La historia comienza por las plantas de sus pies


Estoy sentado en el suelo de madera, apoyado contra la parte inferior de la cama, acabándome un porro  enrollado por él unos minutos antes. Lo ha hecho con una concentración inusual que, dada su personalidad extrovertida, incluso me ha parecido tierna. Llevo puesto un jeans ajustado y desteñido, lo heredé de mi hermano mayor cuando por fin decidió largarse de casa para continuar con su vida de forma independiente, dejando atrás un viejo baúl de madera con la ropa en desuso. Es la única prenda que llevo encima, y juego a ratitos con mis pezones descubiertos, tocándolos con la mano libre mientras exhalo el humo de la última jalada. Él en cambio está desnudo, tendido sobre la cama con el cuerpo expuesto.

Al principio me costó trabajo disimular mi embarazo, después terminé por aceptarlo. Se siente realmente cómodo andando de allá para acá en el pequeño apartamento como vino al mundo. La desnudez lo hace sentirse más liviano, según me dijo la primera vez que me topé con su ropa esparcida por el suelo de la salita de estar y fue necesario preguntar.  Admiro esa forma suya de evadirse de todo aquello que le resulta coercitivo o dogmático. Su franco rechazo a la imposición de los convencionalismos sólo es superado por la apertura a la experimentación constante, a la necesidad de aprender arriesgándose, de lanzarse sin prerrogativas a cambio de una emoción más intensa. El contrapunto a la monotonía de sus días en la fábrica de textiles en la que trabajaba cuando lo conocí. Un ir y venir de órdenes y acciones pendientes, de solicitudes dictadas por megáfono desde la esquina superior de una pared cuya pintura caía a cascarones. Hasta volver a casa, donde entonces la rutina lo empujaba a un ambiente familiar hostil, con el padre que agredía a la mujer asustadiza que llamaba su esposa y al hijo cojo, llevado a esa condición por el simple descuido de un hombre irresponsable y una poliomielitis mal tratada.

La inclinación al placer fortuito, al goce momentáneo, resultó un desvarío en medio de aquella intoxicación inicial, un tormento más llevadero y soportable, que añadía una pizca de transgresión y desorden a una existencia ya caótica y furtiva. Surgió de esa manera. El enredo, como solíamos llamarlo, tenía poco de amistad y nada de romance. Así, podíamos lidiar con el riesgo y también con la incertidumbre, sin esperar nada del otro, sin exigir nada a cambio, otra cosa que no fuera esos momentos en que él venía al apartamento.  Jugar videojuegos, charlar sobre algún problema, comer comida del chino de la esquina, o sólo sentarnos en el viejo sofá sin dirigirnos la mirada ni pronunciar palabra. Esa especie de intimidad que brota de la cercanía emocional, de la confusión de los sentimientos. Además, debo confesar que no había ocurrido antes.  Me refiero a la fascinación creciente, al atavío expresivo que de pronto viene a confirmar un miedo vago, informe.

Como la primera vez que sus labios me rozaron el cuello y con sus manos me tomó desde atrás. No pude evitar el escalofrío. «Es una cuestión de buenos amigos», fue lo único que se atrevió a decir. Quizá una frase pensada, o leída en los subtítulos de algún drama hollywoodense. Por ese tiempo le gustaba acompañar a una que otra muchacha al cine, pero nunca logró engancharse realmente con ninguna de ellas.

Ahora, fumo y pienso. Ninguno de los dos se atreve todavía a romper el silencio. Rememoro los mejores momentos de este último año y medio en que hemos jugado a ser otras personas, a querernos sin amor, a compenetrarlos sin apenas conocernos cabalmente. Quisiera dejar constancia de todo ello algún día. ¿Sueños frustrados de escritor? No lo sé. Prefiero no tomármelo muy en serio, no ahora.

«Si lo dejase de ver. Si no abriera nunca más esa puerta por la que él suele entrar una o dos veces a la semana, tan campante». Quisiera decirle que es también una cuestión de perspectiva. Si volteara a mirarlo ya mismo, desde acá lo primero que vería son las plantas de sus pies, suaves, rosadas, tan dispuestas a la excitación y esa rara obsesión de turnar los labios y los dientes para estimular ahí donde sé que la caricia hará que su sangre fluya agitada por entre las venas.

Me gusta chupar sus dedos largos y deformes. Respirar ese aroma dulzón, como vaho caliente, que sólo percibo después de un día de trabajo, al descalzarse y tomar posición. Lo sabe, y me permite ir hacia abajo, reptando como un animal débil, sometido a una voluntad superior.

Si volteara a mirarlo ya mismo. No distinguiría si es una mujer o si es un hombre. Las formas de su sexo permanecen ocultas entre sus piernas, que protegen, benevolentes, esa fuente natural, intensa, de verdadera vida, más allá de la reproducción. El gozo. Pero no volteo a mirar, y tampoco  me detengo a reflexionar en la pregunta por la sexualidad. Más allá de él, el resto me resulta indiferente. «No vale la pena pensarlo dos veces antes de actuar», hago mías sus palabras. Si se vive doblegado por la tensión latente, si se es presa de la mirada indiscreta de otro chaval en el vestidor, al terminar la práctica de ejercicios, tal vez algún día hablaremos de forma prolongada sobre esto. Aclarando el enredo… lo podremos dejar ir sin apenas darnos cuenta, o así lo imagino.

Extraños casuales


Luz azul
inercia
Luz azul
insectos bajo la piel
carcajadas y poesía en el refectorio.

Escribí una poesía en un trozo de servilleta
utilizando palabras simples y sin rima
la noche que salimos por primera vez
ambos éramos adolescentes
arriesgándolo todo a cambio de la libertad
creíamos tener el mundo en nuestras manos
experimentando con toda clase de drogas

el ambiente oscuro del bar nos agradó
anónimo, clandestino, sin nadie que viniera
a la mesa para incomodar
seguimos frecuentándolo después
hasta hacernos amigos de personas enfermas
absurdas y hostiles, como su ansiedad
siempre tuvimos una opinión sin importar el tema
hablábamos hasta el cansancio, hasta quedarnos dormidos

memorizamos la ciudad en su dimensión paralela
siguiendo el rastro a pervertidos y callejeras
a través de espejismos borrosos
recorrimos sus calles de madrugada
al lado de prostitutas y delincuentes
la cabeza dándonos vuelta

y a menudo nunca recordamos
lo que había pasado exactamente
al despertar desnudos y sudorosos
la tarde siguiente
el cabello oliéndonos aún a humo de cigarrillo
la boca reseca y marcas en la piel
para entonces ya nada nos sorprendía
nos faltaba emoción, nos sentíamos desganados y sin apetito
las horas pasaban muertas, ajenas e irreales
al mundo íntimo del conflicto necesario

una ocasión que salí a buscar comida
alcancé a ver a su madre, cruzaba la esquina en la acera opuesta
cuando regresé no dije nada
nunca fui bueno con las palabras
“Wildlife” de Single Lash en la imaginación
recostado de espalda a mi sitio del cartón
tenía una sábana raída cubriéndole la cara
comprendí que el amor nos estaba matando
el amor nos hizo ser dos viejos
rutinarios y abatidos, sin saber
qué decirse uno al otro
metí la caja de leche en el refri destartalado
cogí las tijeras que encontré por ahí
para cortarme el cabello que crecía descuidado

“hemos vuelto a ser dos extraños”, pensaba
su cuerpo desnudo ya no me causaba interés
lo había notado la otra noche
cuando esa mujer le pago por sexo
y permitió que viera el acto hasta el fin
su lengua bajó por el cuello y la espalda
hasta anclarse en el culo de ella
buscando provocarme, sabía cómo hacerlo
el recuerdo seguía presente en su memoria
subir y bajar, sodomía y pasiones
hasta acabar diciéndonos “te quiero”
ella gritaba que fuera más adentro
“no te detengas, no te detengas”

el viento que soplaba se llevó los mechones
los había observado arremolinarse hasta desaparecer
quise irme con ellos, escapar por la tubería expuesta
como excremento y orina humanos
hacia el mundo subterráneo
a la busca de emociones genuinas
grotescas como la abstinencia
pero me detuve allí, “sin ácido no voy a ninguna parte”

bebí después sorbos de café frío con gotitas de tranquilizante
él aún no despertaba
en vez de eso, dio media vuelta y ahora las yemas de sus dedos
acariciaban sus tetillas
“seguro que sueña”, balbuceé
¿con quién estará? ¿será un hombre o una mujer,
sumisa, o altanera como lo era mi madre?
pensé en matarlo, hundirle mis uñas mugrientas
en el vientre, hasta desgarrarle las entrañas
conjurar mi aflicción con su sangre escandalosa
condenarlo a quedarse conmigo, sólo como un espejismo
quería ser arquitecto como su padre
sostuve la respiración unos segundos
podría dejarlo morir y más tarde suicidarme

desperté esta mañana con una hemorragia incontenible
mi hermana mayor entró a la buhardilla para sacarme
escuché las voces sin reconocer los rostros
“puedo contarle las costillas”
“es un estado de desnutrición fatal”
“¿desde hace cuánto tiempo no se alimenta?”

él no es nadie aquí
él existe sólo como un reflejo
o una sombra evasiva
fugaz, silencioso
como siempre ha sido
escurridizo, traslúcido
un remanso de paz al final
de la tormenta
y aún podría verlo
si asomara mi cabeza
a la ventana interna del salón
entonces yo le sonreiría
y él haría lo mismo.

Abrí la puerta de una habitación vacía


Una frase para decir adiós.
Un silencio que ha borrado las palabras.

Cuando todos se han marchado,
y quedo solo muy temprano.
Viene, desde lejos, cada uno de esos recuerdos,
porque tú sabías más de mí que yo mismo.

¿Adónde ir cuando quiera buscarte?
¿Adónde regresar cuando llegue la noche?

Dime qué hacer
si mi memoria no logra preservarte lo suficiente.
Dime qué hacer
si olvido ese trozo de vida que también es tuyo.

En mi sueño
aún conservas el cabello largo,
tu mirada no es triste ni vacía.
En mi sueño
el tiempo no se encuentra suspendido
y la muerte es sólo un juego de niños.

Antes que la última flor se marchite.
Antes que la última hoja se seque.
Dime por qué te fuiste tan pronto.
¿Por qué sigue doliendo como el primer día?

En mi sueño
abrí la puerta de una habitación vacía.
En mi sueño
pronuncié un nombre que a nadie pertenece.

Es difícil aceptar que…

Ruinas


Pensé en nuestra decadencia adormecida,
nuestro caminar lento, pausado,
como dos viejos, cuya robustez se pierde
entre las ramas secas de un roble abandonado.
Pensé también en el orgullo herido, el silencio
aletargado, ocultos entre la sinuosidad mohosa
de un recuerdo que comienza a parecer lejano,
distantes como el pasado cetrino, adusto, que
merodea nuestro ser, con el ansia inescrutable de
los días felices, y un ahora reacio a caducar.

Oquedad (sobre la pérdida irrecuperable y el remordimiento que le sigue)


Recibí la noticia de su muerte en un sobre cerrado, una mañana oscura del primer día de invierno. La nota contenida en su interior era breve, había sido escrita en un papel amarillento con bordes dorados, en un tono solemne que me resultó distante, ajeno a toda lógica o realidad admisible. Algunas letras se habían borrado debido a los cambios de temperatura producidos en la peripecia del recorrido, pero me bastaron las dos primeras frases en letra cursiva para comprender la dimensión de su significado, y enterarme de ciertos detalles.
De súbito, los párpados se me pusieron pesados, los pies y brazos comenzaron a temblarme. Por una fracción de segundo, olvidé quién era, cómo había llegado hasta allí. Desde el otro lado de la puerta, el cartero me veía con mirada expectante, ansioso porque firmara y le dejase marchar. Pero yo era incapaz de reaccionar, incluso de hacer el más mínimo movimiento. El mundo había dejado de existir en ese instante, aunque las manecillas del reloj de pared continuaran marcando una hora indefinida a cada momento. Logré salir del estado de abatimiento unos minutos más tarde, pero permanecí absorto y cabizbajo. El conocimiento de su partida me conmocionó a tal grado, que me fue imposible pronunciar palabra alguna.
Caminé hasta la cocina y me serví una taza de café caliente, tratando de poner orden a mis pensamientos, buscando una idea o sentimiento para contraponerlo al dolor. Temía derrumbarme ahí mismo, sobre el gastado linóleo sin color que recubre el suelo de la pieza; ceder a los caprichos de la angustia liberada en cada parte de mi ser. Desde niño, el mundo siempre me pareció un sitio trágico, proclive a la desgracia humana, pero ahora, la violencia de esos arrebatos infantiles poseía un rostro y cuerpo conocidos, un nombre familiar que había brotado de mis labios con dulzura tantas veces. Esa rabia indolente de mis primeros años, apareció representada en el final trágico de nuestra historia sin aviso o advertencia previa, y pronto no quedaría nadie más para contarlo, para confirmar lo felices que fuimos.
Pensé también en lo inefable del destino, la crudeza sorpresiva con que fluye ese cúmulo de emociones subversivas que llamamos amor. Y la vi… la vi sentada junto a mí, en el viejo sillón de madera de roble. También me veía, con mirada intrigante y astuta, la mirada de aquellos años de juventud, cuando acostumbraba jugar con su cabello rebelde, oloroso a hierba seca.
Uno a uno, en desorden y en cuadros descompuestos, fueron apareciendo los únicos recuerdos que conservo en la memoria; el ala rota de la paloma, los laureles que crecían en el jardín de su casa, el azul ceniza del cielo sobre Cartago. Me detuve a rememorar la última ocasión que nos vimos, sin decirnos nunca un adiós o hasta luego, vestía un sombrero hecho de hojas trenzadas y una sombrilla para protegerse del sol. Caminamos descalzos por la playa aquella tarde, admirando el paisaje boscoso que emergía al otro lado de la orilla. Los arbustos armonizaban con su vestido de seda gris. Le gustaba pintar acuarelas, y tomar una copa de jerez antes de la cena. Ella era una mujer como pocas conocí, alegre, soñadora, me hacía sonreír a pesar de mi tristeza.
Reconocí entonces el peso ineludible de la culpa; los errores cometidos en el pasado, las noches en silencio, sin poder dormir, la sucesión de los días, cuando no supe decir cuánto la necesitaba. Así que fui en busca de un lápiz y papel, en un esfuerzo desesperado por redimirme; anoté los datos del remitente y escribí “No quiero que te vayas. No quiero perderte”.
Cada noche, antes de ir a la cama, corro la vieja manta enmohecida que protege la ventana; no sé por qué lo hago, qué espero que ocurra. Permanezco de pie, durante algunos segundos, tratando de ver a través del cristal roto. Afuera, no hay más que oscuridad.

El maestro


Suspiré lentamente, mientras los labios carnosos del maestro recorrían mi cuello bañado por el sudor. Debo haberle recordado una fierecilla del bosque en ese instante, porque el cuerpo —reacio a obedecerme— se contorneaba de manera curiosa y descontrolada, haciendo movimientos suaves y pausados que dejaban entrever mi actitud indecisa. Traté de concentrarme e idear una estrategia, pero el esfuerzo resultó en vano. La premura del momento, lo incómodo de aquella situación, habían bloqueado por completo mi capacidad de reacción. Perpleja, casi al borde de una turbación llevada a los extremos, fui incapaz de aprovechar los primeros segundos de vacilación; después sería demasiado tarde.

Varias veces traté de evadirme, sin lograr mi propósito. No pretendía ceder a los caprichos de su naturaleza agresiva, ansiosa por controlar la resistencia que oponía, pero tampoco me interesaba someterme con facilidad a sus bajos instintos y deseos inconfesos; entretanto, un escalofrío atravesó mi espalda, dibujando una línea imaginaria hasta la zona baja de mi cadera. Me estremecí al compás de sus brazos rodeando mi cintura, y por el rabillo del ojo pude ver cómo las manos entrelazadas del maestro crearon una especie de fortaleza de la que me sería imposible escapar.

Me atrajo hacia sí, presionando mis pechos contra la carne fláccida que colgaba en lugar de los suyos, contaminándome con su calor y un leve aroma a perfume barato. Entonces quise decir algo, pero de mi boca no salió más que un débil susurro, que fue interceptado por el maestro como una señal de asentimiento: mi suerte estaba echada. Comprendí que cualquier empresa resultaría infructuosa, calmaría mi sed de caricias en un mar de peligros, lleno de criaturas salvajes y animales desconocidos.

Elegía funeral


Hay una distancia de dos pasos
que no puedo desandar.
Entre nosotros,
un vacío infinito
que cada día crecerá más.

Temo resbalar y caerme.
Temo cerrar los ojos,
y perder tu rostro con sus gestos
en la profundidad del abismo.

—La lluvia no deja de caer,
las lágrimas no cesan
en este atardecer anochecido.
Pero la paz dura
lo que dura un instante,
porque sé que el tiempo no me pertenece—

Dijiste que el cielo lo vería.
Dijiste que allá arriba sería diferente.

¡Mamá!
Aún conservo el sonido de tu voz
y las últimas palabras,
que prometo recordar por siempre.