
(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)
Sara no sabe qué hora es, pero aún está oscuro, así que no debe hacer mucho que se acostaron. Tere duerme plácidamente tumbada boca abajo, agarrada a la almohada. Sara se sienta junto a ella y su mano derecha le acaricia la espalda desnuda, provocando un leve movimiento y un murmullo aparentemente placentero.
«A saber qué estás soñando; algo mucho más agradable que yo, seguro». La imagen de su hermana rodeada de cables regresa como un fogonazo, clavándosele en el corazón. Cierra los ojos y se aprieta el pecho. «Basta», se ordena a sí misma. Entonces suspira y vuelve a mirar a su amiga, envidiando la paz que transmite.
«Tienes razón… No tiene sentido que siga machacándome por mi hermana perdida. Ya hace mucho que te tengo a ti». Vuelve a acariciarla. «Pero no puedo evitarlo. Me gustaría saber cómo se hace. Nada me gustaría más».
Tere se da la vuelta. La tenue luz que entra por la ventana permite a Sara fijarse en el bonito tatuaje de la mariposa que le decora el pecho izquierdo. Se queda embobada durante unos segundos, hasta que el sueño empieza a vencerle. Cuando está a punto de tumbarse, Tere abre los ojos, revelando una expresión de desconcierto.
—¡Coño! —exclama por fin— ¿Qué haces aquí? Menudo susto me has dado.
—Perdona, pero es que tengo que decirte algo.
—¿Ahora?
—He vuelto a soñar con mi hermana. Era como si estuviera allí, en aquella horrible habitación de hospital, reviviéndolo todo…
—Jo, tía. —Tere se tumba boca arriba y se lleva las manos a la cara—. ¿Por qué no lo hablamos por la mañana? Tengo la cabeza como un bombo. Necesito dormir. No va a haber quién me levante para ir a currar.
—Lo siento, pero necesito decírtelo.
—¿Lo de la pesadilla? —Tere mira a su amiga, aún cabreada por haberla despertado, pero al percibir su angustia relaja el gesto y busca su mano—. Ay, perdona. —Se la besa—. Ya sabes que no tengo muy buen despertar. Cuéntame.
—Vámonos con Merche.
Tere tarda unos segundos en comprender.
—A la Alpujarra —añade Sara.
—Sí, claro. Genial. Mañana la llamamos. Se pondrá muy contenta de que te vengas.
Ambas sonríen.
—Pero ya. Vámonos mañana mismo.
Tere frunce el ceño.
—¿Pero qué prisa te ha entrao? Ya sabes que tengo curro.
Sara empieza a negar con la cabeza y a sentir el agobio que acabará por volverla loca.
—No puedo quedarme aquí. Necesito largarme a algún sitio donde pueda pensar tranquila.
—Ay, Sara, Sara… ¿En serio que no podemos hablarlo por la mañana?
—Si me prometes que nos marchamos cuanto antes.
—Es por Luis, ¿verdad?
Sara se muerde los labios y dirige la vista a la ventana.
—Es por muchas cosas, por demasiadas… —Vuelve a mirar a su amiga— Tere, me voy a volver loca. Lo digo de verdad, me vais a tener que ingresar.
—Anda, déjate de dramas y ven aquí.
Tere le alarga los brazos y Sara se deja caer en la cama para ser abrazada. A pesar del calor y del dolor de cabeza, se siente reconfortada, y con el recuerdo de aquella noche lejana, en que fue ella la que dio calor a su amiga desconsolada por la muerte de su madre, pronto se quedan dormidas. Y esa noche no hay más pesadillas.
…………………………
Cuando Luis se despierta vuelve a estar empapado en sudor. La mañana está avanzada y el sol parece dispuesto a demostrar que es capaz de superar la capacidad sofocante de jornadas anteriores. Tiene la sensación de no haber dormido apenas, pero la ausencia de aire acondicionado en la habitación lo empuja a levantarse.
Cuando se pone de pie se da verdadera cuenta de lo hecho polvo que está, después de tres noches consecutivas sin descansar apenas. El único analgésico que se le ocurre es otra ducha fría antes de un café con leche con mucho café.
El nuevo remojón consigue hacerlo parecer una persona en posesión de sus facultades mentales. Comprueba la hora en el móvil —«las diez, supongo que aún servirán desayunos. Aiman debe llevar un buen rato currando»—, y que, dada la ausencia de mensajes, su situación personal sigue sin interesarle a nadie. «¿Sara se acordará de lo de anoche?», se pregunta, y mientras cierra la puerta y baja las escaleras rememora el rato asomado a la ventana, víctima del insomnio y la incertidumbre. Golpea entonces la barandilla con la palma de la mano y se reprocha el continuar tan obsesionado con ella.
—Buenos días —saluda la propietaria de la pensión al verlo aparecer en el comedor. Es una mujer que pese a haber superado los sesenta mantiene un aspecto muy juvenil. El pelo largo color ceniza, recogido en un moño descuidado; el vestido amarillo de lino decorado con mandalas de distintas formas y colores, que arrastra por el suelo, y bajo el cual aparecen de vez en cuando sus pies descalzos; collares y pulseras de coloridos minerales, y una sonrisa calurosa.
—¿Has dormido bien?
La mujer recoge las mesas mientras tararea la música que suena en los altavoces del comedor. Luis reconoce la voz de la Mari de Chambao. «Muchos no llegan, se hunden sus sueños, papeles mojaos, papeles sin dueño…» Al momento se le dibuja en la mente la cara cansada pero alegre de Aiman.
—Sí, gracias. —Recorre con la mirada las mesas solitarias, algunas aún con restos de desayuno. Al fondo de la sala, junto a la ventana, queda una preparada para un único comensal—. Supongo que soy el último huésped en bajar.
La sonrisa cómplice es suficiente respuesta.
—¿Qué vas a tomar?
Antes de responder, a Luis le sorprende la presencia de una mopa que se mueve nerviosa.
—Ya veo que acabas de descubrir a Nala, es mejor que una aspiradora.
La mopa resulta ser una perrita que merodea en torno a su dueña, con la nariz pegada al suelo.
—Tomaré un café con leche, bastante cargado, por favor.
—¿Tostadas?
—Sí, gracias.
Luis se dirige a la mesa, se sienta y aparta un poco la cortina para mirar por la ventana. Abajo aparece una calle estrecha, ya bulliciosa a esa hora, y enfrente las casas blancas del Albayzín. «En una de esas está Sara. ¿Se habrá levantado ya?». Suelta la cortina y se queda mirando el cestito con las porciones de mermelada y mantequilla. Los dedos de su mano derecha se ponen a repiquetear sobre la mesa. «Mañana hablamos. Eso le dije, pero ella no respondió. Bueno, sí, dijo que no tendría que haberla seguido». Sus ojos se fijan ahora en la servilleta y en el tenedor y el cuchillo que reposan sobre ella. Su mano izquierda empieza a juguetear distraídamente con los cubiertos.
—Café con leche cargado y unas tostadas.
La llegada del desayuno concentra la atención de sus rugientes tripas. Su mirada, sin embargo, se desvía hacia el suelo, donde la perrita aspiradora ha levantado la cabeza para fijarse en el extraño. Luis adivina dos botones negros entre los temblorosos mechones de pelo rizado; un poco más abajo sobresale la pequeña lengua rosada que saborea por anticipado nuevas golosinas.
—Nala, no molestes —le riñe la mujer, a lo que el animal responde con un estornudo; da media vuelta y avanza un par de metros hasta dejarse caer a la sombra de una silla.
—Debe tener calor con tanto pelo —señala Luis.
—Sí, pobre. —La anfitriona agarra un pequeño cestito de otra mesa y se lo acerca a Luis—. Aquí tienes el azúcar.
—Gracias.
—Debería cortárselo. Lo hice una vez, hace un par de años, pero se quedó en tan poquita cosa que me daba miedo que alguien la chafara de un pisotón. —Le dedica una mueca cariñosa a Nala, que responde levantando la cabeza y meneando una ridícula colita—. Además —ahora dirige a Luis una mueca de desagrado—, estaba feísima, parecía una rata esquelética.
El joven ha empezado a untar una porción de mantequilla en la tostada. Sonríe al imaginar al pobre animal desprovisto de todo su encanto peludo.
—Así que ahora se tiene que aguantar. De todas formas, lo de este verano está siendo criminal —añade la mujer, que ya está recogiendo otra mesa—. De cría no podía imaginar que en algún sitio hiciera tanto calor como en Granada en agosto…
Luis atiende mientras mordisquea la tostada con mantequilla y mermelada de melocotón. Vierte medio sobre de azúcar moreno en la taza y menea la cucharilla con parsimonia.
—En Finlandia estábamos bastante fresquitos casi todo el año.
Luis comprende ahora por qué le resultaba extraño el acento de la mujer. Habla un castellano perfecto, y después de tantos años en España casi ha eliminado el rastro de su origen extranjero, pero sin haberse impregnado del contagioso acento andaluz.
—¿Eres finlandesa?
—Sí, de sangre sami. —La mujer advierte el desconcierto del joven—. Vivía en Laponia. Mis abuelos eran nómadas, pastores de renos. Mis padres montaron una granja de huskies y organizaban excursiones en trineo, pero aunque los perros eran muy cariñosos, el frío no iba conmigo y en cuanto pude emigré.
Luis se imagina montado en unos de esos trineos tirado por ruidosos y enérgicos huskies, sintiendo el gélido viento cortante en la cara, pero excitado por la sensación de velocidad al deslizarse sobre la nieve. Ella capta la expresión evocadora.
—Mi hermano heredó la granja y abrió un complejo turístico al lado, así que si quieres, te paso el contacto. Te hará buen precio.
—Oh, gracias, pero creo que ahora mismo no me llega el presupuesto.
Luis apura la taza y se acaba la tostada.
—¿Más café?
—Vale, un cortado.
La mujer se acerca con la cafetera en una mano y una jarrita con leche en la otra.
—Eres catalán, ¿verdad?
—Sí.
—Lo del cortado es muy de allí. —Le rellena la taza—. Estuve unos cuantos años viviendo en la Costa Brava, en una especie de comuna hippie. —Abre los brazos y con gesto teatral se señala el vestido. Luis se lleva la taza a los labios y asiente—. Fue una época bonita, pero una, por muy hippie que sea, acaba madurando, y aquí me tienes, regentando un próspero negocio.
Las últimas palabras las pronuncia con tono burlón y una sonrisa. Luis se la devuelve. No acaba de entender por qué le cuenta todo eso, pero la compañía es agradable, le transmite mucha calma.
—Bueno, te dejo que acabes de desayunar tranquilo. Si me necesitas, estoy en la cocina.
En cuanto da los primeros pasos, la perrita se incorpora y la sigue. Ambas desaparecen por la puerta, dejando tras de sí la estela de bienestar que ha envuelto a Luis desde que entró en el comedor.
Vuelve a retirar la cortina de la ventana. Abajo continúa el bullicio de gente que va y viene. Enfrente, los mismos edificios. «En una de esas casas está Sara», se repite absurdamente, y molesto consigo mismo por volver a ello, aparta la mirada, que fija ahora en la taza vacía. Coge la cucharilla y, sin pensar en nada, o mejor dicho, sin querer pensar en Sara, remueve los posos del café, hasta que el sonido de una vibración sobre la mesa le provoca un pequeño sobresalto.
Es el teléfono móvil, que hasta entonces había permanecido olvidado en una esquina. A Luis se le acelera el corazón. Lo coge, nervioso, y enciende la pantalla. Alguien le ha enviado un sms. «Ya verás cómo sólo es publicidad», se dice mientras pulsa sobre el icono.
«Hola, Luis. El encuentro de anoche fue muy raro. Ya que has venido hasta aquí, creo que mereces una charla en condiciones. Llámame».
Continuará…
Reblogueó esto en la recachay comentado:
Noches de insomnio, por el calor, por los recuerdos, por las esperanzas y las inquietudes, por los amores imposibles, por los «y si…». Mañanas que abren la puerta a nuevas oportunidades… para los mismos corazones maltratados. ‘Centrifugando recuerdos’ cumple 21 semanas, y aún queda camino por delante.
Me gustaMe gusta