
Elena entró en el vagón pensando en Javier, otra vez en Javier. Siempre en Javier. Mañana, tarde y noche, esas seis letras grabadas en su mente, una y otra vez repetidas, como la voz que reverbera en las paredes de una casa sin muebles.
Esa noche había vuelto a soñar con él. Un sueño desagradable. Le había visto engullido por la bañera de casa, absorbido de pronto por un remolino enorme que lo había tragado sin remedio, sin que ella pudiera hacer nada, sin haber tenido tiempo de agarrar su mano para ayudarle.
Hasta que no pasaron cinco minutos, no empezó a percatarse de la música, inusualmente alta, que se oía en todo el vagón, casi vacío; eran solo las siete de la mañana. Poca gente se levantaba tan pronto para ir a trabajar y siempre reinaba una calma soñolienta, era como estar aún entre sábanas, remoloneando, con tiempo para desperezarse, lejos de la vorágine que la engulliría quince minutos después.
La música procedía del teléfono de una mujer musulmana —supuso, por el pañuelo en la cabeza—, que se sentaba frente a ella. Miraba abstraída su teléfono, como si observara cuidadosamente las notas estridentes que escupía su pequeño aparato, ajena al ruido. Tan sumida esa mujer estaba en sus pensamientos, como ella en el dolor que le causaba Javier.
De repente, le sobresaltó el ruido de las puertas que se abrían y los gritos de otra mujer que Elena recordaba haber observado antes, concentrada en la lectura de un libro:
—Mora de mierda, aquí la música no se pone tan alta. Vete a tu país a escuchar esa porquería.
Por un momento, pareció que la mujer musulmana iba a alzar la vista y a decir algo, pero solo parpadeó y siguió mirando la pantalla de su teléfono aunque, apenas treinta segundos después, apagó la música.
A Elena, que había estado mirando perpleja la escena, la asaltaron sus propias palabras subiéndole por la garganta y saliendo disparadas por la boca, dejando ir toda la rabia y la tensión acumulada en todo un mes de insomnio por Javier:
—Pero ¿tú que te has creído? Tú sí que eres una mierda. ¡A ver si eres tan valiente delante de los chavales que ponen la música a todo grito en el metro! ¿A que no te atreves, imbécil? Que hoy con la mala leche que tengo, soy capaz de…
Las puertas se abrieron y la mujer racista bajó apresurada.
Elena dio un respingo y de un salto se apeó en su parada a tiempo, más liviana.
Desde el andén, vio que la mujer musulmana la miraba, sonriéndole tímidamente.
Son la 1 y media de la mañana en México, en mi ciudad no hay «metro», ni subterráneo, ni «subte», ni nada que se acerque a un tren metropolitano. En fin, que ni el Uber ha llegado. Pero eso sí, sobran imbéciles (que te topas en las calles y en los sistemas de transportes colectivos que sí hay acá).
Bueno, el caso es que Elena es mi heroína de la semana.
¡Buen relato!.
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Muchas gracias!! Aunque he cambiado algunas cosas, viví hace poco una situación similar en el metro de Barcelona. Sí, ojalá hubieran más Elenas en el mundo.
Gracias por tu lindo comentario. ¡Saludos!
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Aquí en Santo Domingo hay metro
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