La hamburguesa le chorreaba por la cara. El huevo frito, escondido debajo de las cebollas, parecía soltar un pequeño grito cada vez que él le daba un mordisco a su hamburguesa completa. Pedro amaba ese restaurant. Cuando él estaba ahí era libre, libre y a la vez esclavo de sus instintos mas primitivos, libre de las convenciones sociales que precisamente no apoyaban que él esté en pleno encuentro erótico alimenticio mientras a un metro suyo, contra un arbolito, haya un pobre tipo cagado de hambre pidiendo plata, comida, lo que le sobre, doña.
Pero a Pedro eso no podía importarle en lo más mínimo. No hay que malinterpretarlo, él odiaba la pobreza. La odiaba porque siempre consideró que la pobreza tenía muy poco valor estético, era como un mal decorativo en el Montevideo que él tanto amaba.
La sangre de los tomates se escapaba de sus fauces y ya llegaba hasta la barbilla, tiñendo su barba, convirtiéndose en parte de él. Pedro seguía disfrutando, pero en el fondo de su mente estaba preocupado. Su sentido del gusto lo empoderaba, le decía que siga, que esto era lo mejor que le había pasado en su vida, pero los ojos mostraban la realidad: sólo quedaba un puto bocado. Fue en este momento que miró para un costado, como para pensar en otra cosa, para evitar la confrontación final con su hamburguesa, y cruzó miradas con él. Pedro intentó, en esas milésimas de segundo que duran los cruces entre extraños, entender que le querían decir esos ojos, por qué lo miraba así ese tipo tan diferente a él. Primero sospechó un dejo de admiración, pero desechó esta teoría al instante. Tampoco era rabia, se parecía más a una angustia mezclada con hambre. Mucha hambre. Esto excitó a Pedro, que mirándolo fijamente terminó de engullir su hamburguesa, se aclaró la garganta y escupió al piso, rozando a su desdichado comensal. Luego se paró, y antes de que este le pudiera decir nada, Pedro le respondió: “Riquísimo este lugar, te lo recomiendo”.