Siempre despierto en una habitación fría
da lo mismo el día o el mes,
hasta las estaciones se detienen antes de entrar.
No sé si es amor, dolor, contradicción
pues cuando abro la ventana
y la luz descansa en mis espaldas
aparecen las lomas verdes
y los árboles de Einar Wegener.
No sé si el sacrificio me llevará
pues al tomar las piezas del ajedrez
los ratones quieren comerse el caballo
porque yo no quiero decir cinco.
Sé que es cuatro y mi mente no,
mis manos también pero callan,
el partido sabe que no es cinco
pero necesitan creer que tengo su fe por dominio y sepulcro.
La guerra ha comenzado,
la guerra nunca terminó,
la guerra terminó,
la guerra nunca ha empezado.
El amor es una excusa para los valientes,
los valientes quieren ser héroes,
no todos mueren en batalla,
algunos sobreviven siendo cobardes.
Ella disparó un te quiero y se fue,
quedé con los ojos quebrados, los ventanales
a punto de estallar en mi cara,
ratas de hambre, de carne y de sangre.
Antes del grito la soprano nos encanta,
los disparos,
la voz sutil,
el nombre infame,
piedra dorada, piedra dorada,
somos energúmenos
aunque las noticias pasan
por nuestros ojos e incrustan
las verdades del hambre y la derrota ficticia.
Recuerdo los brazos arriba y cruzados,
asemejaban martillos andantes
ante la multitud temerosa
del golpe fatal,
del paso feroz,
del olvido después de la muerte.
Siempre creí en la verdad de los periódicos
en la religiosidad de sus editores,
en la neutralidad de sus palabras,
en el acento final del lector
y la suspicacia del hambre.
Después fui el ladrillo roto que escribía la historia de los días, la importancia de la rutina quebrada antes de la noche y vuelta a armar antes de la gran neopantalla.
La vi partir
como el tiempo inevitable,
ese ajado azar random
nos quiebra de nuevo,
por amor al dolor
del cual nunca hemos sido curados,
sólo pusimos una capa
azul del overall
una cinta roja ella
un tablero de ajedrez yo
y el gin gentileza de la casa.
Las despedidas
tienen ese transparente
sabor amargo,
escuece dos veces
cuando pasa por la sangre
y gira por el corazón,
pero las despedidas sin adioses
duelen más,
pues jamás dos exconocidos
se habían tardado tanto
en partir cada uno por su lado,
ella de cinto rojo
y él con su caballo
comiéndose un cinco
que jamás salió de la 101.
Pobre Winston. Uno sabe desde el principio que está condenado al fracaso, pero es inevitable mantener el hilillo de esperanza, porque deseamos que, pese a todos los obstáculos, la vida (y el amor) se abra paso.
Me ha gustado mucho.
¡Saludos!
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Muchas gracias Benjamín y así es con la vida.
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