Vorágine dolorosa


El 25 de noviembre de 1897, se otorgó a la provincia de ultramar de Puerto Rico la Carta Autonómica, en la que autorizaba un gobierno de carácter autónomo a la isla. El régimen comenzó en febrero de 1898, pero al estallar la Guerra Hispano-Americana y la subsiguiente invasión por el ejército norteamericano, el gobierno ni siquiera pudo iniciar sus funciones. Por medio del Tratado de París, España cedió su soberanía a Estados Unidos sin que fueran consultadas las instituciones puertorriqueñas[1] . De este modo, la isla pasó de la tiranía española a la norteamericana ante los ojos de los isleños quienes no sabían cuál sería su destino en adelante. Durante la vorágine que sucedió a la invasión, el pueblo estuvo dividido y muchos actos vergonzosos, como los que suelen ocurrir durante la guerra —y que nunca fueron llevados ante la justicia—, tuvieron su escenario en las montañas de Puerto Rico.

Cinco años antes de la invasión

Aurelia tenía trece años cuando su padre le vendió su cuerpo al hacendado, señor de la finca donde su familia vivía agregada. Su progenitor desalmado, vio en la belleza de su hija un pasaporte para saldar la deuda en la tienda de raya[2] y con el sobrante comprar un terrenito para poco a poco fundar su propio imperio. Por lo menos ese era su sueño ahora que se hablaba de que España le daría la autonomía a isla y los criollos iban a deshacerse del dominio de los tiranos.

No pensó por un segundo en la niña cuando el viejo libidinoso le hizo la oferta. Aquella noche mandó a la muchachita a buscar un cubo al cobertizo para que Asunción, su mujer, no se diera cuenta de lo que había hecho. No es que le importara mucho lo que pensara o dijera, al fin y al cabo, ni siquiera estaban casados, pero él era el macho, quien mandaba y decía lo que se hacía en su bohío. Más bien era porque no soportaría su mirada lánguida, llena de reproche y su negativa a acostarse con él sabe Dios por cuántos meses. Las putas eran muy caras y ni hablar de una querida, por lo que estar de buenas con ella era necesario para poder descargar sus necesidades.

Aurelia era menuda, sus pechos apenas florecían, pero sus ojos eran su perdición. Aquella mirada zafiro era única en la comarca, su desgracia ante el deseo del hacendado que se había empecinado con la incipiente belleza de la muchachita. Obediente como era, salió a cumplir la orden de su padre, por más que le temía al Cuco. Ya estaba en camisón. A esas horas estaría durmiendo después de un arduo día ayudando a su madre con el cuido de sus hermanos, los animales y los quehaceres del hogar, que no eran pocos. Iba frotando sus ojos de sueño y cansancio, cuando se le apareció el hombre gordo y asqueroso, Don Prudencio Ruiz y Delgado. Aunque era de noche y solo le alumbraba la tímida luz de un quinqué, enseguida lo reconoció. Sintió en sus virginales entrañas el frío que precede al peligro. Se le revolvió el estómago. Las piernas le comenzaron a temblar. No tuvo tiempo de correr. El animal se le abalanzó encima, arrastrándola hasta la cabaña y la tiró sobre la paja seca desgarrando de una vez la bata. Se tumbó sobre ella, aplastándola, bañándola de su sudor hediondo y de su apestoso aliento. La niña luchaba e intentaba gritar, aterrada, pero su voz era apagada con el peso del cuerpo de aquella bestia. Le dolía, sabía lo que le hacía pues muchas veces había visto sin querer a su padre tenderse sobre su madre, pero a ella no parecía dolerle. Las lágrimas le entraban por los oídos. Cansada, cerró los ojos y se hundió en aquella eternidad.

—Ya te volveré a ver. Le diré a tu padre cuándo —dijo el maldito mientras se cerraba el pantalón, dejándole saber que aquello había sucedido con la anuencia del padre. Tronchada, regresó al bohío donde todos dormían y se acurrucó, callada, llorando en silencio.

Al día siguiente, el campesino fue a buscar el pago por la virginidad de la niña. El hacendado rió a carcajadas ante la ignorancia de su trabajador.

—Da gracias a Dios que no te echo de la finca, ¡ignorante! Todo lo que está en esta hacienda me pertenece, hasta tu familia. Puedo disponer del virgo de todas tus hijas cuando quiera —dijo burlándose, ufano y fumándose un puro.

El padre rabioso intentó atacar al terrateniente con su machete, pero se le adelantó y de un tiro terminó con su vida. Los negros y demás peones corrieron cuando escucharon la detonación.

—¡Sáquenlo de aquí! —ordenó el hombre y todos obedecieron sin preguntar.

Desde ese momento en adelante, Aurelia evitó que desalojaran a su madre y a sus hermanos de la hacienda pagando con su cuerpo. Todos sabían lo que había ocurrido aquella noche, pero nadie hablaba de ello. Pasaron varios años y la niña se transformó en una mujer, cada día más hermosa, la debilidad del viejo gordo.

Aurelia «la tiznada»[3]

Lo que nadie sabía de Aurelia, era que la joven había abrazado el Movimiento Autonomista Puertorriqueño y su deseo era liberar a la isla de los terratenientes españoles, de una vez por todas. La Carta Autonómica no era suficiente, pues la isla no contaba con suficientes soldados para luchar contra el ejército español. Tenían que irse todos a las armas hasta expulsar el tirano.

Por las noches, escondida entre las sombras, vestida de obrero de la hacienda, corría hasta una hacienda cercana en donde se reunían un grupo de jóvenes —y menos jóvenes— que tenían la esperanza de que los españoles fueran arrojados. Aurelia había adquirido una identidad masculina para que no la reconocieran. Era inteligente, sabia, buena estratega. Sabía dónde estaban las otras haciendas, conocía a las jóvenes criollas y a las negras libertas, de quienes podía conseguir cualquier información. Como Don Prudencio le había permitido usar los caballos, a veces iba de una hacienda a otra, investigando, buscando los mejores lugares para esconderse. Un viejo que había sido esclavo y que la conocía de niña era su consejero. A él le contaba todo pues lo amaba como al padre que no tuvo y confiaba en él.

 —Moncho, ya quiero que todo termine. Hay mucha incertidumbre entre la gente. ¿Crees que los españoles dejarán sus haciendas y se irán? —le preguntó.

 —Es poco probable, niña. Llevan toda la vida aquí, han hecho sus fortunas y todos les debemos. Nos han explotado. Tienen listas de todo, no nos dejarán libres, no hay escapatoria para nosotros. Quizá para ti, pero para nosotros los esclavos…

—Ya no eres esclavo, Moncho…

 —Ay, niña… He sido esclavo toda la vida y eso de la mentada libertad en nada ha cambiado que soy negro, que tengo que trabajar en el sol desde que sale hasta que se esconde.

 —Si fuera por mí ya no trabajarías…

—Lo sé muy bien. Niña, no te preocupes por mí, más bien ten cuidado con lo que haces.

—¿Lo que hago? ¿De qué?

—Sé que te disfrazas de hombre y te tiznas la cara y el cuerpo para que no te reconozcan.

—Debes saber también por qué lo hago. Los terratenientes tienen que salir de la isla. Ya no podemos soportar tantos abusos. Aún con el nuevo gobierno, no se han inmutado, creen que están por encima de la ley.

—¿Y qué piensan hacer?

—Vamos a luchar hasta que no quede uno en esta isla —sentenció la joven.

La invasión norteamericana

El 1898 fue un año que empezó con una tremenda sequía. No se vislumbraba que las cosechas pudieran sobrevivir. Ya para julio, las lluvias comenzaron, al principio los agricultores estaban contentos e iniciaron la siembra de los frutos menores. Sin embargo, la lluvia se convirtió en aguaceros copiosos. Se reportaron inundaciones, ríos desbordados y enfermedades[4].

El 25 de julio de 1898, las tropas norteamericanas comandadas por el General Nelson Miles entraron por el sur de Puerto Rico, abriéndose paso por los pueblos de la isla. Muchos habitantes —criollos, mestizos, campesinos, jornaleros y negros— pensaron que los norteamericanos venían a liberarlos del ejército opresor y que estos por fin serían expulsados de la isla. Ante esa impresión, colaboraron con el invasor[5].

A partir del mes de julio se suscitaron «las venganzas» contra los hacendados. Al principio los atacantes encapuchados y tiznados, venían a caballo y en nombre del ejército norteamericano entraban en las haciendas, robaban los suministros que había en las tiendas de raya y rompían los libros en los que estaban apuntadas las deudas de los peones. Luego los ataques fueron más severos. Llegaban a las casas de los hacendados, se llevaban lo que podían y quemaban lo que no, en muchos casos asesinaban a los mayordomos y a los hacendados. Tampoco faltaron las extorsiones a cambio de que se aumentaran los jornales de los obreros durante las cosechas de café[6].

Aurelia era líder del grupo de los tiznados y recibía órdenes directas de «Águila Negra»[7]. Muchos decían que era su mujer. Cabalgaba altiva, orgullosa, repartiendo castigo a quienes tanto daño le habían hecho a la patria y a los suyos. Los demás la obedecían, conocían las señales que hacía con sus manos y cabeza, porque no hablaba durante los ataques para ocultar que era mujer. No miraba a nadie de frente, pues podían identificarla por el color único de sus ojos. Esperaba con calma el momento de vengarse de Don Porfirio. Al malnacido lo había dejado para el final. Había planificado por años lo que le haría si tuviera la oportunidad y le había llegado. Su corazón se había endurecido en la espera, ya no era aquella niña que el viejo violó apoyado por su padre, ni la muchacha que sufrió bajo su maloliente cuerpo para evitar que la dejaran en la calle con su madre y hermanos. Ahora era una mujer, dueña de sí y dueña de la vida de aquel animal cuando quisiera.

Aquella noche se vistió despacio, recogió su melena castaña y cubrió su cara y cuerpo de hollín. En el cinto llevaba un revólver Orbea No. 7 y un cuchillo afilado para cercenar la garganta del maldito. Caminó hasta la caballeriza y tomó su caballo preferido, un caballo ordinario, de campesino, que no se distinguía de ningún otro. No sabía si iba a regresar. Los soldados americanos transitaban los caminos para evitar los ataques y devolver el poder a los terratenientes españoles sobre sus haciendas. Aurelia respiró profundo el aire puro de la montaña y se dirigió a donde se reuniría con sus tiznados. La vieron llegar en su humilde corcel, soberbia. Saludó con la cabeza. Luego hizo señales para que supieran que esa noche le caerían a los Ruiz y Delgado. Se alistaron y cabalgaron hasta las inmediaciones de la vasta finca. Unos perros empezaron a ladrar y a aullar a lo lejos. Seguro que avisaban a sus amos de lo que se les venía encima.

Los trabajadores y negros de la hacienda salieron empuñando machetes para defender a su amo, pero poco tiempo duró la refriega. Los tiznados estaban mejor armados, con armas de fuego que habían robado en sus asaltos anteriores. Los defensores cayeron o huyeron al monte por sus vidas. Uno a uno los tiznados encendieron sus antorchas. Aurelia fue directo al cobertizo en donde había perdido su virginidad y lo incendió. Dio su visto bueno para que tomaran los caballos, entraran a la tienda y hurtaran todo lo que pudieran. Allí los hombres cargaron sus caballos de mercancía y quemaron los libros de las deudas. Después se dirigieron a la casa grande, que permanecía a oscuras.

—¡Salga de ahí, Don Porfirio! —gritó uno de los tiznados—. Sabemos que está ahí escondido con su familia.

Nadie respondió. Adentro estaba el cobarde, junto a su mujer, sus hijas, esposos y nietos. Se acercaba la Navidad y se habían reunido para pasarla en familia. Las mujeres lloraban aterrorizadas. La esposa rezaba el rosario entre dientes. Los jóvenes esposos querían salir. Ellos eran criollos y pensaban que nada podían tener en su contra.

—No salgan —susurró Porfirio—. Son unos bandidos que no entienden razones.

—Pero algo hay que hacer, pueden quemar la casa con nosotros adentro —respondió uno de los yernos.

—¡Qué no, les digo!

—Padre —suplicó una de las hijas—, déjalos salir. Ellos son de aquí, del pueblo, todos los conocen y saben que son criollos, gente buena. Deja que hablen con ellos.

El viejo no tuvo otra alternativa que dejar que sus yernos salieran, pero no se equivocaba. Si bien era cierto que los tiznados no tenían nada en contra de los criollos al principio, en algunas áreas de la isla ya habían asaltado sus fincas. Tan pronto salieron, los amarraron y no quisieron escuchar sus ruegos de que no hicieran nada a su familia.

Aurelia entró a la casa con algunos de sus hombres y encontró a las mujeres arrodilladas, rezando. El viejo esperaba sentado con una pistola en la mano, que nunca usó. Se daba cuenta que solo podría matar a uno o dos y luego sería peor para él. Miraba fijo al suelo. Tenía pánico a la tortura, sabía que era lo que merecía por sus pecados pasados. Aurelia se acercó al anciano despacio. Haló los pocos cabellos que le quedaban en la cabeza para mirarlo a la cara. Cuando sus ojos se encontraron, el hombre se orinó encima. Vio en el fondo de los ojos de la joven un profundo odio, tan hondo como el mar entre España y aquella isla. En la semioscuridad veía claramente el filo del puñal que la muchacha sostenía en su mano. Su final estaba cerca.

—No le hagas daño al abuelo —suplicó una voz infantil halando con sus manitas la parte de atrás de su chaleco.

Aurelia recordó que el viejo no escuchó sus súplicas aquella desdichada noche. Sus ojos se metían en el alma oscura de su violador intentando encontrar arrepentimiento en ellos, pero solo encontró miedo, pavor, espanto. En su interior se le revolvían los sentimientos. El niño seguía gimiendo, suplicando por la vida de su abuelo. No, ella no era como aquel animal. Era diferente. Una lágrima zanjó su cara tiznada. Bajó el cuchillo, miró al niño y dio la espalda al viejo para irse.

Una bala surcó el espacio entre los dos. Y Aurelia cayó exánime.

 

Bibliografía

[1] Burgos-Malavé, E.M. (1997): Génesis y praxis de la Carta autonómica de 1897 en Puerto Rico, San Juan, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe.

[2] Picó F. (1987) 1898: La guerra después de la guerra. Ediciones Huracán, SJ. La tienda de raya era un establecimiento a crédito en las haciendas en el que los jornaleros eran obligados a comprar, como eran analfabetos ponían una raya para firmar. Se prestaba para el abuso, pues nunca sabían el verdadero monto de la deuda.

[3] Ibid. Grupo de paisanos armados que salían durante la noche, tiznados el rostro y cubriéndose las facciones a fin de no ser reconocidos.

[4] Ibid.

[5] Ibid.

[6] Ibid.

[7] Ibid. «Águila Negra» bandido idealizado y a quien se le identificó con la causa por la independencia, aunque no hay documentos que lo evidencien. También fue conocido como «Águila Azul» y «Águila Blanca».

Images: yahoo.com (CCO) Puerto Rico invasion 1898

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