Es la hora en la que saltan los peces.
Son
las piel suave y naranja en punto
—en la playa—.
Justo
cuando la gente se hace fotos.
Quiero decir, se convierte ya
en esas fotos:
instantes íntimos enmarcados
con su ola congelada y su sonrisa queso
—decid todos queso—;
testigos de un lugar colgados del tiempo
como un imán en la nevera.
—Qué raro se me veía sin paletos.
—Qué guapa estaba mamá entones.
Atardece
y paseo por la orilla
pisando charcos como cuando era niño
y me entristece la arena
y el agua
entre los dedos de los pies
porque pienso, sin querer, en el paralítico
y cuánto daría por sentir esto
que otros desprecian con sus zapatillas y auriculares
pasando por la vida como sombras.
Sombras que se alargan
y sombrillas y sombreros que juegan al escondite.
El sol
se refleja añil en una medusa al 80% muerta
porque
¿cómo será morirse una medusa?
¿acaso su vida depende más de una corriente —como nosotros—
o de una tortuga? Y si no tienen corazón, ¿nadan o laten?
¿Amarán
cuando se reproducen como pólipos? No sé…
Solo sé que camino
y el viento roza mi cara,
mis manos,
los dedos,
las yemas
y una gaviota
vuela.
Vuela sin batir las alas.
Una mujer, al andar hacia ella, deja de verme
y empieza a mirarme y mete sus dedos
en una bolsa
y como a cámara lenta
abre la boca
y, crujiente,
mastica una patata frita.
Al pasar a su lado, entreabre las piernas
como una orquídea.
El cielo está lleno de veladuras,
creo que están todos los matices del rojo
como el día
en el que murió mi padre.
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