La espera se me atraganta.
Me atiborra la boca
y la noto ahí mismo
aferrada al paladar,
latiendo; hinchándose
y reduciéndose como el saco
de las ranas bajo la boca.
La espera reseca el aire
que pueda respirar,
agrietándome el paladar,
dejándolo como un vaso roto.
Pero en ocasiones, la espera
se hace aún más terrible
cuando se sumerge
bruscamente
en mi cuerpo, reptando
hacia el estómago
como una lombriz
que va incrustando a su paso
cristales como espinas.
Es la espera imaginando
tu voz al completo
como un aullido
diciendo que sí,
mezclándose con el aire
sin acoger cansancio
ni conjunciones
—aunques, peros o sin embargos—
que la prolonguen.
Es la espera dañina
a plazo fijo,
abundante,
exageradamente presente
y que jamás apaga la luz.
Es la espera
a que por fin
la hagas concluir,
con tu voz
al teléfono
que comienza
de la mejor manera:
desvergonzada.