Yo suelo recoger las hojas caídas del suelo. Hasta hace unos meses, no me daba ni cuenta de su existencia. Pero ahora que es otoño y el viento sopla más fuerte, y las ráfagas sacuden los árboles hasta despojarlos de sus hojas multicolores, percibo que mis pequeños pies pisan algo más que cemento y tierra. En esta estación, los árboles se tiñen de distintas tonalidades. De eso tampoco me había dado cuenta, hasta hace poco. Pues como decía, recolecto las hojas de colores varios, pero también, observo la hierba y las flores. Hay múltiples formas y colores que ofrece la naturaleza, más aún en ese color, cuyo nombre aprendí a decir a mi manera: el «tete». Por todas esas razones, hoy no salía de mi asombro cuando vi que aquel hombre, enfundado en un atuendo de color «tete», trituraba esa hierba espesa con la que empezaba a coquetear, con una máquina que hacía un ruido ensordecedor, y después, otro hombre, vestido con el mismo uniforme, con un tubo que expulsaba aire, dispersaba los restos de hierba que habían quedado sobre el pavimento. Me hubiese gustado ir al rescate de «mi hierba», pero poco podía hacer con esos hombres enfundados de «tete» y armados con semejantes artefactos y que supuestamente hacían un bien a la comunidad podando la hierba. Menos mal que la hierba es caprichosa, como la vida. Estas cosas se van aprendiendo poco a poco.
Tomé con ambas manos el cuenco que contenía aquella bebida blanquecina, un tanto grumosa, y bebí. Lo hice lentamente, como si estuviera procediendo a un ritual sagrado. Era la primera vez que probaba la leche de cabra, pero además, el cuenco parecía la corteza de algún particular fruto existente más allá del desierto. En ese momento, me preguntaba cómo era posible que aquellos animales famélicos y desnutridos pudieran siquiera producir leche. O tan solo, reproducirse. ¿Sería acaso el mismo espíritu de supervivencia que mantenía en pie los campamentos de refugiados y a su gente?
El único color predominante en aquella tierra infértil, maldita, era el de la sequía. Con láminas de chatarra oxidada, y algo de alambre de púas, las gentes que habitan en los campamentos de refugiados daban cobijo a unas cuantas cabras, pero especialmente, a sus camellos. Por ello me sorprendía que aquellos animales fueran capaces de producir leche, sin que ésta se evaporase durante las horas en que el calor rebasaba los cincuenta grados. He de reconocer que la vida es necia.
Aquel líquido tenía un sabor agrio, no muy agradable. Cuando el anfitrión dedujo, seguramente tras observar mi gesto, que no tenía idea de qué estaba bebiendo, exclamó: «¡Es leche de cabra, muy nutritiva!». Lo decía alguien que habita en un lugar donde una ración de lentejas, patatas, huevos o pan, eran las fuentes únicas de nutrientes. Todo ello provenía de la ayuda internacional.
El don de la hospitalidad es algo preciado entre aquella población de sangre bereber, y la hospitalidad no se valora por la cantidad de comestibles que se ofrecen a los visitantes, sino porque se pone el corazón por delante.
Aún así, las desigualdades se asoman, incluso en un estado de excepción como aquel que determina la vida de las personas refugiadas. Lo percibí porque en aquella haima*, además de la leche de cabra, habían sido servidos más de una decena de platos con distintos manjares, dulces de todo tipo, frutos secos, dátiles, yogur, galletas, pastelillos, zumos de fruta, cuando en el resto de las haimas a las que fui invitada, lo único que podían ofrecer era el típico té.
El anfitrión explicó que todo eso era producto del mercadeo con los países del sur pues la ayuda internacional solo abastecía los campamentos de lo necesario. Pero el espíritu bereber es comerciante por naturaleza, y la guerra no había mermado en absoluto sus capacidades negociadoras.
Di un par de sorbos a la leche de cabra y dejé el cuenco sobre la bandeja. Mientras hacía la entrevista, por si las dudas, evité mirar cualquiera de esos manjares. No fuese a ser todo aquello, un típico espejismo del desierto, que se esfumase al primer contacto con mi boca.
Vuelo en una dimensión desconocida. Me acerqué porque me pareció ver una superficie nítida, casi transparente, como una cortina de agua que se hubiera detenido en el tiempo. Después me percaté que se trataba de eso que los humanos llaman ventana. Era una ventana que acababan de limpiar, así que poco faltó para que me estrellara contra el cristal, de no ser porque el reflejo del sol me hizo frenar en seco.
Cuando me acerqué, estuve husmeando a través del cristal, lo admito. Pero es que allí dentro parecía que lo estaban pasando fenomenal unas pequeñas crías de humanos, mientras la madre los miraba corretear por todo el salón como unos ratoncillos y reía y aplaudía con ellos. No era la primera vez que observaba la vida de los humanos tan cerca.
De pronto, un espantoso ruido me sobresaltó sin darme tiempo de reaccionar. Todo quedó completamente oscuro. Una especie de capa protectora de la ventana descendió detrás de mí, sin darme oportunidad de alejarme. En otras palabras, quedé atrapada en la penumbra, sin salida. El instinto me hizo moverme sin rumbo fijo, pero lo único que conseguí fue estrellarme contra la ventana y esa capa protectora, una y otra vez. De tanto golpearme tengo el aguijón un poco inflamado y un chichón en mi cabeza.
A ratos muevo las alas por esta dimensión desconocida para desentumirme, pero cuando me topo con los muros de mi prisión, tengo que parar. Solo espero que, en algún momento no muy lejano, estos humanos vuelvan a despejar la ventana y entonces podré volar libre, eso sí, con la lección aprendida.
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