En tan corto tiempo, ya extrañaba su presencia. Las horas se volvían verdugos de su maldita espera, le azotaban las ansias con un minutero que se negaba a andar. Sus pies se mecían en las altas banquetas que le impedían rozar el piso; el mismo piso tan pulcro, tan limpio que podía reflejar sin distorsión su rostro angustiado.
Se escuchó un grito, el dolor se anunció sin vergüenza por todo el pasillo, ensordeciendo la paz y los últimos alientos de calma que había ahorrado por tantos años. Lloró. La desesperación invadió sus manos y las congeló, las volvió inútiles como el pañuelo blanco que quiso frenar la caída de un ladrillo. Todo se nubló; la tristeza sedó su alma.
Se intercambiaron las banquetas por camas blancas, los relojes por alarmas. Su ropa ya no era la misma, estaba manchada con lágrimas, aún podía sentir la sal en su cara. Estaba solo, sin más nadie que violara el silencio insoportable que lo torturaba, quería salir huyendo por la misma puerta que lo condujo a ese lugar, aún cuando eso significara encontrarse con la dama blanca y su espeluznante obsesión. Despertó.
Se tocó el rostro buscando sollozos, pero solo encontró el vello punzante de su desaliñada barba, un cigarro que nunca se encendió, sus lentes sucios, su ser envuelto en aquella habitación fría e ingrata.