En este instante preciso. Cuando tu cuerpo ha dejado de pertenecerte, y el mundo parece no escuchar el gemido que le lanzas; interpelándolo de forma nítida, casi transparente. “Vamos campeón”. ¿Qué sentido tiene?
—La vida concluye—. —afirmó el médico en alguna ocasión.
Pero esta no es cualquier vida. Se trata de ti… y también de mí. De lo único que tenemos: lo que nos representa y define. Lo que somos. ¿Y yo? Yo me niego a aceptarlo. La vida no puede concluir así. De esta manera tan absurda e incoherente. ¡Este no es el final!
Entonces volteo a mirarte, postrado en esa cama y sin poder moverte. ¡Impotencia! No puedo hacer nada para recuperarte, para retenerte a mi lado. Ya no es posible. Imploro en silencio por una salida, y a cambio obtengo la contradicción. Con tu descanso vendrá nuestra separación. Forzada, definitiva. No quedará nada a nuestro favor, solamente la sombra de una felicidad ultrajada… descolorida. ¿Cuánto más es suficiente? No estoy seguro —no quiero— resignarme a vivir con tu vacío. Y a pesar de todo…
(Un arrebato, una necesidad que no quiero llamar despedida).
Así que acercó mis labios a tu oído.
—Gracias—. —te digo quedamente. Como en un susurro, como si tú fueses un niño a quien no quisiera despertar con palabras bruscas. No se me ocurre qué otra cosa añadir.
Tú abres los ojos y me observas. Aún mantienes ese gesto de dolor en la frente. Tus cejas enarcadas: imposible no reparar en las huellas de tu sufrimiento. Las arrugas de tu piel se confunden con las señales de dolor. Estas últimas se han establecido permanentemente. Hasta endurecer cada una de tus expresiones… que antaño eran las de un viejo apacible y bondadoso.
¡Las palabras! Las palabras no están ahí cuando más se necesitan. Tú lo comprendes bien, y has dejado escapar una lágrima. Te inquietas.
Pero no es necesario que te esfuerces. En tu mirada puedo reconocer el significado de tu mensaje. Puedo sentir como tu vida y la mía se comunican en un lenguaje íntimo y amoroso, sin diálogos ni sonido.
Una lágrima, el símbolo de nuestra confidencia, será en adelante el último lazo que nos mantendrá unidos.
Ahora debes vivir por los dos, y cuidar a tu familia. Ahora tú también eres un hombre.
2 comentarios sobre “La vida después”