Tras otro día más perdido en el limbo terrenal, se precipitó en busca de un lugar en el que poder dormir, o al menos intentarlo.
Hoy no le apetecía inmiscuirse en la inmundicia de bebidas viles y sus jaquecas, hoy quería soñar; no le importaba que el lustre del inconsciente no lo admitiese en sus obras. Aceptó hace tiempo observarlas desde un telescopio en la cima de su inocuidad bipolar.
Además, no recuerda su infancia; es más, muchas veces se mantiene dubitativo sobre la existencia de ésta, ¿fue niño?
Implorando a los ángeles, escrutaba cada vena con destino cardíaco, en busca de retazos sanguíneos en los que poder hallar la respuesta y así sentirse vivo. Mas todos los intentos fueron en vano, y tal como vinieron, se marcharon cabizbajos, musitando palabras de impotencia, perdón y rabia.
Tras la presbicia de sus quimeras, alejaba la vista, evadiéndose con las monedas mendigadas; permitiendo al tiempo encaramarse a su espalda y jugar al fugaz azar del día. No sabe desde cuándo, ni mucho menos hasta cuándo.
Esto no significaba la izada de bandera blanca por parte suya, mas no conocía otra forma de vida.
Un día, bajo lo efímero de una mirada, un ligero susurro pertrechó su corazón y el mismo formó parte —esta vez —de las obras dirigidas por la tupida profundidad de su ser.
En aquel fugaz lance unilateral, descubrió quien era. En aquellos ojos, se derrumbó.
Comenzó a comprender.
Comprendió que era un sueño, que tuvo que exiliarse tras las puertas del olvido por culpa del miedo y sus voces. Un sueño que, una vez en el exterior, sin guía y sin camino, permaneció estático mientras vetustas serpientes disfrazadas de musas le mantenían sedado; olvidado. Un sueño que fue juzgado por aquellos que controlan las leyes de este juego macabro. Un sueño que fue castigado con un abandono y lágrimas tras las que, ninguno de los dos, pudieron recordar.
Él ya se había olvidado de esa parte suya, por eso le fue tan costoso anhelar, disfrutar y evocar su origen y su infancia compartida. Él ya borró las puertas que conducen a la vida, siendo otro adulto más; sobreviviendo en este mundo de piedra. Únicamente su corazón notó su presencia, provocando un latido nostálgico, impotente; mudo.
Pero al sueño no le importó. Ahora que reconoció a su dueño, asió su entereza —como paraguas— y tras escuchar el repiqueteo de la puerta, subvino la empatía —como arquitecta— junto a la infancia —como plano—; no tuvo nada que temer.
Todo volvería a ser como debiera ser.
P.D.: La frase subrayada es de el grande Hovik Keuchkerian.
Excelente relato. Feliz fin de semana!
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Me alegra mucho que te haya gustado Nicole!!😇
¡Igualmente!:)
Un abrazoo
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¡Muy bueno! Rico en imágenes. Felicitaciones.
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Me alegra mucho que te guste querido Carlos:).
¡Gracias por comentar!
Pd: ¿a qué te refieres con rico en imágenes?
Un saludo!
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Me gusta mucho este encuentro entre dos partes, esa exploración de algo que permanecía olvidado y encuentra por fin su lugar, su dueño. Y el alivio que surge de ello: «No tuvo nada que temer. Todo volvería a ser como debiera ser». Muy bien. ¡Saludos!
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Es un placer oírte decir eso Crissanta:). No hay mayor placer que volver al dulce hogar. ¡Muchas gracias por tu comentario Criss!
¡Un abrazote!
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Un abrazo de vuelta 🙂
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