Bajamos del tren con más de treinta años de antigüedad que nos condujo a Iasi, después de seis horas de recorrido. Aún estaba oscuro y faltaba más de una hora para que empezara a clarear el día.
Seguimos andando en busca del apartamento donde pasaríamos esa noche, pues aún nos esperaba un largo viaje antes de llegar al destino final. De pronto, la penumbra aumentó, en lugar de disminuir. Los graznidos también iban en aumento. Bastaba levantar un poco la mirada para ver cómo el cielo de aquella majestuosa ciudad rumana se llenaba de cuervos. Parvadas y parvadas se abrían paso por el cielo buscando un hueco en algún árbol. Si hay una ciudad gótica, es Iasi, la ciudad de los cuervos. Jamás vi un espectáculo tan perturbador como ese, excepto en el clásico thriller «The birds», dirigido por el maestro del género, Alfred Hitchcock.
El color oscuro de los cuervos, a diferencia de las gaviotas protagonistas de la citada película, infundía cierto misticismo, pero también, miedo. Las aves aguardaban sobre cada una de las ramas de la hilera de árboles que delineaban el extenso bulevar Carol I, como erguidos caballeros oscuros. Era impresionante. Con los primeros rayos de sol, las aves levantaban el vuelo, formando una densa nube, como al principio, durante su eventual ocupación de la ciudad y se alejaban, probablemente en busca de comida, hasta la madrugada del día siguiente.
El mosquito frustrado, tenía muy poca, por no decir nula, experiencia como chupasangre. Diríase que estaba en sus pininos. Hacía unas horas que había salido del huevo y su madre le dijo que fuera a buscarse la vida, así sin más preámbulos. Así que el mosquito picoteaba por aquí y por allá, pero no conseguía sangre. Hace un instante picó a alguien y sintió que no podía succionar aquella sustancia viscosa, casi se ahoga, y el pobre mosco huyó con el aguijón lleno de grasa. A saber dónde había clavado el aguijón. Queda claro que el mosquito deberá buscar urgentemente alguien que le dé una clase de anatomía, porque es cuestión de vida o muerte —ya lo había comprobado— saber dónde están las venas de los humanos y cuáles son aquellas de las que mejor se succiona la sangre, es decir, su alimento.
Había una vez un país, donde el futuro país convivía con el pasado país. Era de imaginar que en aquel país reinaba un tremendo desacuerdo, aún cuando el futuro país dependía completamente del pasado país. Sin embargo, también se sabía que sin futuro país, no habría país.
Intentaré describir mi sueño de manera precisa, aunque advierto que, como suele ocurrir cuando una se despierta de un sueño, suele haber lagunas, especialmente porque despiertas preguntándote cómo ha llegado tu mente a formular semejantes quimeras.
Yo había vuelto del pasado, lo que significa que había probabilidades de que yo no fuera yo y, por tanto, podría toparme con la yo del presente que había permanecido en el mismo lugar y espacio. Esa yo, había tenido un bebé, pero como no estaba segura de ser yo misma u otra versión de mí, pues tampoco estaba segura de que ese bebé fuese mío o no.
Además, había mucha tensión centrada en ese bebé, como si fuera especial. Y lo era. Había una fiesta, tal vez los Carnavales, por lo que mucha gente estaba en la calle, disfrazados (o no), bailando y bebiendo. En determinado momento todos guardaron silencio para escuchar de dónde venía el llanto de «El bebé». Aunque había más bebés, parecía que ese llanto también era especial, particular. Yo también estuve atenta y en cuanto le escuché, acerté a localizar al hombre que tenía a mi hijo.
Lo seguí e incluso volé por encima de mucha gente que quería impedir que me acercara a mi hijo. Cuando lo alcancé, lo tomé en brazos y el bebé me dijo: «Hola, mamá» como si me hubiera reconocido, sin embargo, era un recién nacido. El hombre me hizo subir en un coche y yo coloqué a mi pequeño en la silla. El susodicho personaje conducía con mucha velocidad y de pronto entramos en un túnel que se iba oscureciendo cada vez más. Tuve un mal presentimiento, así que volví a tomar en brazos a mi bebé y empecé a amamantarlo, con el coche en movimiento. Cerré los ojos y dije en voz alta: «El amor hará el resto».
Nos sorprendió una luz cegadora y tuvimos un accidente. El hombre que conducía el coche debió perder el control al salir de forma tan repentina a ese chorro de luz. Estábamos rodeados de policías y personas que iban a ayudar, pero el hombre que conducía el coche se había convertido en cenizas. Yo salté el arcén hacia el sentido contrario y conseguí que no me viera nadie. Había una furgoneta blanca con la puerta abierta esperándome. Subí.
Plaza de Jemaa El Fna, Marrakesh (Foto por ahuanda).
Cerrada la noche nos adentramos en la Medina de Marrakesh. Casi sin pretenderlo, nos unimos a un grupo —dos chicas y un chico— procedentes de Argentina, y decidimos buscar alojamiento en colectivo. Pronto ellos se conformaron con la primera pensión barata, ubicada en la planta alta del emblemático Café de Francia, en la Plaza Jemáa El Fna. Nosotros miramos un par de sitios más y al final, como suele ocurrir cuando alguien se adentra en las laberínticas medinas de las ciudades árabes, dimos con un acogedor Riad por azar.
Allí se alojaba también él. Lo reconocí al pasar, cuando nos mostraron la habitación. Se había presentado al lado de su novia en la noche mexicana del año pasado, que se realizó en una discoteca de la parte alta de Barcelona.
—¿Te acuerdas de mi? Nos vimos en el Otto Zutz, nosotros éramos los del catering y ustedes se acercaron a saludarnos. Recuerdo que llevaban la cámara para hacer registro de imágenes.
—¡Sííí, cómo no! Ahora me acuerdo. ¡Qué chido que nos encontramos aquí, qué chiquito es el mundo!
Y nos abrazó como si fuéramos las primeras personas que había visto en mucho tiempo. Así inició una charla que se prolongó durante toda la noche. Nos contó una aventura que sorteó con una suerte increíble. «La suerte en verdad existe y no es solo para los tontos», pensé tras escuchar su relato.
Había viajado con su novia a Marruecos, para hacer lo que muchos de nosotros: resellar su pasaporte en un país ajeno al espacio Schengen, lo que le permitiría prolongar su estancia legal en «modo turista» al volver al espacio europeo.
Hacía una semana que tenía que haber vuelto a Barcelona, pero los guardias de la frontera, al percatarse de que su pasaporte estaba caducado, le prohibieron salir, además con una orden de expulsión a México en cuanto pisara suelo español.
Decía que al vernos sintió un enorme alivio, pues llevaba una semana en la concurrida «puerta del mundo bereber»: Marrakesh. Un conglomerado de gentes de diversos orígenes, tanto del África subsahariana, como de las distintas tribus del interior de Marruecos, aunado a las multitudes de todas partes del mundo que están de paso por aquella efervescente ciudad. Y él, sin saber árabe.
Ese mismo día, había recibido un envío de dinero y ropa por parte de su novia, desde Barcelona. De la embajada mexicana en Marruecos no pudo conseguir nada, excepto la fingida promesa —firmada por escrito— de que una vez en Madrid, abordaría el vuelo hacia México. Nada más alejado de la realidad.
Cenamos juntos y después volvimos a reunirnos en la terraza del Riad hasta muy entrada la madrugada. Durante nuestra estancia en aquel país, estaríamos expectantes de lo que ocurriría a su regreso. Aunque aquello parecía una orden rigurosa, pues provenía de la propia policía militar marroquí, su voz interior le insinuaba que tenía que haber otra alternativa. Y aunque nosotros teníamos la mente más fría —que la suya evidentemente— pensamos que lo más racional sería lo correcto.
El día que él marchaba, nosotros también estaríamos ausentes, pues iniciaríamos la caravana para internarnos en el desierto, rumbo a las dunas de Merzouga. Según nos contó, estaría un par de semanas más por Marruecos antes de abordar el avión que lo llevaría a Madrid. Para entonces nosotros estaríamos de vuelta en Barcelona.
Sin embargo, su historia nos puso en alerta, pues aunque nuestros pasaportes sí estaban vigentes, se trataba de pasaportes provisionales, además de que nuestra situación en el estado español estaba en el limbo burocrático en espera de la resolución que nos concedería la residencia. Pero si a la policía le daba la gana, podía impedirnos la entrada y enviarnos de vuelta a México, sin opción siquiera a recoger nuestras pertenencias. Era una situación poco probable, pero conforme se acercaba la fecha de regresar, la ansiedad se apoderó de nosotros pensando en todos los escenarios posibles, empezando por el peor escenario posible.
En ese entonces aún no se desencadenaba la serie de deportaciones a visitantes que no tuvieran una carta de invitación emitida por un ciudadano español, o bien, que no contaran con comprobantes que acreditaran su solvencia económica durante su estancia en aquel país.
El viaje para nosotros concluyó sin ningún inconveniente y regresamos a Barcelona libres de toda sospecha, pese al estrés que se intensificó los últimos días. Maquinamos un plan para justificar nuestro viaje en caso de que nos cuestionaran al respecto, e informamos en la aduana de nuestro regreso inminente a México con fecha y todo. En apariencia no había más extranjeros, excepto los marroquíes que viajaban en el vuelo, a quienes les aguardaba un intensivo interrogatorio antes de poder ingresar a territorio español. Y eran bastantes. Quizás fue por ello que nos dejaron pasar sin mayores preámbulos.
Días después, sin memoria de lo ocurrido con nuestro paisano, recibimos una llamada telefónica. Era él. Estaba en el aeropuerto de Madrid y decía que no había ninguna autoridad custodiando el avión o vigilando que el pasajero cumpliera con la orden de abordar el vuelo a México. Buscaba consejo porque aún no decidía qué hacer: salir de aeropuerto y volver a Barcelona, donde estaba su novia, sus amigos, su trabajo y los últimos cinco años de su vida, o bien subirse al avión que lo llevaría a México.
De cualquier manera, ya estaba afuera del aeropuerto y solo necesitaba que alguien reforzara su decisión de quedarse. Y se quedó.
Abrí los ojos una tarde del mes de mayo. En realidad creo que ya los tenía abiertos, pero cuando la luz mundana se estrella contra tu cara, después de pasar nueve cómodos meses sumergida en la penumbra del vientre materno, es inevitable cerrar los ojos y, llorar o reír, según sea el caso. Yo no lloré, tal vez mi rostro era de sorpresa, o quizás, mi rostro amoratado y compungido no denotó ningún sentimiento en ese momento. Pero creo que estaba feliz, tal vez a punto de sonreír, pues la persona que me recibió fue ella misma, es decir, mi bella madre. Ella es enfermera, así que está familiarizada con este tipo de circunstancias, aunque tener que recibir a tu propia hija debe, cuando menos, ser una labor traumatizante. En ese momento no se lo pregunté, solo recuerdo que cuando la vi era tan hermosa como me lo venía sugiriendo su voz desde que me instalé allí dentro. Años después me contaría con lujo de detalle nuestra historia.
Lo más sorprendente del caso es que una mujer en estos tiempos en que la gente hace lo posible por repeler el dolor, no habría tenido un parto tan «ágil» como en esas circunstancias en las que nací, menos aún tratándose del segundo parto en menos de diez meses. Así como se los cuento, mi hermano nació diez meses antes que yo, y mi madre quedó encinta —mejor dicho, fue preñada— de mí sin siquiera permitirse descansar la cuarentena. En realidad no es algo de lo que se deba hacer alarde, tampoco soy la persona más indicada para juzgar sobre la irresponsabilidad de semejante eventualidad y, sin embargo, por encima de todos los méritos que pueden atribuirse a una mujer-madre, es importante sumar, en el caso de la mía, esta proeza.
Siguiendo con el relato, les contaba que mi madre es enfermera y una joven madre. A sus veintipocos años tendría que renunciar a ejercer su profesión para hacerse cargo de sus dos pequeñas crías, con todos los inconvenientes que esta circunstancia le acarreaba. En fin, que más de alguna seguro que hizo frente a la misma situación, así que se sentirá plenamente identificada. Ojo, que eso no significa que haya sido o que sea una situación que deba normalizarse.
Aquel día de mayo, como ocurre en la mayoría de los alumbramientos, las contracciones preparto fueron el preludio de mi llegada. Sin embargo, no recuerdo haber tenido tanta prisa por salir, como lo describe mi madre. Pero siempre es bueno escuchar las dos versiones.
Ante el aviso de mi salida, mi padre —que no les sorprenda que en mi relato aparezca solo puntualmente—, pensó que tendría tiempo suficiente para ir a su lugar de trabajo y solicitar que le prestaran un vehículo para llevar a mi madre, conmigo dentro evidentemente, al hospital donde, como es habitual, facilitarían el trabajo de parto bajo la supervisión de las personas especialistas.
En esta parte suelo hacer una breve pausa en la historia, pues me sigo preguntando si puede haber mejores especialistas en un parto que las propias madres y aun así, muchas mujeres siguen muriendo por causas prevenibles relacionadas con el embarazo y el parto.
Por tal motivo, como buena previsora y mujer preparada, mi madre se proveyó de un par de sábanas limpias, una toalla e igualmente, puso unas tijeras en agua hirviendo, emulando la antigua técnica de esterilización, pues habría que cortar el cordón umbilical de alguna manera. Apenas hubo tiempo para disponer de todo aquello antes de que las contracciones fueran más continuas (y las contradicciones también, pero de eso hablaremos en otro momento), por lo que tuvo que cesar su ajetreo para concentrarse en lo que estaba a punto de acontecer: mi nacimiento. Estaba claro que mi padre no llegaría a tiempo, así que mi madre empezó a pujar, con más ímpetu hasta que salí expulsada de su vientre.
Lo ideal hubiera sido que alguien acompañara a mi madre en estos momentos, por ejemplo alguna vecina, amigas o compañeras de la facultad, colegas enfermeras o incluso alguno de sus diez hermanos y hermanas. Nadie estaba cerca, ya fuera por la distancia o porque simplemente, la red de solidaridad de mi madre en ese entonces era lo que se dice, inexistente. No tuvo la confianza ni siquiera para contárselo a sus propios padres. Pensando en esta situación, creo que lo mejor que pudo pasar es que, ni presta, ni perezosa, llegué a sus brazos para hacernos compañía mutuamente.
No sabemos si pasó una hora, o dos. A ella le sigue pareciendo que podía esperar un poco más, yo sin embargo, no puedo afirmar a ciencia cierta que el mío fuese un nacimiento exprés. Suelo reiterar, para aquellas personas que no lo recuerden, que el alumbramiento, más allá de ser doloroso para las madres, es también un acontecimiento traumático para la mayoría de las crías. Por ello creo que, después de tanta comodidad ofrecida desde el vientre materno, nadie tiene demasiada prisa por salir, ni los más temerarios. Pasar a formar parte del mundanal caos es el tránsito más abrupto y violento que puede padecer un ser humano, afortunadamente, solo se nace una vez en la vida.
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