El anciano que miraba a la nada


Por Guillermo Orthiz

Antes de la pandemia, en uno de los incontables callejones de mi pueblo, solía encontrarme con una escena que me conmovía e intrigaba a partes iguales; veía a un hombre mayor sentado en una banqueta alta de hierro, al lado de una puerta de cochera verde, y frente a una casa de fachada de cal blanca. Se miraba las manos ajadas y temblorosas, como si estuviera esperando algo que tardaba en llegar. El callejón era tan estrecho que, si pasaba un coche, el hombre tendría que bajarse y retirar el asiento desde el que gobernaba el asfalto que lo rodeaba, pero eso no sucedía nunca. Me gustaría saber por qué estaba ahí, qué era lo que esperaba con tanta paciencia, y si realmente merecía la pena desperdiciar un tiempo tan preciado en sus últimos años de vida. Había veces en las que lo veía tallando un perro de madera. ¿Para un nieto, quizá? ¿O era aficionado a la talla de figuras? Durante la cuarentena no supe nada de él, y el día que nos dejaron por fin salir a la calle a dar un paseo, pasé por su calle, como de costumbre, pensando que estaría ahí, y que nada habría cambiado. Para mi sorpresa no me lo encontré. Pensé que era normal, que con su edad era más prudente quedarse en casa, y que sus familiares le habrían calentado la cabeza para que no saliera. Día tras día he pasado por esa calle, esperando encontrarme su cuerpo enjuto, atezado y delgado sentado frente a su casa, observándola. Sin embargo, una realidad cruenta y descarnada parecía haberlo engullido para siempre. ¿Y si…? No quise planteármelo. Dejé que pasara el tiempo, e incluso llegué a olvidarme de él.

Ayer por la tarde iba por mi ruta habitual. Cuando llegué al cruce del callejón, al que ya me había acostumbrado a ver vacío, me encontré al hombre sentado en su banqueta, mirándose las manos. Sin saber muy bien por qué, me quedé parado, mirándolo, y el hombre, guiado por esa sensación de incómoda vigilancia, se giró y me miró también. Sus ojos llorosos me lanzaban unas claves que yo, por mi corta edad, no supe descifrar al instante. Acto seguido le aparté la mirada, intimidado, y me largué de allí. Llevo toda la mañana dándole vueltas a su mirada, a esa premisa desoladora que la encarcelaba, y he decidido no pasar nunca más por ese callejón; que el hombre permanezca inmortal en mi memoria, siempre sentado en su banqueta, esperando junto a la puerta de su casa lo que solo él sabía.

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