Alumbramiento sui generis


Fotografía por Nathan Dumlao en Unsplash.

Abrí los ojos una tarde del mes de mayo. En realidad creo que ya los tenía abiertos, pero cuando la luz mundana se estrella contra tu cara, después de pasar nueve cómodos meses sumergida en la penumbra del vientre materno, es inevitable cerrar los ojos y, llorar o reír, según sea el caso. Yo no lloré, tal vez mi rostro era de sorpresa, o quizás, mi rostro amoratado y compungido no denotó ningún sentimiento en ese momento. Pero creo que estaba feliz, tal vez a punto de sonreír, pues la persona que me recibió fue ella misma, es decir, mi bella madre. Ella es enfermera, así que está familiarizada con este tipo de circunstancias, aunque tener que recibir a tu propia hija debe, cuando menos, ser una labor traumatizante. En ese momento no se lo pregunté, solo recuerdo que cuando la vi era tan hermosa como me lo venía sugiriendo su voz desde que me instalé allí dentro. Años después me contaría con lujo de detalle nuestra historia.

Lo más sorprendente del caso es que una mujer en estos tiempos en que la gente hace lo posible por repeler el dolor, no habría tenido un parto tan «ágil» como en esas circunstancias en las que nací, menos aún tratándose del segundo parto en menos de diez meses. Así como se los cuento, mi hermano nació diez meses antes que yo, y mi madre quedó encinta —mejor dicho, fue preñada— de mí sin siquiera permitirse descansar la cuarentena. En realidad no es algo de lo que se deba hacer alarde, tampoco soy la persona más indicada para juzgar sobre la irresponsabilidad de semejante eventualidad y, sin embargo, por encima de todos los méritos que pueden atribuirse a una mujer-madre, es importante sumar, en el caso de la mía, esta proeza.

Siguiendo con el relato, les contaba que mi madre es enfermera y una joven madre. A sus veintipocos años tendría que renunciar a ejercer su profesión para hacerse cargo de sus dos pequeñas crías, con todos los inconvenientes que esta circunstancia le acarreaba. En fin, que más de alguna seguro que hizo frente a la misma situación, así que se sentirá plenamente identificada. Ojo, que eso no significa que haya sido o que sea una situación que deba normalizarse.

Aquel día de mayo, como ocurre en la mayoría de los alumbramientos, las contracciones preparto fueron el preludio de mi llegada. Sin embargo, no recuerdo haber tenido tanta prisa por salir, como lo describe mi madre. Pero siempre es bueno escuchar las dos versiones.

Ante el aviso de mi salida, mi padre —que no les sorprenda que en mi relato aparezca solo puntualmente—, pensó que tendría tiempo suficiente para ir a su lugar de trabajo y solicitar que le prestaran un vehículo para llevar a mi madre, conmigo dentro evidentemente, al hospital donde, como es habitual, facilitarían el trabajo de parto bajo la supervisión de las personas especialistas.

En esta parte suelo hacer una breve pausa en la historia, pues me sigo preguntando si puede haber mejores especialistas en un parto que las propias madres y aun así, muchas mujeres siguen muriendo por causas prevenibles relacionadas con el embarazo y el parto.

Por tal motivo, como buena previsora y mujer preparada, mi madre se proveyó de un par de sábanas limpias, una toalla e igualmente, puso unas tijeras en agua hirviendo, emulando la antigua técnica de esterilización, pues habría que cortar el cordón umbilical de alguna manera. Apenas hubo tiempo para disponer de todo aquello antes de que las contracciones fueran más continuas (y las contradicciones también, pero de eso hablaremos en otro momento), por lo que tuvo que cesar su ajetreo para concentrarse en lo que estaba a punto de acontecer: mi nacimiento. Estaba claro que mi padre no llegaría a tiempo, así que mi madre empezó a pujar, con más ímpetu hasta que salí expulsada de su vientre.

Lo ideal hubiera sido que alguien acompañara a mi madre en estos momentos, por ejemplo alguna vecina, amigas o compañeras de la facultad, colegas enfermeras o incluso alguno de sus diez hermanos y hermanas. Nadie estaba cerca, ya fuera por la distancia o porque simplemente, la red de solidaridad de mi madre en ese entonces era lo que se dice, inexistente. No tuvo la confianza ni siquiera para contárselo a sus propios padres. Pensando en esta situación, creo que lo mejor que pudo pasar es que, ni presta, ni perezosa, llegué a sus brazos para hacernos compañía mutuamente.

No sabemos si pasó una hora, o dos. A ella le sigue pareciendo que podía esperar un poco más, yo sin embargo, no puedo afirmar a ciencia cierta que el mío fuese un nacimiento exprés. Suelo reiterar, para aquellas personas que no lo recuerden, que el alumbramiento, más allá de ser doloroso para las madres, es también un acontecimiento traumático para la mayoría de las crías. Por ello creo que, después de tanta comodidad ofrecida desde el vientre materno, nadie tiene demasiada prisa por salir, ni los más temerarios. Pasar a formar parte del mundanal caos es el tránsito más abrupto y violento que puede padecer un ser humano, afortunadamente, solo se nace una vez en la vida.

3 comentarios sobre “Alumbramiento sui generis

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