
Ves el cuidado con el que mueve el ataúd, y vuelves a notar la punzada helada en el hueco donde tuviste el corazón. El enterrador, tu enterrador, trata a los muertos con una atención reverencial y, aunque no lo soportas, estás condenado a ser testigo del ritual un día tras otro.
Sentado junto al grupo que se despide de su ser querido entre murmullos y gimoteos, el viejo perro pasa tan desapercibido como tú. Entonces, el animal aúlla, cosa que algunos de los humanos interpretan como una muestra solidaria de dolor. Una chica se le acerca, rebusca en el bolso y le ofrece unas galletas, y el chucho se relame mientras agita la cola.
Nada de eso distrae al enterrador, a tu enterrador, de su tarea. Desde el borde del nicho que pronto recibirá a su nuevo ocupante, lo ves acariciar el ataúd y cómo lo ajusta a la plataforma de la grúa. Desliza sus manos rugosas sobre la madera, con la delicadeza que nunca te dedicó a ti. Y en sus ojos ves la dulzura con la que jamás te miró.
El enterrador, tu enterrador, acciona el mecanismo elevador. En unos segundos volveréis a estar cara a cara. Le volverás a decir cuánto lo quieres. Le dirás que, a pesar de todo, no le guardas rencor por lo que hizo. Y volverás a darle la oportunidad de que te pida perdón.
Estás seguro de que esta vez te escuchará, y de que por fin verás en sus ojos claros el amor que nunca te demostró en vida.
Ni siquiera el día de tu entierro, el enterrador, tu enterrador, te trató con el cariño que le dedica a los otros muertos.
Y no lo soportas.