A la orilla de un cielo
el tiempo se mece
sobre las ramas sin hojas,
un árbol trenza el crepúsculo
con el sueño de los pájaros.
Lejano
el viento llama,
llama de una boca en tempestad
que salta
al encuentro del silencio prometido.
En el sillón
extendido el cuerpo se baña en bronce,
y la tierra
húmeda
despierta al sexo amodorrado de la tarde.
Se rompe el sol
un instante perfecto se desliza,
amante de pasos como luna
que rendido al mundo
flota sobre las pupilas.
El frío gira
gira en el helecho desnudo,
y jadea un eco
a la sombra de las tumbas.
Las manos
deshojan otras manos,
montoncitos de olvido,
luciérnagas
en los pezones de la noche.
No más luz entreabierta
sólo la nada
de puntillas,
y un Diente de león
que aún no aprende a volar.
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