Un beso etéreo


Cada sábado Cecilia se acostaba temprano para no perder la misa del domingo a las siete de la mañana. Había quedado viuda y sola más tiempo de lo necesario. Esperaba que el amor la tocara otra vez con más suerte que la primera. Era demasiado joven cuando se casó y todavía muy joven cuando enviudó. Su matrimonio fue difícil, acosada por un marido celoso que apenas la dejaba salir a la calle. Cuando él murió, sintió una sensación de libertad que más tarde la haría pensar que era víctima de un karma y que por esa razón no hallaba al deseado compañero. Veía pasar su juventud con tristeza, entre la casa y el trabajo, desconsolada por sus sueños fracasados. Ni siquiera tuvo la bendición de un hijo y ya se le estaba haciendo tarde para intentarlo. Sentía su útero secarse con el paso del tiempo, ya incapaz de albergar una criatura.

Cecilia soñaba cada noche con el mismo hombre. Al principio era como ver una vieja película del oeste norteamericano. Una gran esfera de polvo —volátil y abstracta en el horizonte—, tomaba forma poco a poco hasta poder divisarse una imagen difuminada vestida de blanco. Según iba acercándose lo veía, a veces caminando, otras en un caballo blanco, siempre dirigiéndose hacia ella. Su cabello largo se movía ligeramente con el viento y sus ojos —de un azul tan tenue como cielo—, la miraban directo a los suyos como si la mirara por dentro. Siempre despertaba antes de que llegara y su deseo de besar sus labios moría al desadormecerse. Pasaba todo el día repasando su rostro angelical y cada noche al acostarse pedía que por fin la besara. Lo reconocería donde quiera. Algo le decía que lo encontraría entre las paredes de un templo. No podía ser de otra manera. Alguien como él, rodeado de esa aura sublime, solo podía encontrarse entre los santos.

Encontrar al hombre de sus sueños se convirtió en una obsesión para Cecilia. Ya no solo iba a la misa del domingo a las siete. Comenzó a ir al templo todos los días y a cada hora que se daba una ceremonia. Como su búsqueda resultaba infructuosa, pensó que tal vez debía visitar otros santuarios, sinagogas y hasta mezquitas. Él no estaba en ninguno. Solamente aparecía en su sueño repetido. Creyó que, dando mejores ofrendas, ayudando a los pobres y huérfanos sería premiada con el regalo del amor. Nada sucedía. Comenzó a visitar enfermos, asilos de ancianos y hospitales con la esperanza de que haciendo buenas obras sería recompensada. Y así, casi sin darse cuenta, dejó de pensar en encontrar al hombre —literalmente—, de sus sueños. Hasta dejó de soñar con él.

La gente la empezó a llamar Santa Cecilia reconociendo sus actos de caridad. Algunos contaban que un halo luminoso podía observarse sobre su cabeza. Corrían a su encuentro convencidos de que con solo tocarla sus penas y enfermedades desaparecerían. Ella no se envanecía por la actitud de sus enfermitos, como les llamaba. Muchas veces les explicaba que más ganaba ella ayudando que lo que los demás recibían. Cecilia se sentía completa, plena, feliz y cuando iba a la cama sonreía contenta por la felicidad que su actual vida le brindaba.

Cecilia envejeció y enfermó. Estando en el hospital un médico vino a revisarla y a hablarle de su condición. A pesar de las noticias, ella se sentía tranquila. Había vivido la vida con intensidad —le confirmó al galeno—, quien se marchó admirado por tanta templanza. La puerta se abrió al poco rato. Cecilia entreabrió los ojos y vio acercarse una silueta que fue aclarándose poco a poco. Era el hombre que solía estar en sus sueños. Lo reconocería en el fin del mundo.

Esta vez se acercó y posó sus labios en los de ella en un largo beso etéreo. Al girar, Cecilia pudo ver sus alas.

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