La última vez que me dijiste
que me odiabas
fue el día de tu cumpleaños.
Coincidió con una tarde azul,
o una mañana azul,
o azul era; a lo mejor, el color de tu jersey
o la goma con que te sujetabas el pelo
haciéndote una coleta
mientras me decías eso,
que me odiabas.
Pero el azul estaba allí mismo, lo recuerdo
instalado en el salón mientras el regalo
que te había comprado
permanecía a medio abrir sobre la mesa.
Estático, casi atónito.
Como si pensara en su regreso
a la tienda de regalos,
a cambio de otro artículo inútil
que se le parezca.