Centrifugando recuerdos (X)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com
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(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Mientras avanzan por el jardín hacia el lugar donde se congregan los invitados para hincarle el diente a las delicatesen que configuran el aperitivo y empezar a beber sin control, Íngrid va saludando a unos y otros. Poco antes de entrar en el círculo de las mesas dispuestas en un rincón idílico, flanqueado por un bosquecillo de sauces y con vistas al campo, se detiene en seco.

—Ahora sí que empieza el baile —murmura.

—¿Cómo dices?

—Tú sígueme la corriente —le pide tras una rápida mirada.

Toma aire y se dirige a la mesa más cercana al bonito arco de madera que da acceso al jardincillo, donde dos parejas departen animadamente. Luis la sigue, con la mano derecha firmemente atenazada por la mano izquierda de ella, cuyos dedos aprietan más conforme se aproximan a su destino. Entonces, a pocos pasos de la mesa, un obstáculo se interpone en el camino.

—Hola, hermanita. Por fin apareces.

Una mujer vestida de Cenicienta en el baile del príncipe, tan maquillada que realmente parece un dibujo animado —esa es la impresión que produce en Luis—, abraza a Íngrid con poco entusiasmo y le da dos besos que se pierden en el aire.

—¿Este es el héroe al que debemos agradecer que no sigas tirada en la carretera? —pregunta con una sonrisa de cartón piedra que deja al descubierto la dentadura más brillante que Luis haya visto. «¿Se cepilla con dentífrico fluorescente?».

—Patri, te presento a Luis. Luis, esta es Patri, mi hermana mayor. —«Que sea lo que Dios quiera», piensa Íngrid, que sonríe con la esperanza de que no se le noten los nervios.

Patri repasa al invitado inesperado, sin variar la expresión, y le alarga la mano izquierda; la derecha sostiene una copa de vino blanco. «Pues venga, hemos venido a jugar», resuelve el joven, que, decidido a no dejarse intimidar más, la toma con suavidad por los dedos, y la besa en el dorso. La expresión de sorpresa de Íngrid no es menor que la de su hermana, quien, tras una fracción de segundo, reacciona con una risita complacida.

—Qué galán. Parece que esta vez has hecho una buena elección —dice, mirando a Íngrid, mientras se aparta con una mueca pícara dedicada a Luis, se lleva la copa a los labios, y se aleja contoneándose.

—Será víbora… —susurra Íngrid.

A esas alturas las dos parejas que charlaban a pocos metros de la escena dedican toda su atención a los recién llegados, igual que otros invitados. Durante unos segundos, todos parecen estar a la expectativa. Íngrid responde con una sonrisa de anuncio, bastante forzada, sin acabarse de decidir a continuar avanzando. La resolución que la empujaba tan sólo unos minutos antes se ha difuminado. Luis, en cambio, experimenta el proceso inverso. Aprovechando que un camarero pasa por su lado transportando una bandeja llena de copas de lo que parece ser vino blanco, coge una y se la toma en dos tragos. La calidez del líquido bajando por su garganta le insufla confianza. Sonríe, y al darse cuenta de que es el centro de atención, incluso se anima a saludar con la mano en alto. Varios invitados le ríen la gracia, y acto seguido retoman las típicas conversaciones salpicadas de risotadas que uno espera en un acto social de ese tipo, entre copa y copa y pincho de jamón del bueno.

Íngrid también lo mira, y semejante arranque de naturalidad le devuelve la seguridad necesaria para enfrentarse a sus padres.

—Ahora es cuando me dices que eres actor.

—Pues no, diseñador gráfico regulero. Me da para ir tirando a trompicones.

Mientras habla sigue con la vista otra bandeja, y cuando se pone a tiro cambia la copa vacía por otra llena, de la que da cuenta con la misma celeridad que la primera.

—Ya…

Íngrid no tiene tiempo de darle más vueltas al asunto. Su madre ha salido a su encuentro y la abraza con elegancia. Ante todo, es una mujer elegante, cuya presencia impone respeto y admiración a partes iguales. Luis también lo piensa, aunque desde su plebeyo punto de vista el pequeño gorrito que culmina el elegante recogido que corona la elegante cabeza de la señora, sobre una base de tul almidonado —«Eso es tul, ¿verdad?»—, resulta ridículo. O al menos lo sería si lo luciera en medio de la calle. Con un rápido vistazo se da cuenta de que un elevado porcentaje de las damas presentes en el cóctel exponen complementos semejantes.

—Ay, querida, qué bien que hayas podido llegar. Nos tenías muy preocupados. Te hemos estado llamando, y hasta que no le has escrito a tu hermana no nos hemos quedado tranquilos. ¿Qué ha pasado?

—Murphy, que hoy tenía ganas de hacerme la puñeta.

—Ay, hija, qué cosas dices. —La señora se dirige entonces a Luis—. Este es el joven al que debo dar las gracias por habernos traído a mi niña…

Igual que su hija mayor, le alarga la mano. La sonrisa que exhibe no deja lugar a dudas sobre sus expectativas y, obviamente, llegados a ese punto, Luis no tiene intención de defraudar a la matriarca, así que repite la operación anterior, con mucha elegancia, que decide complementar con unas palabras que se le antojan ingeniosas:

—Si no hubiera desvelado ya su identidad yo habría jurado que es usted la novia.

Íngrid, que bebía un trago de vino, está a punto de atragantarse al escuchar la cursilada. Su madre, en cambio, parece encantada y ríe como una chiquilla, llevándose la mano a la boca.

—¿Has oído, Seve? La novia dice que parezco. Qué encanto.

Seve, su marido, no aparenta tanto entusiasmo. Desde un rostro que parece cincelado en mármol, dedica una mirada escéptica al “intruso” mientras encajan las manos, y antes de soltársela le dedica unas palabras de advertencia:

—No sé de dónde has salido ni qué pretendes, pero debes saber que esta va a ser la primera y la última vez que nos veamos.

Luis en esta ocasión opta por la prudencia.

—Un placer conocerlo, señor Martín. El restaurante es precioso.

—Sí, ya…

—Si no es molestia, ¿le importaría devolverme la mano, por favor?

—Va, papá, no empieces. El pobre Luis sólo se ha ofrecido a traerme y lo mínimo que podía hacer yo era invitarlo a la fiesta.

Íngrid asalta a su padre con dos besos que apenas son correspondidos, pero parecen ablandarlo lo suficiente como para que Luis recupere su dolorida mano.

—Hay qué ver, Seve, qué borde te pones cuando quieres —interviene su esposa—. No le hagas caso, cariño, se le va la fuerza por la boca —le aclara a Luis. «Y por la mano», piensa el joven, mientras se palpa los dedos tratando de que vuelva a circular la sangre por ellos.

Íngrid completa las presentaciones y se lleva a su invitado a otra mesa donde poder comer y charlar sin agobios, aunque a cada paso se tiene que detener para saludar a algún familiar o conocido que hace siglos que no ve. Ninguno comenta nada sobre el atuendo de Luis, aunque de vez en cuando es víctima de alguna mirada juzgadora. De todas formas, tras beber algunas copas de vino más, el estado chisposo del joven le evita sentirse intimidado.

Un rato después, cuando por fin han logrado acoplarse a una mesa ocupada por desconocidos y están llenando el estómago —sobre todo Luis lo hace con fruición, disfrutando de los manjares—, una música estruendosa señala que llegan los novios y todo el mundo se pone a aplaudir y a jalearlos.

—Llegaron el heredero y la nuera perfecta —murmura Íngrid.

Luis la oye, pero se da cuenta de que en realidad no se lo estaba diciendo a él. Ve cómo observa a la pareja feliz, con la mirada perdida, revelando lo que en algún día lejano fue envidia. Ahora sólo queda resignación. Se compadece de ella y piensa en darle una palmadita cómplice en el hombro, pero decide no hacer nada. «No es mi guerra», se justifica.

Los recién casados parecen sacados de una película empalagosa del Hollywood más empalagoso. Hacen su entrada al ritmo de un vals, demostrando que son expertos bailarines. Visten trajes impecables que les quedan perfectos, realzando la belleza natural de ambos. Todo son risas, aplausos, piropos y los inevitables gritos de «¡Viva los novios!». Incluso Luis se ha contagiado de la alegría desbordante. Como complemento final a la irrupción de los protagonistas del día, una explosión de confeti inunda el escenario. «Esto parece un vídeo de Coldplay», se dice Luis, que sonríe como un bobo entre trago y trago. Se nota como flotando en una nube.

La única persona que permanece ajena al entusiasmo generalizado es Íngrid. Cuando todos se acercan a felicitar a la pareja, ella se mantiene inmóvil, con el rostro inexpresivo y una copa vacía entre las manos. Luis está a su lado, preguntándose qué hacer.

—Alguien me dijo hace un rato que íbamos a divertirnos y me arrastró hasta aquí.

Al sentir las palabras, Íngrid reacciona por fin. Al principio mira a Luis como si no supiera qué hace ahí, junto a ella, pero es sólo un instante.

—Tienes razón, perdona. Ven, que te presento a la joya de la familia.

Después de unos minutos de guardar cola, durante los cuales Luis tiene la sensación de que su anfitriona trata de retrasar el encuentro, por fin aparece ante ellos el feliz dúo. Luis atisba entre sus cabezas, unos metros más allá, el rostro de mármol del señor Martín, que ahora sonríe orgulloso. La continuidad del imperio está asegurada. Gonzalo es, sin duda, el heredero ideal.

De repente, Luis tiene la sensación de ser más intruso que nunca. A su lado, Íngrid ya no es la mujer descarada y rebelde que lo ha arrastrado hasta la fiesta, sino el patito feo que se sabe fuera de lugar, y que sabe que jamás alcanzará la categoría suficiente para compararse a los bellos cisnes que son esa envidiada pareja que les sonríe con esplendor.

Antes de los saludos Luis tiene tiempo de mirar alrededor y, como si llevara un sensor incorporado, identificar un buen número de rostros envidiosos. «Qué falsos, cuánta alegría impostada».

—Luis, te presento a mi hermano Gonzalo y a su novia… bueno, ya esposa, Julia.

—Ah, sí. Encantado. Enhorabuena.

El apretón de mano de Gonzalo es tan firme como el de su padre (pero menos doloroso). No parece que de momento tenga nada contra él. Los besos de Julia, al aire, como debe ser costumbre entre la gente de alta alcurnia, deduce Luis. Con su cuñada se muestra algo más efusiva, incluso se abrazan. También entre los hermanos parece haber cariño real.

—No sabía que al final venías acompañada. —Gonzalo repasa al joven de arriba abajo—. Ya veo que ha sido una decisión de última hora —concluye, con cierta sorna.

—Pues sí. Me ha traído hasta aquí después de que el Audi me dejara tirada y qué menos podía hacer que invitarlo.

—Oh, claro. Por nosotros no hay problema, ¿verdad que no, cari?

Lidia no está prestando atención, ocupada en corresponder a los continuos piropos y atenciones de sus amigas. Pero es que Gonzalo no espera respuesta alguna, él mismo ha dejado de atender a su hermana y al pintoresco acompañante, y ya está dándose manotazos en la espalda con los colegas de la universidad. Un segundo después empiezan los selfies que durante las horas siguientes se perderán en Facebook e Instagram.

—Vamos a emborracharnos —sentencia Íngrid. Agarra a Luis de la mano y lo arrastra hacia la barra.

Continuará…

Un comentario sobre “Centrifugando recuerdos (X)

  1. Reblogueó esto en la recachay comentado:

    Casi sin saber cómo, arrastrado por Íngrid, la desdichada y sin embargo persuasiva conductora a la que rescata de la desierta autovía, Luis ha acabado en la fiesta de boda de una familia de la alta sociedad castellana. En esta décima entrega de Centrifugando recuerdos veremos cómo se desarrollan los acontecimientos…

    Le gusta a 1 persona

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