Centrifugando recuerdos (VII)


Imagen de dominio público descargada en pixabay.com
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(La primera parte la puedes leer aquí, la segunda, aquí, la tercera, aquí, la cuarta, aquí la quinta, aquí y la sexta, aquí).

Sara entra en el restaurante del área de servicio con la atención puesta en localizar las señales que conducen a los lavabos. Necesita cambiarse de camiseta y lavarse la cara. Cuando se cierra la puerta automática tras ella siente que ha pasado de golpe del desierto del Sáhara a la Antártida. El aire acondicionado escupe rachas de aire polar que, ahora que lleva el pelo recogido, le congelan la nuca. «De aquí a la pulmonía sólo hay un paso», piensa mientras se aparta de la corriente helada. El sudor de la espalda ha empezado a secarse y se le eriza el vello de los brazos.

Enseguida localiza el incesante tráfico humano que va y viene de los servicios y se incorpora a la ruta. El inconfundible y desagradable aroma de lo que sea que utilizan como desinfectante/ambientador le sienta como una patada en su hambriento estómago, así que antes de encerrarse en el wáter toma aire, por lo que pueda encontrar. Nada agradable.

«Que los tíos se meen fuera tiene cierta lógica, pero ¿que lo hagamos nosotras? Ni borracha me siento ahí». No hay papel, de modo que después de aliviar la vejiga con notable puntería saca un pañuelo de papel de la mochilita, de la que también rescata la camiseta de repuesto y un sujetador seco.

Sintiéndose sucia por la mezcla de polvo y sudor seco, pero algo más presentable que unos minutos atrás, se planta ante el único lavabo que no está embozado y se lava la cara, el cuello y los brazos.

«Ahora, a comer».

El comedor del restaurante es una olla de grillos. Las familias de veraneantes en ruta se hablan a gritos; los niños lloran, ríen, chillan y corren entre la gente. Se oyen vasos y botellas que golpean contra las mesas, cubiertos que chocan contra los platos, sillas que chirrían en el suelo pringoso, decorado con todo tipo de motivos gastronómicos desechados. Las moscas revolotean felices por todo el local.

Sara está tentada de largarse, pero le puede el hambre, y tras un segundo de duda se dirige a la barra, ocupada por hombres solitarios que comen en silencio mientras leen el ‘Marca’ o se (des)informan con el Telediario de La 1.

‘No servimos en las mesas’, reza un letrero y, a su lado, otro advierte que ‘Se paga por adelantado’.

Sara encuentra un hueco en una esquina, se sienta en el taburete y se hace con una sucia cartulina plastificada que enumera los ricos manjares disponibles.

—Hola —saluda tímidamente a su vecino, un tipo calvo de mediana edad que sorbe unos espaguetis al tiempo que la repasa de arriba abajo sin disimulo.

«Qué asco». Un escalofrío le recorre la espalda, y esta vez no es por el aire acondicionado.

—Qué te pongo, guapa —le exhorta una camarera inexpresiva desde el otro lado de la barra. Tiene el aspecto de quien hace mucho tiempo que debería haber cambiado de empleo.

Sara apenas ha empezado a mirar la carta. El bufido impaciente de la mujer le advierte que va a tener que decidirse rápido.

—Si quieres te la leo —le suelta, desdeñosa. El hombre calvo se ríe, pero la camarera no varía la expresión un ápice.

—No será necesario. —Sara no está para tonterías ni piensa dejarse intimidar por una trabajadora asqueada. Ella también está peleada con el mundo y, sin embargo, no va por ahí aireando su frustración—. Todo tiene una pinta tan estupenda que cuesta decidirse —miente, sin esforzarse por disimular—, pero me conformaré con un bocata de longaniza y una cerveza bien fría.

—Ya —responde la mujer, con cara de «no me toques los ovarios, niñata».

El aspirador de espaguetis vuelve a reír mientras ayuda a bajar una cantidad respetable de pasta por el gaznate con un trago de vino con gaseosa.

—Qué, ¿te gusta lo que ves? —le dispara al sentir de nuevo los ojos libidinosos clavados en ella, lo bastante alto como para que varios comensales les dirijan su atención. El hombre opta por apartar la mirada y hundir la cabeza en el plato.

A Sara se le dibuja una expresión satisfecha, que mantiene al hurgar en la mochila en busca del móvil. «Lo podría poner en Facebook», empieza a pensar, y entonces se da cuenta de que tiene dos llamadas perdidas de un número que no conoce. «Luis…» es lo primero que le viene a la cabeza. «No. Imposible, no nos dimos los teléfonos. Y no… Sacátelo de la cabeza, no necesitas a nadie que pretenda rebuscar en tus recuerdos. El pasado hay que dejarlo tranquilo, ya es bastante complicado el presente…»

—Aquí tienes, guapa. Delicatessen de longaniza y zumo de cebada bien frío. Son siete euros.

La voz maquinal de la camarera amargada devuelve a Sara al ruidoso presente. Ante sus ojos aparecen un bocadillo chorreante de aceite y un vaso de plástico con un líquido dorado que no tiene pinta de estar especialmente frío. La joven deja el dinero sobre la barra y se dispone a dar cuenta del almuerzo. «Qué ganas de largarme de este garito de mala muerte».

El pan pringa y está chicloso, la longaniza sabe rancio y la cerveza está caliente, pero Sara mastica y traga sin pausa, mientras su mente no para de darle vueltas a lo sucedido la noche anterior y a la decisión de huir. Entonces se da cuenta de que una niña se ha parado frente a ella. Detrás otros dos niños juegan a perseguirse.

Debe tener siete u ocho años. Cuando cruzan las miradas le sonríe, dejando al descubierto una espléndida mella. Tiene una sonrisa muy bonita, que hace juego con la cara pecosa y el cabello pelirrojo recogido en dos coletas.

—Hola. Me gusta tu blusa. Mi madre tiene una muy parecida. Es muy guapa, ¿sabes? —La sonrisa se le ilumina aún más— Tú también eres guapa. ¿Cómo te llamas?

Un nubarrón cruza la mente de Sara, pero sólo le dura un instante. «No seas idiota, esa niña es la primera cosa agradable que te pasa en todo este día de mierda. Se merece que tú también lo seas».

El tipo de los espaguetis ha dejado el plato limpio y se dispone a largarse, no sin antes dedicarle una mirada de desprecio a su vecina, «una de esas feministas modernas que lo van enseñando todo y encima se escandalizan cuando alguien las mira», piensa, mientras se pasa un brazo peludo por los morros.

Sara no le presta atención, pero sí la niña.

—Ecs… qué asco… —exclama, transmutando la sonrisa en una mueca exagerada de desagrado.

El hombre parece que va a decir algo, pero se limita a mirarla con expresión de gorila enfadado y se va. Cuando desaparece entre las cabezas de la gente que sigue entrando y saliendo del local en una marea incansable, las dos se ríen.

—Me llamo Sara. Muchas gracias por lo de guapa. ¿Tú cómo te llamas?

—Leire. Ya sé que está de moda en muchos sitios, pero a mí me lo pusieron porque mi abuela se llama así. Somos de Vitoria, Gasteiz en euskera, ¿sabes? ¿Tú hablas euskera?

«Menudo terremoto de niña. Si la dejo, me cuenta su vida y la de toda su familia».

—No, sólo conozco alguna palabra. Eskerrik asko

Ez horregatik —responde Leire al instante—. ¿De dónde eres?

Sara apura el bocata y da el último trago al vaso antes de contestar.

—De Granada, muy lejos de aquí. —Se limpia como puede con las servilletas casi transparentes que rescata de un servilletero y baja del taburete.

—Eso está en Andalucía, ¿verdad? Pues sí, muy lejos. ¿Y qué haces aquí?

—Eso me pregunto yo también —murmura—. Leire, eres muy simpática y me gusta mucho hablar contigo, pero ahora me tengo que marchar. —En realidad la charla comienza a incomodarle y está deseando escapar de la locura que sigue siendo el restaurante. Se cuelga la mochila y coge el móvil, que empieza a vibrar—. Adiós, guapa, que te diviertas mucho.

La niña la despide con la mano y una mueca de decepción. Ahora que había encontrado a una amiga guay tendría que seguir jugando con los trastos de sus primos, que no paran de correr uno tras el otro, lanzándose manotazos y patadas.

Sara regresa al Sáhara con la vista fija en el número que aparece en la pantallita del teléfono. Es el mismo de las llamadas perdidas. No se decide a contestar, pero antes de llegar al coche amaga con guardar el aparato en la mochila y en un impulso acaba aceptando la llamada.

—¿Sí? —pregunta, con el corazón acelerado.

—¿Sara?

Es él. Teme que oiga el golpeteo incesante que emerge de su pecho. No contesta.

—Soy yo, Luis. Por favor, no cuelgues. Necesito hablar contigo.

«Ha dicho necesito… No lo escuches, cuelga ya…»

—No sé qué dije anoche, pero sea lo que sea, te pido perdón. No me importa nada de tu pasado, aquel tío era un gilipollas que, como tú misma dijiste, no merece que pienses más en él…

«No tienes ni idea, lo de aquel tío no es nada… No, no lo escuches, no le respondas. Cuelga y lárgate…»

—Yo también soy bastante gilipollas —a Sara se le dibuja un amago de sonrisa, a pesar de la voz insidiosa que la acompaña de forma permanente—, pero nunca se me ocurriría hacerte daño. —Hace una pequeña pausa, durante la cual la joven sigue debatiéndose entre colgar o escuchar—. Quiero conocerte mejor, creo que nos merecemos que nos demos una oportunidad para…

—¿Para qué? —interviene por fin.

Hasta ese momento Luis tenía la impresión de estar interpretando un monólogo, como si hablara con un contestador, pero la voz de ella lo pone en alerta. Es el sonido que tanto deseaba escuchar y a la vez la señal de que sólo va a tener un intento para convencerla.

—Pues para… para empezar algo juntos. Anoche supe que quería intentarlo, y creo que tú también…

—No tienes ni idea… Luis, eres un encanto, pero no hay nada que empezar. No me llames más, por favor.

La Sara que ha hablado y que ha cortado la llamada es la que tanto tiempo lleva dirigiendo sus pasos, la que corta de raíz cualquier aventura que ponga en peligro su estabilidad emocional, la que falló el verano anterior, dejándose llevar por unos ojos mentirosos y palabras falsas. «No volverá a suceder», sentencia. Lo que todavía no logra impedir es que el llanto que le brota del corazón aflore a través de sus ojos y se derrame incontrolado. Esa otra Sara, la que quiere seguir sintiendo a pesar del dolor, todavía conserva el poder de no secarse las lágrimas.

Trescientos kilómetros al norte, rodeado de montañas imponentes forradas de bosques y atravesadas por ríos y cascadas, sentado en un prado verde salpicado de flores de todos los colores, Luis sostiene el teléfono en una mano y un papel en la otra. Lo normal sería que diera el asunto por concluido, pero al joven lo mueve un impulso que nunca antes había sentido. Sin que haya un motivo racional para creerlo, está convencido de que Sara es el objetivo por el que ha de luchar, que si no lo hace se arrepentirá durante el resto de su vida.

—Ya estoy harto de conformarme. Una triste charla telefónica no va a ser suficiente para que desista. Quiero que cuando me digas que te olvide lo hagas mirándome a los ojos.

Se incorpora, guarda el móvil en el bolsillo del pantalón y vuelve a mirar la dirección apuntada en el papel.

—Nos vamos de viaje.

Continuará…

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