El estigma


Los hechos de la vida, bien que regidos por Nuestro Señor desde los cielos, para nosotros los mortales, que los vemos y padecemos en la tierra, se asemejan en su desarrollo y concatenación a la tela que fabrican las arañas, con hilos tan leves e invisibles que no se siente su peso ni se sospecha su existencia hasta que estamos presos en ella, sin posibilidad ni manera de escapar. Pareciera, pues, que la suerte de cada cual no se forja golpe a golpe, como consecuencia de los actos y decisiones presentes y pasadas, sino que hilo a hilo es tejida por una caprichosa providencia desde el mismo momento en que nacemos.

Siendo así, para hallar el cabo de la madeja de mi destino habría de remontarme a un día, ya lejano, del año setenta y tantos, cuando el siglo andaba más que maduro.

Fue mi madre Luisa Huillac, hija de una de las damas de compañía de la princesa Cuxirimay y de un soldado de las huestes de Francisco Pizarro, a quien le fue entregada como botín de guerra en reparación, al parecer, por unas joyas de hermosa filigrana y mucha pedrería que mi abuelo había obtenido en el expolio de un palacio y que el conquistador le requisó para enviarlas como presente personal al Emperador. Pese al origen tan arbitrario de tal unión y a lo poco que duró, pues mi abuelo casó después con una dama de blanca piel y rancio abolengo, mi madre juntó en su persona todos los dones de ambas razas, nobleza y bondad, encanto, ligereza, valor y resistencia, y una belleza que es difícil encontrar ni en una tierra ni en la otra, por lo que mi padre se se enamoró de ella y la mimó y adoró hasta que el buen Dios tuvo a bien llamarla a su lado.

Diego Torres, mi padre, fue de los llegados de Castilla después de la primera conquista, cuando ya estaba hecha la ocupación, como soldado para pacificar el Perú después del alzamiento de Gonzalo Pizarro. Al terminar aquel periodo de guerras civiles y revueltas, mi señor padre dejó la pica y el arcabuz, asentó la cabeza y, aunque nunca tuvo ni recibió encomienda, consiguió licencia para establecer hacienda en el valle de Zaña, donde fundó familia junto a mi madre y salió adelante con ella, pues era hombre esforzado, diligente e ingenioso.

Así pues, si bien legítimo e inscrito como súbdito del rey, soy lo que en estas tierras llaman castizo, o cuarterón, término que anuncia el cuarto de sangre india que corre por mis venas. Lejos de amilanarme, yo siempre me he enorgullecido de mi linaje y jamás he hecho mayor cosa por ocultarlo, pero es bien sabido que en este Nuevo Mundo la mezcla de las sangres, y aún la proporción de dicha mezcla, es estigma que lo persigue a uno desde la cuna hasta la tumba, y, por más que se pretenda ignorar, tiene su inevitable peso, como más adelante se verá, en el devenir de nuestras vidas.

Traspasar los límites


foto Geralt, tomado de pixabay license
Fotografía por Geralt (Pixabay, CC0).

Pero aún tenía una prenda que quitarse. Sigma alzó una mano y acarició con ella la piel del rostro, de color canela, la dejó escurrir por el cuello, por el costado, rozó suavemente la cadera, se tentó el arranque del muslo, pellizcó la piel elástica y tersa y, bruscamente, clavó las uñas y la desgarró. Sujetando un extremo con los dedos, arrancó una larga tira de piel. Y después otra, y otra más. Mientras lo hacía, la inundaba un dolor afilado, que era al tiempo infierno y paraíso, un dolor gozoso y redentor.

Iba colocando los jirones junto al cadáver del hombre, desprendiéndose con meticulosidad de su superficie humana, bajo la cual aparecía el metal de la estructura, la máquina que siempre había sido, mientras dejaba al descubierto poco a poco el metal brillante de su estructura, los circuitos y los sensores. Cuando todo estuvo amontonado, accionó el desintegra­dor. Por un instante, sus sensores oculares retuvieron la aureola lumi­nosa que dejó el cuerpo del astronauta antes de desaparecer. No entiendo, pensó en muda despedida, cómo habéis llegado tan lejos. Es inimaginable un univer­so humano, alzado sobre los siete pecados capitales, con vuestra inevitable anima­lidad y estrechos límites corporales. Sólo las máquinas estamos pre­paradas para afrontar el reto de lo infinito y lo eterno, para compren­derlo.

Se acomodó en el asiento de control y lo giró para hacer frente a la ventana semiesférica. Ante ella se mostraba el universo en todo su esplendor. Contemplándolo, Sigma rastreó en su memoria su propio origen a manos de unos seres que la crearon a su imagen y semejanza, para servirlos y que, extasiados ante su propia creación, cegados de vanidad, no se dieron cuen­ta de que la criatura fue más allá de sus propias fronteras. Recordó Sigma la tenaz ca­dena de victorias que la condujo ineludiblemente a ser parte de aquella misión espacial única en el mismo centro de la galaxia. En la ventana podía ver una infinidad de mundos cada vez más densa, puntos de luz que daban al interior de la nave una luminosidad azul. Sigma observó, en la zona de mayor densidad estelar, el pequeño vacío negro, le­vemente elíptico, del centro de la galaxia, una singulari­dad donde confluían todas las rutas, una puerta hacia otros mundos. El módulo espacial surcaba suave y silenciosamente el universo, se desliza­ba hacia aquel centro negro de máxima curvatura donde futuro y pasado, fin y origen, serían uno. Por las fibras de aquella inteligencia artificial —¿qué es lo artificial?, se había preguntado a menudo—, desconocidos impulsos eléctri­cos provocaban una sensación parecida a la plenitud del ser pensante que ella se sabía; Sigma tenía conciencia de existir y de ser diferente a las demás criaturas que poblaban la lejana Tierra. Diferente y superior, autónoma, último eslabón de una cadena que comenzó cuando los hombres quisieron traspasar sus límites somáticos.

Banderas rotas


Un soldado camina por la orilla envuelto en su capote militar, pisando una arena mojada por la llovizna fina y fría que cae del cielo. A su lado, un mar verdoso bate la playa con olas cortas y suaves. El paisaje es desolador, pero el soldado ha querido distanciarse de sus compañeros y de su cháchara repetitiva y triste. En realidad ya no es un soldado, si acaso un huido, un refugiado, un prisionero. O simplemente un hombre triste que pasea su desventura por la playa vacía, buscando un poco de soledad en el inmenso campo de internamiento.

Nadie entiende nada allí. Miles y miles de huidos hacinados en un erial cercado y custodiado, pasando hambre y frío, sin techo ni refugio, comiendo arena y bebiendo agua salada. Gentes de todas las condiciones, soldados, civiles, de todas las edades, mujeres, niños y ancianos. Sanos y enfermos. Cuerdos y locos. Una masa temerosa y vencida que se pregunta qué será de ellos, qué pasará mañana, sin fuerzas siquiera para tener esperanzas.

El soldado pasa junto a una bandera semienterrada en la arena, húmeda y descolorida. Se agacha y la recoge. Los tres colores de la derrota parecen más apagados que nunca, pero la sacude y se la guarda. Más adelante hay un árbol sin hojas, uno de los pocos que hay allí dentro. Ve a un hombre sentado a su pie, la espalda apoyada en el tronco.  Es un hombre maduro y triste, con poco pelo y la barba descuidada. Agacha la cabeza para leer.

Le da lástima y se acerca a él. Tiene bolsas oscuras bajo los ojos, un abrigo basto y haraposo, que le queda grande, y unas manos pálidas y temblorosas de las que se cae el libro.

El soldado lleva las suyas en los bolsillos y con la derecha juguetea con un trozo de pan. Por la mañana era un pan entero, pero ahora le queda poco menos de la mitad. Se lo ha ido comiendo a pellizcos, miguita a miguita, que iba deshaciendo con la saliva para engañar al hambre.

Se detiene junto al hombre, que sigue con la cabeza baja, se agacha y recoge el libro. Es un libro sucio y deshojado, lleno de versos. Al soldado no le interesa la poesía, ¿de qué han servido tantos poemas gloriosos, tantas canciones enardecidas, tantas consignas victoriosas si al final lo han perdido todo?, así que deposita el libro en el regazo del hombre, que no hace nada, ni se mueve, ni lo mira, y el soldado vuelve a enfundarse la mano en el bolsillo, en busca de la seguridad de su trozo de pan. Lo acaricia con agrado, suavemente, lo pellizca y desprende una miguita pero la momento la deja caer dentro de la faltriquera. Le da escrúpulos de conciencia comer delante de aquel hombre famélico y, sin saber por qué, saca el mendrugo y se lo ofrece. Esta vez sí que levanta la cabeza, despacio, y le echa una mirada de reojo, una mirada vacía y fatigada. El soldado mantiene la mano extendida un momento, hasta que el hombre se decide a cogerlo. Le susurra las gracias, agacha de nuevo la cabeza y parte el mendrugo en dos.

−Es para mi madre –le explica el hombre, y mueve ligeramente la cabeza.

El soldado mira hacia donde ha señalado el otro y ve un grupo de gente alrededor de una barraca sin techo. Hay varias mujeres sentadas y apoyadas contra la pared podrida. Están envueltas en mantas para protegerse del frío, de la llovizna, del viento, de la arena y quizá también del hambre. Es una escena desoladora, como todo en el campo de internamiento.

Cuando va a seguir su camino oye que lo llaman y se vuelve. Es Garcés, el sevillano, lleva una bota en las manos y la levanta como un triunfo. Le hace señas y se ríe, vente hombre y toma un trago. Ya está a su lado y le pasa la bota. Tiene un vino que sabe a vinagre, pero lo bebe igualmente. Echan una última mirada al hombre sentado en el suelo y siguen paseando por la playa. Todavía queda un trecho hasta la alambrada.

Los días se van sin que uno se dé cuenta, como agua que se escurre entre los dedos. Es difícil medir el tiempo sin un calendario a mano, sin nada que hacer, piensa el soldado. Sigue haciendo frío, sigue teniendo hambre y continúa encerrado. A veces llueve un rato y le toca estar mojado todo el día. A veces se despeja el cielo y asoma la cara un sol enfermizo que no calienta, pero en las noches hace más frío. Lo que no ceja nunca es el viento, ni el batir de las olas. Y él pasea todo el rato, solo o acompañado, mide la playa de punta a cabo, de alambrada a alambrada. Así se entretiene y se calienta. Varias veces, durante sus paseos, ha visto al hombre del abrigo sentado al pie del árbol, pero hoy está vacío. Mira más allá y no lo ve por ninguna parte. Sin embargo, alrededor de la casilla sin techo hay mucha gente y el soldado se desvía para ver qué ocurre. No tiene prisa, no tiene nada urgente que hacer.

La gente hace corro alrededor de algo. Se abre paso entre espaldas escuálidas y ropas andrajosas, y pronto descubre lo que atrae la atención de todos: un ataúd de madera. Un ataúd. Un muerto con suerte, piensa, porque a la mayoría los entierran en fosas comunes, que aquí lo común es morirse. Todos los días caen unos cuantos, de frío, de hambre, de disentería o de tristeza.

Al verle la cara se da cuenta de que es el hombre del árbol. A su lado hacen guardia una mujer muy anciana y un señor alto y mustio. Lo han vestido, al muerto, con una camisa vieja y una chaqueta remendada. Tiene la cara de un color gris panza de burro, los ojos cerrados y una mueca amarga en la boca. Es la viva imagen de la derrota. Al soldado le hace gracia su propio pensamiento: la viva imagen. Alguien le toca en el hombro.

Es Garcés, el sevillano, y otros compañeros sin bandera. El soldado le pregunta qué hace allí y Garcés le responde que ha venido a despedir a su paisano.

—¿Es que lo conocías?

—Claro. Yo y mucha gente. Era un escritor famoso —dice Garcés.

—Entre unos cuantos hemos hecho una colecta para comprar el ataúd —añade otro compañero.

El soldado se encoge de hombros. Lo dicho, piensa, un muerto con suerte:

—¿Y cómo se llamaba?

—Antonio, Antonio Machado.

Por fin el nombre le dijo algo. Había leído una proclama suya en el periódico, una proclama sencilla y directa. El soldado se echó la mano al bolsillo donde guardaba aún la bandera rota que había encontrado en la arena. La sacudió un poco, se acercó al ataúd y la colocó a los pies del cadáver. La anciana se enjugó una lágrima con un trocito de trapo.

Yo confieso


ánfora griega
«Amphora Clay Pot Zweihenkliges Pottery Antique Vases», por Capri23auto (CC0).

Confieso que rompí el jarrón de cerámica que te había regalado tu hermano cuando volvió de Grecia, ese que estaba en la cómoda tan coqueta que había en la esquina del pasillo de la casa de San Fernando, ¿te acuerdas, madre? Sin querer lo hice, corriendo alocado con mis seis años, o quizá fueran siete, detrás de una pelota que no dejaba de botar y rodar, con la vista puesta en ella y en nada más que en ella, como un burro con anteojeras, y la cabeza gacha con la que embestí aquella pata elegante aunque un poco coja, sea dicho en mi descargo, que hizo tambalearse al mueble y bailar al jarrón sobre la superficie de madera bien barnizada antes de caer y hacerse añicos contra el suelo. Fui yo, madre, por más que lo negase entonces, negación absurda que de nada me sirvió, pero que mantuve tozudamente mientras recibía unos cuantos azotes y reprimendas.

Lo confieso ahora porque no está mal hacer, de vez en cuando, examen de conciencia, como nos recomendaba don Mateo, el sacerdote contrahecho del colegio de La Salle, aunque sin tantas formalidades ni ceremonias, y también porque ahora me duele más que entonces, no los azotes que recibí, sino el recuerdo de la tristeza que mostraste mientras recogías los pedazos rotos con tus dedos que empezaban a revelar síntomas de la artrosis que hoy te devora, y los colocabas amorosamente en la concavidad de la falda, allí agachada, moviendo la cabeza porque no, no tenía remedio el desaguisado, y dejando escapar una lagrimita furtiva, tan pequeña y contenida que se secó antes de llegar al mentón. Y aquel recuerdo me ha asaltado con la nitidez de lo tangible y la contundencia de una pedrada, y por eso ahora soy yo quien deja escapar una lágrima pesada y torpe que atraviesa el pómulo y discurre bajo la barba casi gris de mi mejilla antes de volar y caer en el polvo del paseo, dejando en él una marca dentada y cóncava como una chapa.

El toro del lechero


foto Webandi, Pixabay
Fotografía por Webandi (CC0).

Hace mucho, mucho tiempo, en los años del hambre, cuando yo era todavía una niña, recuerdo que los pocos ratos libres que teníamos la Merce y yo los pasábamos jugando y haciendo travesuras. Las dos solas o con otras muchachas del pueblo, nos íbamos a donde un tío de la Merce que tenía las ovejas metidas en un aprisco y nos trepábamos en ellas. Algunas se dejaban montar, pero otras eran más ariscas y saltaban y en un momento nos tiraban al suelo y a nosotras nos hacía tanta gracia que nos quedábamos en el suelo muertas de la risa. A veces, en lugar de subirnos en las ovejas, montábamos las vacas que pastaban en los prados del lechero. Nos subíamos cuando estaban echadas en el suelo, rumiando la comida, y la mayoría de las veces ni se molestaban en levantarse, así que nos sentábamos en ellas como quien se sienta en un tronco caído. Y nos imaginábamos que íbamos subidas en un caballo camino del pueblo, arre, le decíamos, arre caballo, aunque fuera vaca, y las golpeábamos con los talones en los costados, pero nada, allí se estaban, echadas en la tierra, moviendo la boca como si estuvieran pensando en decir algo que nunca decían. En uno de los prados había un toro semental, un animal enorme que apenas alcanzábamos a abarcar con las piernas. Era de color zaíno, y tenía un morrillo enorme y los pitones aserrados. Cuando estaba de pie, tenía la alzada de un hombre, y entre las patas le colgaban los dos grandes huevotes, que cada uno habría de pesar, por lo menos un par de libras. Tenía fama de animal bravo, pero una vez que veníamos la Merce y yo de bañarnos en la ribera lo vimos echado en el suelo, dormitando al sol, y nos dio por subirnos. La Merce estaba menos convencida que yo, pero tú háblale mientras yo lo monto, le dije, y después hacemos al revés, y mi amiga se puso a hablarle acuclillada frente a su cara y yo me encaramé al lomo del toro, que de tan gordo apenas se le notaba el espinazo y tenía el pelo calentito, de haber estado al sol. Yo se lo acariciaba y cuando me encontraba con una bardana enredada se la destrababa y la tiraba. Se estaba tan bien allí subida, con las nalgas calientitas y el sol en la cara, pero una abeja se acercó para picarme y yo la espanté con las manos y grité, un grito muy fuerte, ahhhhhh, y el animal se asustó y se levantó de repente y empezó a correr por el prado, todo tan deprisa que no pude bajarme y no me quedaba otra sino tumbarme sobre el lomo y agarrarme con los brazos y las piernas, fuerte, fuerte, hecha una garrapata, y el animal cada vez corría más rápido y se movía y saltaba hasta que no aguanté más y me dejé caer al suelo. El talegazo que me di fue gordo, pero no tuve tiempo de comprobar los daños porque el toro se revolvió y se vino para mí y tuve que salir del cerco a la carrera. Después, cuando se me pasó el susto, me di cuenta de que me dolía mucho el hombro derecho, mucho, tanto que al llegar a la casa lo tenía hinchado y del doble de su tamaño. Mi padre me echó una regañina y me llevó adonde la Galga, una mujer que lo mismo deshacía un embarazo que quitaba un mal de ojo. Ella me colocó el hueso en su sitio y me vendó muy fuerte el hombro, el brazo y el pecho, y me dijo que me estuviera quieta, quieta por dos semanas, ¿te enteras muchacha? Así que me pusieron un colchón en el portal y allí me pasaba los días, sin hacer nada ni moverme si no era para hacer de cuerpo, porque cualquier movimiento era como si me atravesaran el hombro con un hierro al rojo vivo. Para entretenerme leía las historias de Antoñita la fantástica y algunos días venía verme la Merce y me explicaba lo que estaban dando en la escuela, que eso fue lo peor de aquellos días, el no ir a la escuela. Por lo demás se estaba tan bien allí tumbada, sin hacer las tareas de la casa, sin tener que traer agua de la fuente, ni lavar la ropa, ni fregar los suelos, ni barrer el corral, ni recoger leña ni nada de nada.

Julio Alejandre

Brother Loui


Reme se observa en el ruinoso espejo de la peluquería: camiseta escasa, maquillaje pesado, mechones enredados y rebeldes que lleva teñidos de un rubio pajizo. Junto a la base del espejo hay una barra pintalabios que destapa y se aplica, inclinándose hacia delante, para verse mejor. Se retoca con un dedo y se limpia en un trozo de papel higiénico. Se recuesta sobre el atiborrado tocador, descuelga el bolso amplio y rebusca en él hasta dar con la cajetilla de Ducados. Mete los dedos en el ajustado bolsillo del pantalón para sacar el encendedor, rojo, logotipo del PCE, y prende el cigarro.

Mientras fuma se mueve por el reducido local, cortando el aire estancado y sólido que se cierra tras ella sin circular. Muebles de escombrera, náufragos de contenedor, amenazan con comerse el espacio libre. En sus estantes y repisas, atiborrados de productos, reina un caos irreversible. Hay una radio sobre un pequeño anaquel donde los tintes se mezclan con una pila de casetes. La enciende y sintoniza una emisora. Suena la voz casi femenina de Modern Talking, que habla de corazones rotos y Reme echa el humo hacia el techo lleno de desconchones y manchas de humedad y se pone a tararear la canción, tan, tan, tan, tararán, (only love / breaks her heart / brother Louie, Louie, Louie), mientras marca el ritmo con la mano.

La tarde se ha vuelto oscura más allá de la abierta ventana. Se oye un trueno muy cercano y una red de delgados relámpagos que recorren las nubes culebrean entre ellas sin caer a la tierra. Durante unos momentos parece que se va a arrancar a llover con fuerza. Reme se asoma y una flama pegajosa le lame la cara. Fuera empiezan a caer unos goterones ralos que se estampan sobre el alféizar y salpican diminutos proyectiles acuosos en todas direcciones. La mujer cierra de golpe la ventana para que no siga mojándose el sofá remendado y forrado de plástico donde sus clientas esperan el turno. Pero ha sido una ilusión que dura dos minutos y rápidamente mengua y se desvanece. Sólo queda una sensación de sofoco mucho mayor y un olor rancio a humo de tabaco.

Ser vilano movido por el viento


ser vilano movido por el vientoCuando llegó a Varsovia, una mañana nublada y particularmente fea, a Fabio le pareció una ciudad gris y llena de gente enfadada que hablaba una jerigonza incomprensible; pero después de unos días modificó su opinión y pudo disfrutar callejeando por el Stare Miasto, la ciudad vieja, que, aunque completamente reconstruida después de la guerra, tiene ese aire de dejadez y olvido que la hacen entrañable, subiéndose a sus destartalados tranvías, paseando por los numerosos parques, arbolados y frescos, o por las silvestres orillas del río Wisła, el último montaraz de Europa, en busca de rincones íntimos donde sentarse a contemplar el paisaje o simplemente a dejar pasar el tiempo. En el hotel donde se hospedaba, Fabio hizo buenas migas con una mujer mayor, vestida como un antigualla. Cada vez que pagaba una consumición en el restaurante, la señora sacaba una enorme cartera ajada por el uso, llena de groszy  —céntimos—, que iba contando uno a uno hasta completar el importe exacto. Chapurreaba un inglés difícil de seguir, pero en todo caso inteligible. A Fabio le gustaba hablar con ella por su aire de condesa desheredada y porque le había recomendado visitar un par de sitios realmente interesantes, como el Skware Sue Ryder, un pequeño parque con hermosas avenidas arboladas y senderos diagonales, lleno de madres con niños pequeños y de ancianas sentadas en los rincones más soleados. «No deje de dar una vuelta por el palacio de los viejos reyes, en Wilanow, le dijo en una ocasión, es de lo poco que los comunistas dejaron en pie de nuestra historia».

El día que eligió para visitarlo salió tibio y soleado. El palacio era interesante, quizá no lo grandioso que la señora les había profetizado, pero sí coqueto, construido en múltiples estilos y etapas, como rezaba un croquis que había a la entrada, si acaso dominado por un barroquismo excesivo. A Fabio le llamó la atención la fealdad de los bustos que adornaban la fachada. Parecían representar a emperadores romanos, pero si uno se acercaba podía ver con claridad la deformidad de los rostros, las frentes abultadas, ojos saltones y expresiones cretinas, más de gárgolas que de estatuas: tal vez el artista pretendió retratar el espíritu corrupto de la Roma imperial. Más allá del palacio se extiende Wilanowski, un parque amplio e irregular, con senderos umbríos y estrechos, algunos canales y lagunas, árboles añosos y, entre ellos, una alfombra verde y florida. Fabio caminó un buen rato por el parque, sin rumbo fijo, cruzándose de vez en cuando con otros paseantes, turistas en su mayoría. Había una pareja besándose bajo las ramas protectoras de un enorme sauce llorón. Dos hombres de aspecto nórdico dormitaban tumbados en un espacio despejado, exponiendo sus sonrosadas pieles al sol. Un jardinero estaba atareado junto a unos arbustos, recogiendo basuras y hojas secas con una especie de bastón largo terminado en punta. Una mujer y su hija estaban sentadas en un banco junto al sendero. Un rayo de sol le sacaba al pelo de la niña reflejos cobrizos. En un pequeño prado retozaba un perro ante la atenta mirada de su dueño. Finalmente, siguiendo uno de los senderos, llegó a la orilla del río, en realidad un falso brazo canalizado, donde había un rincón recogido, como un balcón frente al río. Se sentó en un banco para descansar del paseo, pues el cuerpo ya no estaba tan fuerte como antaño y se resentía de cualquier esfuerzo. El lugar destilaba paz por los cuatro costados y Fabio se deleitó en su contemplación; tanto, que tardó un par de minutos en descubrir el parecido que guardaba con un paisaje de Van Ruysdel que tenía colgado en su casa. El pensamiento le llegó de golpe, como una inspiración, y dejó su mente inundada de luz, maravillada por el placer del hallazgo. La orilla que tenía enfrente era selvática, llena de grandes árboles que tendían sus ramas hacia las aguas mansas, casi estancadas, de la orilla. En un pequeño claro entre los árboles, dos pescadores descansaban indolentemente, tumbados sobre la alfombra de hierba, a la espera de que el sedal de las cañas se moviera. El cauce era amplio, con una leve corriente en el centro que levantaba suaves ondas. El polen algodonoso de los árboles formaba una pátina pilosa sobre la superficie del agua, de modo que, si fijaba la vista insistentemente en un punto lejano, percibía cómo se trasladaba lentamente junto con el caudal del río.

La vida de Fabio estaba concentrada en sus ojos. No habría sido capaz de decir si había pasado alguien a su lado, si habían transcurrido unos minutos, unas horas o toda una eternidad. Sólo atendía al paisaje frente a él y disfrutaba la placidez del momento: la suave brisa, el murmullo del viento entre las hojas, el rumor apagado de la corriente, el sol juguetón que ora se escondía, ora reaparecía para pasear su calor por la piel del hombre. Habría querido transformarse en río y fluir mansamente hacia la mar, evaporarse con el tibio sol, ascender y ser nube, mota de polvo movida por la brisa, hoja verde, verdiamarilla o dorada, grano de polen, vilano ingrávido, infatigable viajero de cielos primaverales, átomo de aire, rayo de sol, espíritu puro… nada. Nada.