La vida en un balcón


Foto de Avonne Stalling en Pexels (www.pexels.com)
Foto de Avonne Stalling en Pexels.

Un balcón pequeño no era un mal balcón mientras cupiera una silla desde la que observar la vida, paralizada desde hacía días por el confinamiento. Era su mantra diario: «Un balcón pequeño no es un mal balcón». Esta frase venía cada mañana a su cabeza a visitarle para levantarle el ánimo, mientras observaba sentado, con su café recién hecho, la alegría de los pájaros revoloteando de barandilla en barandilla por el vecindario.

Claro que todo siempre depende de con quién o con qué te compares. Sin embargo, Juan no tenía ganas de mirar esos balcones grandes y engreídos del Paseo Grande ni tampoco le apetecía imaginar la vida confinada en esos bonitos patios traseros, con jardín, de los adosados de la Rambla. Estos días de confinamiento obligado le habían hecho descubrir las enormes posibilidades de su balcón pequeño de cuatro metros cuadrados, que podía permitirse desde hacía un mes gracias al único trabajo decente que había conseguido y que no pensaba dejar escapar, a menos que la crisis del coronavirus, que amenazaba con barrer las esperanzas de toda su generación, acabara también por derribarle.

«Consuelo de muchos, consuelo de tontos». Una frase látigo con la que su padre le azotaba cada vez que Juan agotaba las renovaciones de contratos y volvían a despedirle. «Lo que a ti te hace falta es arrojo, que desde pequeño estás en las nubes. Si hubieras estudiado lo que yo te dije, ahora no te verías así», le decía inyectándole otra nueva dosis de veneno. Pero ahora, por fin ya lejos del nido, este nuevo mantra rescatador, «un balcón pequeño no es un mal balcón», acudía como un vendaval a quemar todas las malas hierbas de su infancia.

Había matado algunas horas libres tras el teletrabajo trasplantando algunos geranios, que en dos meses habían comenzado a brotar y a transformarse en pequeños soles rojos, como su buen estado de ánimo al mirarlos. Hasta estaba pensando en cambiar los azulejos por otros en cuanto abrieran los comercios en la fase de desconfinamiento. «¿Habrá sofás individuales exteriores en Ikea?», se preguntó tras sorber el último sorbo de café. «O quizás para dos»; un pensamiento relámpago que le hizo levantarse de la silla, como si hiciera tarde a algún sitio, aunque solo dio dos pasos, se asomó a la barandilla y miró hacia la izquierda para observar el balcón del segundo tercera, en el edificio situado al otro lado de la acera. Las persianas estaban bajadas, era pronto todavía. Quizás estaba durmiendo; por las noches, hasta tarde, veía la luz de su televisor, reflejada tras las cortinas; estaría viendo alguna serie de Netflix, pero ¿cuál? El balcón era como el suyo; unos cuatro kilómetros cuadrados de poco arrojo, como diría su padre.

Todavía faltaban doce horas y treinta minutos para las ocho, doce horas y treinta minutos para volver a verla aplaudiendo desde su balcón en esa catarsis diaria colectiva en agradecimiento a la lucha sin cuartel de todos los sanitarios contra el coronavirus. Familias enteras salían a sus balcones a aplaudir durante cinco minutos, a silbar, a gritar, había hasta quien acompañaba los aplausos con música. Eran cinco minutos entrañables de calor humano, de aliento colectivo desde la distancia.

«Si hasta le voy a tener que dar las gracias a este puto coronavirus por volver a verte», se dijo, preguntándose si no tendría que poner más geranios y, hasta un molinillo de viento, «que estos días viene Levante y se moverá como loco», a ver si así ella miraba para su balcón de una vez por todas. «Sí, un molinillo de colores como el tuyo, igualito, a ver si lo encuentro en Amazon». En ese momento, la persiana del balcón se abrió y apareció Laura con otra taza de café en la mano. Juan sintió su corazón retumbar en su pecho, al son del sonido de la cafetera que indicaba que su segundo café ya estaba listo.

Bajó la vista e hizo ver que arreglaba los geranios, tan rojos como su cara, cuando se dio cuenta de que Laura le miraba fijamente. Nunca había sentido tan cercanos esos diez metros de separación. Estaba a punto de esconderse hacia el interior de su apartamento cuando oyó que Laura le preguntaba:

—Oye, esto…, buenos días, perdona…, sí, sí, a ti, ¿cómo haces para tener esos geranios tan bonitos? Me quiero comprar unos, pero no sé adónde puedo conseguirlos ahora. ¿Dónde los has comprado? Porque antes no los tenías, ¿verdad?

Con tantas preguntas seguidas, a Juan le dio tiempo de tomar aire y atemperar la voz que le salió más grave que de costumbre:

—No, no los tenía —respondió con una sonrisa de triunfo, preguntándose por qué en todo un mes de confinamiento nunca se había atrevido a preguntarle nada.

—Pues están preciosos. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Juan, me llamo Juan. Si quieres te puedo traer un par mañana por la tarde. Un amigo mío tiene unos cuantos en un huerto vecinal y los está regalando. ¿A qué hora te va bien? —le dijo, armándose de arrojo, de todo el arrojo del mundo.

#Confinada


Confinada

Música en el metro


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Photo by Robert Tudor on Unsplash

Elena entró en el vagón pensando en Javier, otra vez en Javier. Siempre en Javier. Mañana, tarde y noche, esas seis letras grabadas en su mente, una y otra vez repetidas, como la voz que reverbera en las paredes de una casa sin muebles.

Esa noche había vuelto a soñar con él. Un sueño desagradable. Le había visto engullido por la bañera de casa, absorbido de pronto por un remolino enorme que lo había tragado sin remedio, sin que ella pudiera hacer nada, sin haber tenido tiempo de agarrar su mano para ayudarle.

Hasta que no pasaron cinco minutos, no empezó a percatarse de  la música, inusualmente alta, que se oía en todo el vagón, casi vacío; eran solo las siete de la mañana. Poca gente se levantaba tan pronto para ir a trabajar y siempre reinaba una calma soñolienta, era como estar aún entre sábanas, remoloneando, con tiempo para desperezarse, lejos de la vorágine que la engulliría quince minutos después.

La música procedía del teléfono de una mujer musulmana —supuso, por el pañuelo en la cabeza—, que se sentaba frente a ella. Miraba abstraída su teléfono, como si observara cuidadosamente las notas estridentes que escupía su pequeño aparato, ajena al ruido. Tan sumida esa mujer estaba en sus pensamientos, como ella en el dolor que le causaba Javier.

De repente, le sobresaltó el ruido de las puertas que se abrían y los gritos de otra mujer que Elena recordaba haber observado antes, concentrada en la lectura de un libro:

—Mora de mierda, aquí la música no se pone tan alta. Vete a tu país a escuchar esa porquería.

Por un momento, pareció que la mujer musulmana iba a alzar la vista y a decir algo, pero solo parpadeó y siguió mirando la pantalla de su teléfono aunque, apenas treinta segundos después, apagó la música.

A Elena, que había estado mirando perpleja la escena, la asaltaron sus propias palabras subiéndole por la garganta y saliendo disparadas por la boca, dejando ir toda la rabia y la tensión acumulada en todo un mes de insomnio por Javier:

—Pero ¿tú que te has creído? Tú sí que eres una mierda. ¡A ver si eres tan valiente delante de los chavales que ponen la música a todo grito en el metro! ¿A que no te atreves, imbécil? Que hoy con la mala leche que tengo, soy capaz de…

Las puertas se abrieron y la mujer racista bajó apresurada.

Elena dio un respingo y de un salto se apeó en su parada a tiempo, más liviana.

Desde el andén, vio que la mujer musulmana la miraba, sonriéndole tímidamente.

 

Como lluvia, solo como lluvia


Photo by Priscilla Du Preez on Unsplash

Tú,
no te quise,
nunca te quise
adherida en esta tierra.
rezumando moho,
incrustada,
perenne,
en mi despensa.

Solo dime:
¿Acaso te pedí que te quedaras?

Te quise solo como lluvia,
como lluvia
que despeja el cielo tras la tormenta.

Ensimismada lluvia,
torrente de lágrimas
en cascada.
Zozobra condenada
al segundero,
ahora lo inundas todo,
arrasas,
trasciendes y
regresas,
de vuelta,

como si te quisieran,
como si te quisieran.

Arrasa
sin piedad,
arrasa,
sin más,

y vete.

Llévate toda la leña
de esta tierra

que no te ama,
que no te ama,

ni te quiere cerca.


Futbol
Fotografía por Mayca Soto.

 

Cada vez que marcaban un gol, Javier vociferaba en el balcón con la bandera blaugrana:

—Visca el Barça!

En el balcón contiguo, Lucas hacía lo propio con la blanca:

—Hala Madrid!

Cuando se anunció el empate, salieron de nuevo, cantando su himno sin mirarse, a todo pulmón, en un revuelto vocal ininteligible.

Por debajo de sus narices, el hijo de Javier miraba fijamente la figura de Playmobil que Lucas, el hijo de Luis, sujetaba entre sus manos.

—M’ho deixes? —le pidió en catalán.

Y Lucas respondió con un “Sí” en español, palabra común en las dos lenguas.

¿Bailamos?


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Fotografía de Arduan Lumi en Unsplash (CC0).

—Ju doni të kërcimit? —me preguntó, pero no le respondí.
—Shall you dance? —me repitió ante mi cara de interrogante.
—No te entiendo —le respondí—, no hablo inglés, ni lo otro, solo
español y catalán.
—Ele quer dançar com você —me aclaró un chico joven que nos miraba.
—Tampoco entiendo portuguès —volví a responder ya un poco azorada.
—T’està preguntant si vols ballar amb ell, home! —me dijo en catalán la vecina del segundo.
—Ah, ¡claro que sí! Yes, yes —le dije.

Me bastó con sentir su mano en mi cintura. Supe que bailaría con él toda la noche en todas partes.

Devuélveme la vida


Foto de Aaron Burden de Unsplash. Blog de Salto al reverso.
Foto de Aaron Burden

Miró hacia la playa y sintió aún más frío. La niebla se acercaba hacia la costa como una nube gigante perdida entre las olas. La humedad traspasaba su vestido y comenzó a tiritar; había olvidado la chaqueta en casa; un martes de sol caluroso no hacía presagiar ese repentino cambio meteorológico, aunque debería haberlo intuido, ya hacía más de un año que malvivía en Galicia. La ría de Aldán era así: caprichosa, saltarina, misteriosa, embaucadora.

Bajó a la playa y hundió sus pies descalzos en la arena. Qué fría estaba. Hace apenas unas horas, el sol le hubiera quemado la planta de los pies, pero ahora la humedad del arenal le traspasaba toda la inquietud de la noche. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero siguió caminando, decidida, hacia la orilla, que la niebla ya ocultaba como un secreto. Su silueta dejó de divisarse desde el paseo; quedó engullida por una tullida bola de algodón.

Clavaba la vista en la punta de sus pies, que era lo único que divisaba con claridad; si miraba hacia adelante, no podía ver nada y el miedo la paralizaba; nunca había bajado sola a la playa en la madrugada. Podía oír las olas, que lamían la costa en un avance cadencioso, y la guiaban hacia su objetivo. La marea alta, que subía dando pasos cautelosos, no representaba ninguna amenaza; al contrario, gracias a ella podría llegar antes a la orilla.

Apretó la bolsa en su regazo y sintió contra su pecho la dureza del cristal de la botella. Una hora antes, había introducido por su estrecho cuello un folio de color carne doblado meticulosamente en cuatro mitades. El papel, aparentemente inocuo, le quemaba entre las manos; pero, cuando lo encerró en la botella, la curvatura de su espalda comenzó a aligerarse: por primera vez, el secreto que le quitaba el sueño veía la luz a través de las palabras.

El agua helada bañó sus pies y detuvo su marcha. Abrió la bolsa y extrajo de su interior la botella. La frase que llevaba escrita en su interior retumbó en su cerebro como un dedo acusador, y se estremeció cuando le pareció que una voz confusa le susurraba en la oreja la temida palabra: ASESINA. Estuvo a punto de huir despavorida hacia el paseo, desaparecido entre la niebla, pero una tristeza antigua le ancló los pies en la arena. Recordó entonces el primer bofetón, al que le siguieron muchos otros; la vagina adolorida por aquellas arremetidas violentas, la nariz rota y sus ojos amoratados que tardaban siempre más de una semana en sanar. Entonces, aferró la botella con la mano derecha, alzó el brazo, y repitió como un mantra su mensaje de náufrago: “Yo le maté, pero no fui yo, fue él. No puedo más con la culpa: dios, devuélveme la vida a mí”. Y con una fuerza desconocida lanzó el cristal tan lejos como pudo; un grito gutural, que intrigó a los escasos transeúntes del paseo, se abrió paso por su garganta.

Después, el silencio.

La botella quedó flotando como un corcho, liviana y dócil, siguiendo una corriente repentina que la llevó mar adentro.

 

Mayca Soto. El gris de los Colores