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La mano que sostiene el móvil tiembla. «Llámame. Dice que la llame». Luis siente todo el cuerpo revolucionado. «¿Por qué reaccionas así? Es ridículo», le reprocha una voz en el cerebro, pero él no escucha porque Sara le ha pedido que la llame. Lee el mensaje una y otra vez mientras con la mano libre, sin darse cuenta, arranca trocitos de servilleta, que va apilando en un montoncito junto a la taza.
—¿Qué quieres, Sara? ¿Has cambiado de opinión? —murmura en el momento en que la perrita regresa y se tumba bajo la misma silla de antes. Se lo queda mirando con esos ojos semiescondidos que parecen de un muñeco de peluche— Dice que la llame —le comunica Luis. El animal levanta la cabeza, como si estuviera realmente interesado en los asuntos sentimentales del humano—. Por fin vamos a poder hablar como personas adultas.
La perrita ladea la cabeza y sus largos rizos lanudos se mueven como un muelle. Luis vuelve a concentrarse en el móvil. Siente como si un ejército de hormigas estuviera recorriendo su estómago. Suspira sonoramente, a lo que la perrita responde con un bostezo que descubre una boca hasta ese momento oculta tras cascadas de tirabuzones marrones.
—Vamos allá —anuncia Luis.
…………………………
Cuando Sara abre los ojos lo primero que nota es el sudor en el cuello y el pelo mojado. La camiseta de tirantes que no se quitó para dormir se le ha quedado pegada a la espalda; la almohada y la sábana también están mojadas. Está tumbada boca arriba, con las piernas abiertas y los brazos estirados, buscando de forma inconsciente la postura menos sofocante. Y está sola. Tere ya hace rato que se ha ido a trabajar.
Tarda unos segundos en recordar qué hace en la cama de su amiga. Ha dormido profundamente y, a pesar del calor pegajoso, se nota descansada. Se incorpora y permanece un momento sentada en el borde del colchón mientras su memoria retrocede unas horas, hasta el despertar doloroso en el sofá que la llevó a pedirle a Tere que se marcharan a la Alpujarra con Merche cuanto antes.
Y Luis. También recuerda el reencuentro con Luis. Le aparece envuelto en una nube de irrealidad, como si hubiera sido producto de un sueño surrealista.
«No tendrías que haber venido». Las palabras regresan, provocándole un escalofrío y una mueca de disgusto. Pero también regresan los ojos hipnóticos de María, la zíngara. «Es un buen hombre… Te va a encontrar… Tú decides si lo dejas entrar en tu vida…» Sin el alcohol contaminando sus arterias, las dudas vuelven a asaltarle. Cerebro y corazón retoman la batalla, que resuelve de forma momentánea con un sonoro suspiro.
—Me voy a desayunar —decide, y al apoyar el pie en el suelo un dolor agudo en el dedo meñique le arranca un quejido. Levanta la pierna y se la coloca sobre la rodilla—. Joder, menudo morao.
Se chupa el dedo y aplica la saliva sobre la herida, como si así fuera a curarla, como hacía su madre cuando acudía a ella llorando después de golpearse jugando, como hacen todas las madres. Y durante unos instantes se queda pensando en ella, en lo mal que la trató ayer, cuando se la encontró esperándola en el comedor, preocupada por su hija, por su vulnerable e inestable hija adulta. «Ojalá todas mis heridas se curasen con un poco de saliva», piensa.
—No, prohibida más autocompasión, prohibido sentirse culpable por ser una mala hija.
Ahora sí, se levanta y se dirige renqueante al baño. Frente al espejo comprueba que su aspecto, sin ser para tirar cohetes, ha mejorado respecto a la madrugada. Ve las pequeñas gotas de sudor que le resbalan por las sienes y los crecientes lamparones de sudor en la camiseta.
—Dios, qué calor.
Y sin pensarlo dos veces se desnuda y se mete en la ducha. El primer contacto con el agua fría le provoca un escalofrío, pero enseguida se deja abrazar por ella. Las imágenes de la noche se le aparecen como un pase de diapositivas desordenadas, y tiene la sensación de estar recordando algo de lo que no fue protagonista. Cierra los ojos, levanta la cabeza y recibe la fría lluvia torrencial con placer. Las gotas le repiquetean insistentes en los párpados. Se lleva las manos a la cara y, poco a poco, deja que resbalen, por el cuello, el pecho, el vientre, las caderas, los muslos… Es agradable. «¿Cuánto hace que no te dejas acariciar?» Irremediablemente, su memoria se remonta al verano pasado, y vuelve a experimentar las caricias de aquel capullo despreciable que tan bien la hizo sentir durante unas semanas de espejismo. Se le eriza la piel, pero no quiere echar de menos aquello, así que ruge de rabia, de impotencia, de desesperación por ser incapaz de seguir un rumbo en su vida, por perderse en los recuerdos, martirizarse por ellos y ponerse todas las trabas posibles a la posibilidad de ser feliz.
Se agarra las manos, baja la cabeza, de forma que ahora el agua le golpea en la coronilla, y junta las palmas sobre los labios. Empieza a mover los dedos en una especie de bamboleo a izquierda y derecha con el que se acaricia las yemas, y entonces regresa a su mente la escena bajo la noche pirenaica, la charla con Luis y, sobre todo, el enlace de sus manos. Se le vuelve a poner la piel de gallina; lo echa de menos, y esta vez no se reprocha por ello, si acaso por no haberlo prolongado. «Tú decides si quieres que entre en tu vida».
—Mierda —concluye, en un grito reprimido.
Cierra el grifo, abre la cortina, alcanza la toalla colgada en la pared y se seca. Se dirige a su habitación, donde rescata unas bragas y una camiseta de tirantes limpias, y luego a la de Tere para quitar las sábanas sudadas. Se mueve rápido, tratando de mantener ocupada la mente con actividades rutinarias: llevar la ropa sucia a la lavadora, hacer la cama, poner un poco de orden en el comedor…, pero su mente traicionera actúa por su cuenta y sigue martirizándola.
—Joder, ya está bien. Necesito desayunar.
La actividad ha acelerado el inevitable proceso de recalentamiento y Sara vuelve a sudar. Antes de dirigirse a la cocina, decide tomarse un respiro asomándose a la ventana para saludar a su querida Alhambra. Ahí sigue, reinando sobre el paisaje, ajena a las comeduras de cabeza de los humanos. Como siempre, la visión la relaja. Sin embargo, una voz llama su atención enseguida. Abajo, junto al portal, una barrendera reniega sonoramente mientras recoge los trozos de vidrio de una botella que algún simpático hizo añicos durante la noche. Sara rememora entre nieblas la escena con el grupo de gamberros al que se enfrentó desde la ventana, y automáticamente Luis, empujando la puerta y apareciendo en el comedor con cara de haber visto un fantasma, reclama su espacio.
La joven resopla, da media vuelta y se va a la cocina. Y entonces sonríe. «¿Por qué narices nos cuesta tanto ver las cosas positivas? ¿Por qué esa manía con magnificar lo desagradable, lo doloroso?» En la encimera reposa una cafetera que aún conserva caliente su valioso contenido, como revela el penetrante aroma que desprende, y sobre el mármol, su taza del Central Perk, con una cucharadita de azúcar moreno. A su lado, en un platito, un hermoso croissant y un par de piononos.
Sara coge la nota decorada con dibujos de corazoncitos y caramelos de colores, dispuesta entre la taza y el plato, y se dispone a leerla vestida con una reparadora sonrisa de oreja a oreja.
«Buenos días, corazón. Por increíble que parezca, me he levantado con tiempo (quizás tenga algo que ver el hecho de que, despatarrá y con los brazos abiertos, dejas poco espacio en la cama…) y he pensado que te sentaría bien un típico desayuno granaíno. Así que he bajado a por unos piononos y unos croissants bien “ligeros” de calorías y te he preparado el café. No te he puesto la leche porque no sabía cómo lo querrías de cargado, que la noche (y la madrugá) fue muy larga…
PD: He barajado la posibilidad de despertarte para desayunar juntas, pero se te veía tan a gustito que me ha dado pena. Bueno, también podía pasar que me mandaras a tomar viento, así que he preferido no tentar a la suerte… y así he podido comer más piononos que tú. 😛
PD2: Esto… ¿Por qué no llamas a ese chico tan majo…? ¿Cómo se llamaba…? Ah, sí, Luis, ¿verdad? Pues eso, que lo llames y charláis con calma. ¿No crees que te lo mereces?
PD3: Está buenísimo… El pionono, digo. 😉
Incondicionalmente tuya,
Tere»
—Qué loca estás, y cómo te quiero.
Sara mantiene la sonrisa, pero le asaltan las dudas. Nota el corazón acelerado, impaciente por cumplir con la petición de su amiga, pero también escucha la voz insidiosa de su yo cobarde y rencoroso. Opta por atacar a un pionono.
—Mmmmmm… Buenísimo.
El primer bocado hace desaparecer la corona de crema tostada, y con el segundo le inunda la boca el delicioso líquido que emborracha el bizcocho.
Con las papilas gustativas retozando de placer, la voz insidiosa tiene la batalla perdida y el corazón se apresura a proclamar su victoria aplastante.
—Le envío un mensaje —decide Sara mientras vierte el café en esa taza que ha sido testigo de tantas tardes de sofá y carcajadas junto a sus amigas.
«Es un buen hombre… Tú eres la que decide si quieres que entre en tu vida».
—Eso no lo sé aún —le responde a la zíngara—, pero le daré la oportunidad de que me convenza.
Con la taza en una mano y el plato en la otra, se dirige al comedor para disfrutar del desayuno a la salud de la mejor amiga del mundo.
Continuará…
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Tras la larga y pegajosa noche, Luis recibe un mensaje de Sara en el que le pide que la llame. Parece que por fin el joven va a tener la oportunidad de conseguir lo que lo ha empujado a atravesar el país de norte a sur, pero ¿por qué Sara ha tomado la decisión de quedar con él? La respuesta, en este capítulo 22 de ‘Centrifugando recuerdos’.
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