por Reynaldo R. Alegría
Lo que algunos hombres no pueden entender es que a algunas mujeres nos gusta jugar con ellos tanto como a ellos con nosotras. Que no es por maldad, sino que la pasión por la conquista no hace reservas de género. Que, muchas veces, cuando un hombre hace alarde de su conquista, en realidad el conquistado es él.
Cuando llegué al sagrado recinto de la Justicia vestida de estricto negro, observando un particular e íntimo luto por el Gran Galeano, y con una imagen de Darth Vader en mi celular que advertía mi fastuosa excitación por el lado oscuro de La Fuerza y por la próxima entrega de Star Wars, esa épica espacial que me quita más la tranquilidad que lo que me la quita el buen cuerpo de un hombre sin cultura, sabía que no había pasado desapercibida.
Me observó toda. Mis zapatos negros de altos tacos azules, el color tostado de mi piel y su suave textura, el pelo rubio que llevo hace veinte años y por el que no he tenido que dar explicaciones a nadie y mi escondido escote que se supone que no mirara. Más que hurgar, sentí que estaba fisgando, husmeando con su nariz, indagando con sus inquietos ojos.
—¿Café?
¡Café! Pensé casi mientras gritaba. ¿Cómo puede ocurrírsele a un hombre en estos días en que se dice que todo está por acabarse invitar a un café a una mujer que alborota, que es políglota e indevota?
—In vino veritas.
Me di cuenta cómo se conmovía y contoneaba aquel ejemplar de macho domesticado tratando de replicar sin que se le salieran las babas por la comisura de los labios. La frase completa de Gaius Plinius Secundus, Plinio el Viejo, era in vino veritas, in aqua sanitas, en el vino está la verdad, en el agua la salud. Mas no hacía falta decir lo obvio. Cuando una mujer quiere ser coqueta, verdaderamente coqueta, tiene que recurrir a las mejores trampas. La mejor trampa siempre ha sido la misma, tapar con una delgada tabla una excavación y esperar que el animal se hunda en el abismo cuando se para encima.
—Quiero aprender latín.
—No es fácil, empieza por traducir las catilinarias— la excavación, pensé.
—¿Cicerón? ¿Las cuatro?
—Son maravillosas— la tabla delgada, me dije.
—¿Me puedes traducir, por favor… ¿Hasta cuándo Catilina, abusarás de nuestra paciencia?
—Quousque tandem abutere Catilina patientia nostra— ¡atrapado!
La idea de que las cosas eran causales y no casuales siempre me ha parecido una verdadera tontería de quienes se niegan a aceptar el inesperado desenlace de su destino. Si le gusto a alguien, se le saldrá por los ojos. Olvidemos la causa… y el objeto… y el consentimiento. Aquel hombre estaba derretido. Sin embargo, si está –más que adormecido– sosegado y calmado por el vino, escupirá con gracia la verdad.
El atrevido, sin necesidad del vino, me dijo que tenía sueños recurrentes en el que una mujer políglota cabalgaba sobre un hombre mientras hacían el amor y ella saboreaba y gritaba su placer en diversas lenguas.
Sin que él notara el delicioso rubor del bueno saqué un pañuelo de mi bolso, me limpié elegante la comisura de mis labios y respiré profundo, pero sin hacerlo obvio.
—In vino veritas— le dije.
—Cuando gustes.
Foto: «In vino veritas» by Bildoj – Own work. Licensed under CC BY-SA 3.0 via Wikimedia Commons: http://commons.wikimedia.org/wiki/File:In_vino_veritas.JPG#/media/File:In_vino_veritas.JPG
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