Centrifugando recuerdos (VI)


Río Yaga
Foto: Benjamín Recacha

(La primera parte la puedes leer aquí, la segunda, aquí, la tercera, aquí, la cuarta, aquí y la quinta, aquí).

Luis sale del bar en estado de shock. Está desorientado y le cuesta razonar. Su cerebro evoca la noche anterior, los ojos de Sara clavados en los suyos, con su mirada triste, la reconfortante sensación de los dedos de ella entre los de él. Y por debajo, como una imagen impresa en una hoja tapada por otras, vislumbra otra mirada, decepcionada, la de quien lo fue todo para él… Pero no, esa imagen ya no le interesa, la que lo hace estremecerse de nuevo es la de Sara, tan próxima sólo unas horas antes y que ahora, sin saber por qué, se ha esfumado.

Luis se deja llevar por sus pies bajo un sol ardiente y luminoso que contrasta con el frío gris plomizo que ha vuelto a apoderarse de él. «¿Por qué? ¿Por qué te has ido? ¿Por qué así? ¿De qué huyes?», se pregunta por fin, desconcertado, con las manos apoyadas en la valla de madera. Abajo, el río fluye con la calma que a él le falta y que no consigue contagiarle. Mira hacia lo alto de la montaña, en busca de la gran cascada que derrama el agua con fuerza. Pese a lo lejos que está, puede percibir cómo choca contra las rocas con violencia, rabiosa. Así se siente él ahora, y la rabia lo hace reaccionar.

—No —murmura mientras niega con la cabeza—. No lo acepto. —Se fija en cómo cae el agua montaña abajo, y sigue su trayectoria hasta el curso tranquilo que fluye a sus pies—. No merezco esto, no lo acepto. —Continúa negando, y entonces se detiene, resuelto—. Voy a buscarte… Merecemos darnos una oportunidad para escapar del recuerdo.

Luis se sienta y se deja envolver por la calidez de los rayos y el murmullo del río. Mira a su derecha y sus ojos se posan en una piedra redonda, gris, del tamaño de un huevo. La agarra y la sopesa. Está caliente y tiene un tacto agradable, muy suave. Echa el brazo hacia atrás para tomar impulso y la lanza, con todas sus fuerzas, río arriba. El latigazo en el hombro lo saca definitivamente del aturdimiento. Cuando la corriente engulle a la nueva pasajera sin apenas inmutarse, Luis se incorpora, da media vuelta, y empieza a desandar el camino.

…………………………

El cuentaquilómetros va girando a la misma velocidad que sus pensamientos. El viejo Seat Ibiza devora el asfalto con ansia, empujado por un pie implacable que se ensaña con el acelerador. El sol tampoco tiene piedad con el coche ni con su ocupante, cuya espalda hace rato que corre el peligro de derretirse y fusionarse con el chorreante respaldo del asiento. No hay aire acondicionado. En su lugar, Sara lleva las ventanillas completamente bajadas, y fantasea con que la fuerza del aire sofocante que entra por ellas arrastre los recuerdos indeseables que la acosan.

Por lo menos, la ensordecedora combinación del viento que la abofetea sin miramientos y el aullido doloroso del motor se le clava en el cerebro, dificultando la afluencia de los pensamientos insidiosos.

Agarra el volante con fuerza. Las manos también le sudan. Recuerda entonces la agradable sensación de los dedos de Luis entrelazados con los suyos. Se le dibuja un atisbo de sonrisa, pero enseguida se obliga a borrarlo. Aprieta más fuerte el volante, con rabia, y vuelve a fijar la vista en el asfalto, que amenaza con derretirse. Un desagradable zumbido le provoca una mueca de disgusto. Un tábano enorme revolotea por el salpicadero, golpeándose contra el parabrisas.

—¡Mierda!

Sara se pone nerviosa. Tiene que parar. «Como me pique ese monstruo, veo las estrellas». Un sostenido y ruidoso quejido en el estómago le recuerda además que hace horas que el café con leche y las dos galletas llegaron a la planta de los pies. Una oportuna señal que anuncia la proximidad de un área de servicio aparece entonces en el arcén.

Sin apartar los ojos del bicharraco, recorre el largo kilómetro y estaciona en un aparcamiento semicubierto que atenúa unos grados el infierno.

Antes de salir del coche Sara coge la camiseta de repuesto que llevaba preparada en el asiento del acompañante y se dispone a utilizarla como arma asesina en contra el tábano.

—La has cagado de lleno metiéndote aquí —sentencia mientras descarga toda su furia en el desdichado insecto, que unos segundos después yace inerme en el salpicadero, detrás del volante. Sara lo agarra de un ala, con expresión mezcla de triunfo y asco, y lo lanza por la ventanilla.

…………………………

Cuando Luis vuelve a entrar en el bar no queda ningún cliente. Con el calor que hace la gente está en la piscina o refrescándose en el río. El dueño del cámping pasa el rato secando vasos y copas con parsimonia. Al sentir la puerta, levanta la vista y no puede evitar que una expresión compasiva le aflore en el rostro.

—Hola, majo. ¿Qué puedo hacer por ti ahora?

A Luis le alivia que no haya nadie más. Se le hará más fácil exponer su propuesta.

—Ho… hola.

El hombre se seca las manos con el paño y lo cuelga de un pequeño gancho junto a la pica. Entonces se dirige al tirador de cerveza y coloca una copa debajo.

—Deja que te invite a una cerveza fresquita. Con el día que hace debes de estar sediento.

Luis balbucea un agradecimiento y se aproxima vacilante. El hombre deja la copa llena sobre la barra y se la acerca. Luis la toma con timidez, pero con el primer trago la sensación refrescante en la garganta destierra las últimas dudas.

—Ahhh… Sí que está fría.

Su interlocutor asiente complacido y le sonríe, expectante ante lo que el joven vaya a decirle. Sin embargo, antes de hablar da otro trago. Deja entonces la copa y carraspea.

—Siéntate, hombre.

Luis sonríe nervioso y se acomoda en un taburete. Repiquetea con los dedos sobre el pie de la copa. Coge aire.

—Creo que ya sabe por qué he venido.

—Lo imagino. Son muchos años de tratar con gente de todo tipo. —La sonrisa cómplice inspira confianza a Luis—. Pero prefiero escucharte.

—Verá. Anoche Sara y yo estuvimos paseando y tuvimos una conversación muy agradable —mientras habla tiene la vista fija en las gotitas que resbalan por la copa—, pero cuando más a gusto estábamos, de repente, se largó. Supongo que le molestó algo que dije, pero no me dio oportunidad de averiguarlo. —Se incorpora sobre el taburete y mira al hombre. Tiene la expresión de quien ya lo ha vivido todo y está en paz consigo mismo—. Esta mañana pensaba retomar la charla, y cuando usted me he ha dicho que se había ido no me lo podía creer. Pero no puedo dejar las cosas así. Quiero hablar con ella.

El hombre lo observa. Es evidente que el muchacho está angustiado. Aunque han pasado muchos años, no ha olvidado la tormenta interior que se desata cuando aparece el enamoramiento.

—Te gusta esa chica, ¿eh?

Luis asiente y bebe otro trago.

—Todavía no tengo claro cuánto, pero sí sé que vale la pena descubrirlo, y usted es la única persona que creo que podría ayudarme, por lo menos a intentarlo.

El joven se queda mirándolo fijamente y aguanta la respiración mientras espera la respuesta. El hombre hace una mueca con los labios y repiquetea con la mano en la barra, sopesando las alternativas.

—Tú sabes que no puedo proporcionarte sus datos de contacto. —Las esperanzas de Luis quedan hechas añicos. Deja caer los hombros y la cabeza—. Pero quizás haya una manera de que resolvamos este conflicto sin que yo quebrante la ley ni la confianza de mi exempleada.

Luis vuelve a levantar la cabeza. El corazón le late de nuevo, con una fuerza que amenaza con dañarle la caja torácica. El dueño del cámping sonríe.

—Soy todo oídos.

—Ya. —Mira a la puerta que da acceso a la oficina—. Creo que todavía tengo sobre la mesa de mi despacho el contrato de Sara. Debería ser más cuidadoso con los documentos que contienen información sobre mis empleados. También debería ser menos confiado. Nunca cierro la puerta con llave y cualquier día me llevaré un disgusto, pero es que cuando uno llega a cierta a edad ya es muy complicado cambiar de hábitos.

El hombre le guiña un ojo y desaparece por la puerta batiente de la cocina.

Luis tarda un segundo en comprender la situación. Le resulta tan surrealista que le cuesta reaccionar. «¿En serio me está invitando a que entre en su despacho en busca de los datos de Sara?». Baja del taburete y, titubeante, busca el lugar para acceder al otro lado de la barra. Entonces se da cuenta de que delante de él, estratégicamente situado, alguien ha dejado un pequeño cuaderno para anotar los pedidos de los clientes y un bolígrafo. Luis sonríe, coge el boli y arranca una hoja. «Pues sí, es en serio».

Continuará…

4 comentarios sobre “Centrifugando recuerdos (VI)

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