Ejercicio: Tanka


Extrañarte hoy;

pensar que estás aquí,

no vislumbrarte.

Ceguera, aléjate,

nuestro amor nos salva.

Abecedarium


Ante Berlín, ciudad de estatuas formidables, gustamos hermoso idilio. Jugamos kilométricos lugares, mientras nuestros ñongos ojos pedían que restregásemos sádicamente toda unión venida wagnerianamente.

Xenismo: ¡Yes!

Zen.

Pacto con el diablo


Fotografía: Jesús Farrera

¿Pacto con el diablo? Sí, quizás sí, pero, ¿quién es ese diablo que posee mi alma ahora? ¿qué tan grande podré ser? ¿por qué yo, que he vivido en el fracaso encontré este atajo de las maravillas?

En retrospectiva, siempre fui el más vulgar de los vulgares, el más común de mis hermanos y el más insípido de mis amigos. Nunca tuve un logro presumible y ni mi cabello ni mis ropajes han sido presas de elogios. 

Estudié una carrera genérica, vivo en una casa prestada y no trabajo en cumplir los grandes sueños que todos los hombres tienen. Todos menos yo. Yo solo quiero que termine el día y, si no hay suerte, repetir otro día más.

Así que me pregunto; ¿Cómo podré ser ese hombre tan grande que el diablo me propone ser?

Entonces, aquí estoy, sentado en una vieja banca, con un pastelillo sabor a mierda, que me promete sueños que jamás he soñado y premios que nunca quise tener.

Por otro lado, si es el diablo que conozco, del que he escuchado tantas veces hablar en las misas, esto podría ser una trampa. Un veneno y un escape hacia una muerte inminente… Una salida.

Matar o vivir. Morir o crecer.

Está decidido. Si muero hoy, agradezcanle al diablo, quien me tuvo piedad a cambio de una miserable alma. Si crezco y soy el más grande de los grandes, ya me encargaré yo de vivir como un diablillo en sábado de gloria, hasta que llegue la muerte y se lleve consigo mi último aliento. Si eso pasa, ya veré si reclamar al diablo por dejarme vivir o agradecerle la nueva vida que me dió.

Playa de Belice


Hundirme en la playa

ahogarme en el mar

caer al abismo

obligarme a olvidar

Ser la nieve de tu alcoba

el hielo en tu mirada

la noche lluviosa

la humedad de tu primavera

Volver vuelto nube

llover, hundir tu nave

regresar en tsunami

desaparecerte en Belice.

Gerente


Apenas llevo un mes como gerente de un Starbucks, y ya voy encontrando tres recién nacidos en la puerta. Ahora entiendo por qué no dura nada el personal aquí. La carga emocional es sumamente pesada. Y, además, ¿por qué aquí?, ¿quién creería que los hipsters estarían dispuestos a dejar su estilo de vida para cuidar bebés ajenos?

Al parecer, recién me entero, esto de dejar bebés aquí en la cafetería no es algo nuevo. Desde que se abrió la sucursal, los han abandonado en los baños, en los cajones del estacionamiento, en los botes de basura, en las jardineras y hasta debajo de la ventanilla del Drive Thru. ¿Será la sirena verde de su logo la culpable?, ¿dará confort a las madres con sus aletas en forma de regazo?, ¿o es la falsa imagen de seguridad financiera de sus clientes la que alienta a las madres a dejar a sus crías a la suerte de hombres y mujeres con sus sombreros sobre sus cabezas y sus computadoras portátiles bajo sus brazos?

Así que aquí estoy, con más de treinta días en este puesto y dos niños colocados en albergues, más uno que en ningún lugar me lo aceptan, que porque está muy feo y muy desgreñado.
Ahora tengo una sucursal a mi cargo y un niño feo. Y realmente no sé qué hacer.

¿Cuánto cuesta un litro de leche?, ¿qué tipo de lácteo debo comprar?, ¿qué voy a hacer con este chamaco?

Porque siendo sincera, no creo que yo deba dejar de salir en mis días libres, o dejar a un lado mis gustitos, que ya son caros para una persona, para comenzar a gastar en pediatras y pañales, para un infante al que nada le debo y que, seguramente, me va a frenar en mi vida.

Ya lo pensé bien. Y creo que mis pensamientos han sido demasiado crueles y egoístas. El niño no tiene la culpa, por más feo que este. Así que mañana muy temprano, antes de abrir la sucursal, lo dejaré bajo el letrero del Dunkin’ Donuts…, ellos sí sabrán qué hacer.

Moto


Ya es tarde y creo que hoy tampoco podré terminar la rutina del gimnasio. Son las doce con cinco, y apenas voy saliendo de casa.

Dan las doce con diez y, otra vez, las listas interminables de pendientes: las compras del negocio, los pagos de servicios, la despensa, la cita. Todas las obligaciones, una a una, se estrellan contra el parabrisas del carro, sin dejarme pensar en el ahora. Me agobia la responsabilidad de ser adulto y, lo que se suponía que me ayudaría a despejar la mente, es una nueva obligación a la que ya voy diez minutos tarde.

Para distraerme enciendo la radio. Noticias locales y del estado. Son las doce con diecisiete minutos. Voy tarde al gimnasio y tengo muchos pendientes. 

Del otro lado de las bocinas, el locutor intenta hacer conciencia sobre la importancia de consumir productos locales. Hace un discurso acerca de la belleza de Chiapas y su café, mientras (seguramente) bebe un sorbo del venti que le trajo su asistente.

Me doy risa, porque la falta de congruencia de mis actos y mi grandísimo ego, hacen que vea en todos los demás, los errores de mis propios actos. Son las doce con veinte, voy tarde al gimnasio, y el locutor anuncia un trágico accidente en la ciudad en la que antes vivía.

«En el libramiento norte de Tuxtla Gutiérrez, un motociclista sin identificar perdió la vida esta mañana, al chocar su motocicleta Italika con una torre de alta tensión de la CFE. El occiso, de veintitantos años, tez blanca, de un metro con ochenta y cinco y de estructura robusta, yace en el suelo junto a su motocicleta».

Son las doce con veinte y voy tarde al gimnasio. Hoy tengo muchos pendientes y, sin embargo, todo se ha ido. Detengo el auto y lloro. Lloro como en mucho tiempo no lo hacía. Lo hago con mucho dolor porque creo que he perdido a un amigo.

Intento recuperarme y le marco. ¿Y sí me contesta su esposa, su madre? ¿Qué palabras de consuelo les diré si ni yo lo encuentro? ¿Cuelgo o espero?

Para mi fortuna, él me responde y siento alivio. Le pregunto por su familia, por los amigos y por sus viajes de motocicleta. Le recuerdo que lo extraño, que me hace falta platicar con él y los demás; que a veces necesito de ellos y que los quiero. Que son mis hermanos. Él me habla de su nueva novia, del último juego de los Lakers. A mí no me importa nada el básquetbol, pero a todo le respondo emocionado, porque, aunque él no lo sepa, yo hoy perdí y recuperé a un amigo en menos de veinte minutos, y eso me hace muy feliz.

Son las doce con treinta y ocho. Ya no fui al gimnasio hoy, tengo mucho trabajo inconcluso, pero también tengo un amigo.

Cuenta regresiva


En el bar que cierra a las doce,

once gendarmes entraron,

diez copas de vino y una ruleta pidieron,

para jugar un juego que el noveno perdió;

ocho fueron las palabras que el perdedor cantó:

«siete veces lloré amargamente bajo sus lindas piernas».

Mientras seis transeúntes atónitos miraban,

cinco de ellos, los más cuerdos, se fueron

y al cuarto de hora del cierre del bar,

bajo las tres únicas nubes del cielo,

dos borrachos callaron,

por culpa de una bala de cañón.