Sexo en lenguas: in vino veritas


In_vino_veritas

por Reynaldo R. Alegría

Lo que algunos hombres no pueden entender es que a algunas mujeres nos gusta jugar con ellos tanto como a ellos con nosotras.  Que no es por maldad, sino que la pasión por la conquista no hace reservas de género.  Que, muchas veces, cuando un hombre hace alarde de su conquista, en realidad el conquistado es él.

Cuando llegué al sagrado recinto de la Justicia vestida de estricto negro, observando un particular e íntimo luto por el Gran Galeano, y con una imagen de Darth Vader en mi celular que advertía mi fastuosa excitación por el lado oscuro de La Fuerza y por la próxima entrega de Star Wars, esa épica espacial que me quita más la tranquilidad que lo que me la quita el buen cuerpo de un hombre sin cultura, sabía que no había pasado desapercibida.

Me observó toda.  Mis zapatos negros de altos tacos azules, el color tostado de mi piel y su suave textura, el pelo rubio que llevo hace veinte años y por el que no he tenido que dar explicaciones a nadie y mi escondido escote que se supone que no mirara.  Más que hurgar, sentí que estaba fisgando, husmeando con su nariz, indagando con sus inquietos ojos.

—¿Café?

¡Café! Pensé casi mientras gritaba.  ¿Cómo puede ocurrírsele a un hombre en estos días en que se dice que todo está por acabarse invitar a un café a una mujer que alborota, que es políglota e indevota?

In vino veritas.

Me di cuenta cómo se conmovía y contoneaba aquel ejemplar de macho domesticado tratando de replicar sin que se le salieran las babas por la comisura de los labios.  La frase completa de Gaius Plinius Secundus, Plinio el Viejo, era in vino veritas, in aqua sanitas, en el vino está la verdad, en el agua la salud.  Mas no hacía falta decir lo obvio.  Cuando una mujer quiere ser coqueta, verdaderamente coqueta, tiene que recurrir a las mejores trampas.  La mejor trampa siempre ha sido la misma, tapar con una delgada tabla una excavación y esperar que el animal se hunda en el abismo cuando se para encima.

—Quiero aprender latín.

—No es fácil, empieza por traducir las catilinarias— la excavación, pensé.

—¿Cicerón?  ¿Las cuatro?

—Son maravillosas— la tabla delgada, me dije.

—¿Me puedes traducir, por favor… ¿Hasta cuándo Catilina, abusarás de nuestra paciencia?

Quousque tandem abutere Catilina patientia nostra— ¡atrapado!

La idea de que las cosas eran causales y no casuales siempre me ha parecido una verdadera tontería de quienes se niegan a aceptar el inesperado desenlace de su destino.  Si le gusto a alguien, se le saldrá por los ojos.  Olvidemos la causa… y el objeto… y el consentimiento.  Aquel hombre estaba derretido.  Sin embargo, si está –más que adormecido– sosegado y calmado por el vino, escupirá con gracia la verdad.

El atrevido, sin necesidad del vino, me dijo que tenía sueños recurrentes en el que una mujer políglota cabalgaba sobre un hombre mientras hacían el amor y ella saboreaba y gritaba su placer en diversas lenguas.

Sin que él notara el delicioso rubor del bueno saqué un pañuelo de mi bolso, me limpié elegante la comisura de mis labios y respiré profundo, pero sin hacerlo obvio.

In vino veritas— le dije.

—Cuando gustes.

Foto: «In vino veritas» by Bildoj – Own work. Licensed under CC BY-SA 3.0 via Wikimedia Commons: http://commons.wikimedia.org/wiki/File:In_vino_veritas.JPG#/media/File:In_vino_veritas.JPG

Pudor


Adan y Eva Botero

por Reynaldo R. Alegría

1

Cada uno de los once hijos que he tenido ha sido una bendición de cada uno de los Once Dioses Buenos.  Cada uno de ellos, mis hijos y los dioses, me dieron una nueva alegría.  Cada uno me dejó una nueva marca en mi cuerpo.  Me gusta pensar que el once es dos veces uno, dos veces el primero.

2

Con el tiempo, según mi cuerpo se fue haciendo grande, ancho, voluptuoso, sentí que él me veía sin mirarme.  Con los amantes viejos pasa como con los dioses, aprendemos solamente a vernos.

3

Las marcas en los hombres son como heridas de batallas.  Ellos prefieren creer que su cuerpo incomunicado, desagrupado, aislado, es resultado de una guerra librada contra la subsistencia; la que ellos confunden con la vida.  Quizá por eso, tienen poco recato para la desnudez o por la impresión que sus efluvios producen en sus amantes.  Acaso por el desconocimiento de que el alma no es parte del cuerpo.

4

Me tomó tiempo decidir cómo vestirme para el reencuentro.  Cuando te reconectas con un amante, por más viejo que sea, sueles proteger la intimidad de tus marcas y la grandeza de tu cuerpo.  Escogí un vestido corte imperio, de esos en los que mi gran pecho que tanto le fascinaba quedaba atrapado sobre el corte, realzándolo y camuflando mis caderas amplias y mi ancha cintura.

5

Inteligente, respetó mi pudor.

6

Insatisfecho, me despidió aconsejando la relectura de los clásicos.

7

Si no lo he dicho antes lo digo ahora, Aristóteles lo dijo todo.  A Nicómaco le decía:

No puede hablarse del pudor o de la vergüenza como si fuera una virtud; es al parecer una afección pasajera, más bien que una verdadera cualidad; y se la puede definir diciendo, que es una especie de miedo a la deshonra.

Esta afección misma de la vergüenza o pudor no cuadra a todas las edades; tiene su asiento natural en la juventud. Si en nuestra opinión es bueno que los corazones jóvenes sean muy susceptibles de esta afección, es porque viviendo entregados casi exclusivamente a la pasión, están expuestos a cometer muchas faltas y el pudor les puede ahorrar muchas. Alabamos entre los jóvenes a los que son tímidos y pundonorosos; pero no puede alabarse esta timidez en un anciano; porque no creemos que un anciano pueda hacer jamás cosa de que tenga que avergonzarse.

8

Ahora que tengo edad y decido no dejar de hacer nada que quiera, me preparo para mi próximo encuentro con el reencuentro.

9

Si Bradshaw tuviera razón, entonces la vergüenza es quien nos hace saber que somos finitos.

10

La próxima vez me desnudaré tan pronto cruce el umbral que me da acceso a su vida sin alma.

11

Entonces, nuevamente recordaré a Aristóteles: una cosa vergonzosa sólo un corazón viciado es capaz de hacerla.

Foto: Adán y Eva, Fernando Botero, 1990: http://aion.mx/arte/fernando-botero-y-el-erotismo-en-el-arte

El pecado de Milagros


Catecismo Herder 1968

por Reynaldo R. Alegría

Hurgó, una vez más, en el cajón en que su madre había guardado los recuerdos de su niñez. Entre diplomas escolares, certificados, cintas, envolturas de regalos, tarjetas de cumpleaños y medallas de todo tipo, había una selección de cuadernos que usó en diversas etapas de su vida, organizadas, más que por fechas, por tipo de letras: de la falta de dominio al control absoluto del lápiz sobre el papel. En tiempos de dudas y tribulaciones, recurría siempre a ese depósito como queriendo encontrar en un solo lugar y de una sola vez, una sola respuesta a todas las preguntas. Ahora que la tentación la abrasaba con un consumo ardiente de ganas sobre aquel hombre, que no era el suyo, trataba de recordar las lecciones aprendidas. Desbridando lo correcto de lo imprudente.

En un sobre tipo manila de color amarillo desgastado, la madre había escrito “Catecismo”. Adentro estaba el cuaderno, el certificado de Primera Comunión, el de Confirmación y el libro. Recordó su rutina. Tenía siete años. Cada sábado a las nueve de la mañana su madre la dejaba en el salón parroquial. Cada niño tenía una copia del Catecismo Católico de la Editorial Herder de Barcelona, edición 1968. Era un libro sencillo en rústica, de cartón, sin solapas, con un dibujo color verde sobre crema en la portada representando a Jesús, sin barbas ni bigote, con una aureola detrás de su cabeza, sentado con un libro sobre su mano izquierda. En la guarda anterior, tal como se le había exigido, ella había escrito su nombre precedido por el signo de una cruz: †Milagros.

La primera anotación en el cuaderno era sobre el pecado. Hay cosas que después que pasan nada puede ser igual y así había pasado con aquella lección que su maestra de Catecismo, la Madre Rosaura, les había enseñado. Años después, cuando por primera vez tiró al arco y la flecha en un campamento de las Niñas Escuchas, la recordaría perfectamente. La Madre le explicó a los niños que para los griegos y los hebreos la palabra pecado significaba errar en la meta, no dar en el blanco. Para los griegos era como el lancero que erraba en el blanco, hamartia, decía la Madre y así ella lo había escrito en su cuaderno.

—Pecas si no cumples con la meta.

—No entiendo, Madre.

—A ver, hija.  Te doy un ejemplo, es pecado tomar lo que no es de uno. ¿Te gustaría comerte el caramelo que tiene Francisco sobre su pupitre?

—¡Siiiiiiii!

—¿Te lo puedes comer sin su permiso?

—¡Nooooo!

—¿Por qué?

—¿Porque es pecado?  —preguntó, tímida.

—¡Exacto!

—Pero aquí viene la parte más importante del pecado. Escriban en sus cuadernos: el deseo de comerme el caramelo sin el permiso de Francisco, también es pecado.

Independientemente de que los pecados fueran graves o veniales, o de que en la categoría de las mentiras su abuela hubiese añadido las convenientes mentiras piadosas, que eran como las manchitas blancas que suelen aparecer en las uñas, hay cosas que marcan y esta era una. Aunque lo aceptó siempre, este asunto de que el deseo del pecado también fuera pecado, la trastornaba. Particularmente esos días que se quedaba sola y la asaltaban las ideas más desconcertantes y perplejas. Le tenía ganas a ese hombre. Muchas ganas. Ese era su pecado. Estar con él. Vestirse de ropa interior roja para otro.

Con su cuaderno del Curso de Catecismo de frente, recordó de nuevo aquel ejemplo de la Madre Rosaura: el deseo de comerme el caramelo sin el permiso de Francisco, también es pecado.

De pronto una descarga emocional se apoderó de ella. Una divertida distensión que estuvo esperando por mucho tiempo. Entendió. Era clara la diferencia, el problema no era su deseo sino la falta de permiso de Francisco. Ella tenía el permiso de aquel hombre. No estaba errando, estaba dando en el blanco, tomando lo que era de ella.

Pecado era querer actuar como los dioses, ella solamente quería ser mujer.

Foto: Catecismo Católico, Editorial Herder, Barcelona, 1968: Libros Antiguos El Tejabán.  http://librosantiguoseltejaban.mex.tl/frameset.php?url=/photo_1295232_CATECISMO-CATOLICO–EDITORIAL-HERDER–BARCELONA–1968.html’

Yo imaginaba que la tocaba


Olympia_Typewriter_2003_001

por Reynaldo R. Alegría

A los 15 años, cuando te gusta una chica no te la imaginas desnuda. Yo imaginaba que la tocaba, solamente imaginaba que la tocaba; más bien imaginaba que le tocaba el pelo, que le acomodaba sobre la oreja los cabellos que regresaban desafiantes y voluntariosos a cubrir su rostro y que me impedían apreciarla y disfrutarla.

Yo me sentaba a su lado.

En el segundo año en el colegio me matriculé en un curso electivo de mecanografía. Solo éramos dos varones y, aunque la clase no era de mi particular interés, yo quería estar junto a ella.  El aula estaba instalada en un mágico edificio enclavado frente al mar. Ubicadas sobre cada una de las cinco breves mesas de madera que se organizaban en línea y a su vez en cinco filas, estaba una de las veinticinco máquinas de escribir Olympia.

La Olympia era una máquina maravillosa. La recuerdo bien. Cada tecla tenía marcada una letra que al oprimirse a manera de palanca activaba una barra de metal que en su extremo tenía el tipo en relieve. Cada vez que la cinta de tela entintada (mitad negra y mitad roja) era golpeada, la magia de la ingeniería mecánica depositaba sobre el papel una letra.

¡Me encantaba usar mi máquina!

Mi máquina estaba gastada, ajada, la tecla “s” se atoraba con la tecla “d” y me impedía escribir más rápido. Como me la pasaba todo el tiempo hablando con ella y contándole historias, me desentendí del curso y aprendí a usar solamente siete dedos de las manos, nunca pude activar el uso de los meñiques y el pulgar izquierdo. Por más que acomodara cada uno de los ocho dedos mandatorios sobre las teclas “a”, “s”, “d”, “f”, “j”, “k”, “l” y “;”, siempre excusaba mis dedos pequeños de tocar el teclado.

En décimo grado ella se fue de la escuela.  Aunque poco tiempo pasaría para que la máquina de escribir mecánica fuera sustituida por la eléctrica y por los procesadores de palabras, yo nunca olvidé la mía, como tampoco la olvidé a ella. Tenerla sentada a mi lado me provocaba una emoción tan grande que, desde entonces, no he vuelto a ver una máquina de escribir sin recordarla. Recuerdo mi máquina. Recuerdo perfectamente el tabulador, la barra espaciadora, el rodillo. Recuerdo el lunar de ella en su rostro, sus uñas largas, limpias, pulidas, transparentes, sin esmalte. Recuerdo su pelo largo, lacio, oscuro, brillante. Recuerdo las ganas que tenía de tocarle el pelo, de descubrirle el rostro tapado. Recuerdo su voz suave, sus ojos habladores, su disciplina, su uniforme perfectamente planchado. Y recuerdo las ganas que tenía de tocarle el pelo.

Cuando hace unos días nos encontramos en una reunión de ex alumnos, me quedé hipnotizado. Habían pasado 35 años. Ahora, a los 50, cuando te gusta una chica muchas veces te la imaginas desnuda; de espaldas a ti, con su pelo largo, lacio, oscuro y brillante bailoteando sobre su espalda clara.  Mas no era eso lo que me apetecía. Tras un par de copas y una divertida plática en la que descubrí mis recuerdos del curso de mecanografía, yo solamente quería tocarle el pelo. Con la parte exterior de mi mano derecha levanté con cuidado el cabello que se le chorreaba sobre la parte derecha de su rostro y le acomodé el pelo sobre su oreja, dejando al descubierto el conocido rostro y su emblemático lunar. Una vez, dos veces, varias veces.

Anoche, mientras la desnudaba con calma, como cuando se deshoja una flor y el estambre se emociona al descubrir el pistilo, me regodeé sobre sus cabellos que son como de hilos formados de seda. Y mientras nos gozamos los acaricié y, según el placer fue robando nuestra calma, los estrujé sobre mí y los halé, con ella de espaldas a mí, con su pelo largo, lacio, oscuro y brillante bailoteando sobre su espalda clara.

Foto: Olympia Typewriter por Veronidae (Own work) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)%5D, via Wikimedia Commons

Encuentros furtivos


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por Reynaldo R. Alegría

Se acercaba la fecha del 38vo. Festival de Apoyo a Claridad y Maya recordó a Tommy.  Se habían criado juntos en el mismo pueblo.  Habían asistido a la misma escuela superior pública del barrio en donde se conocieron.  Disfrutaron del amor, el alcohol, la lectura, la polémica y el sexo juntos por primera vez.  Y se graduaron con calificaciones excepcionales que le permitieron entrar a la mejor de las universidades del país, la UPR en Río Piedras.

Ambos tenían sembrada por sus padres la semilla del servicio al país y el fervor por la doctrina y la política, por las cosas del gobierno y los asuntos del Estado.  Maya provenía de una familia que abogada por la independencia para el país y se acostumbró desde niña a protestar, a alzar su voz y al riesgo.  La familia de Tommy era una de servidores públicos favorecedores del partido de gobierno, una organización política que pululaba entre una izquierda petulante y una derecha fatigada por el gobierno ineficiente y la falta de visión.

Ya en la universidad, lo que parecía ser una diferencia graciosa se tornó en un abismo insuperable y fue Maya quien bajo argumentos filosóficos fundamentados en la lucha de clases, el materialismo histórico, la dictadura del proletariado y su más reciente lectura del Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (que según ella, lo dramatizaba a la perfección), decidió terminar con Tommy.  Y aunque él siempre tuvo planes para cuando eso pasara, pérdidas son pérdidas y mucho le dolió.  Entonces el tajo se hizo más grande que la profundidad de los mares.  Maya se fue una temporada a Cuba con un amigo de la universidad y de allá regresó otra.  Pasaron los años.

Para los años ochenta, el Festival de Apoyo a Claridad se había convertido en el evento público musical donde los graduados de la universidad se reencontraban como en una reunión de exalumnos.  Los ochentas eran ajenos a los festivales modernos donde se cobra entrada y los tragos cuestan caros.  Además, una fiesta popular con un público más culto, hacía del evento lúdico uno esperado.

Maya recordó la última vez que se encontró con Tommy en Claridad.  Hacía años que no se veían.  Pero allí, entre los quioscos de frituras, artesanías y libros apareció él junto a un amigo.  Entonces el Festival, que se organiza para apoyar un periódico de izquierda hoy venido menos, se celebraba en los terrenos del Escambrón, frente al Atlántico.  Entre el bullicio, el viento nocturno y el salitre, Tommy paseaba contento mientras se tomaba su trago burgués de siempre un Black Label a las rocas, pero con poco hielo.  En minutos, en segundos, atraídos por la fuerza imantada que siempre los atrajo se fueron a caminar hasta llegar a la playa, tomados de la mano, como cuando lo hacían en la escuela.  Se pusieron al día.  Ella sola, después de su fracaso con el amor falso en Cuba.  El casado y feliz y padre de dos.

Ahora, treinta años después, cuando trabajaba para el Gobierno Municipal de la Capital y pensaba en los años que le faltaban para el retiro y poder cobrar el Seguro Social, ella recordaba aquel encuentro furtivo.  Le gustaba recordar cómo al llegar al agua Tommy la abrazó por la cintura como su aún fuera suya, acomodó su cara sobre su pecho y oliendo con gusto su perfume la fue inundando de besos suaves en el cuello.  Erotizada, sus labios buscaron los de él y se gozaron como el primer día.  Ahora que se acercaba la fecha, ella siempre se acordada de él, deseando algún encuentro furtivo.

Foto: The Great Ocean Road at Night, por edwin.11, via Wikimedia Commons

Rutinas, costumbres y manías


Toothpasteonbrush

por Reynaldo R. Alegría

Cuando por fin me quedé solo decidí reflexionar sobre las cosas sencillas de la vida.  Esas cosas inocuas, insulsas, insípidas.  Me acosté en la víspera de mi cumpleaños número 40 contento de mi alegría, feliz por mi aceptación existencial, algo a lo que me exhortó hacer mi terapista con todas las ganas, sin nada de tedio.

Me quedé pensando.

La primera noche que dormí con Marcela en su casa se levantó a las 4:38 de la mañana, apagó el acondicionar del aire y se volvió a meter en la cama.  Siendo pleno verano y acostumbrado como estaba a la deliciosa temperatura baja que produce tan ingeniosa máquina, tuve que sufrir callado lo que a todas luces era la peor de las afrentas a un oso polar.

Con el tiempo se aprende a diferenciar la rutina de las costumbres y las costumbres de las manías.  Con el tiempo aprendí que Marcela tenía una rutina, convertida en costumbre y transformada en manía, de apagar de madrugada la mágica maquinita que ponía frío el aire caliente.  La ejecución de su manía guardó relación con nuestro desempeño amoroso.  A principio ella toleró el frío por el amor que me profesaba, luego clamó por el más básico acto de austeridad y conservación energética.  Y el resto es historia.

Inés tenía un vaso al lado de la nevera en el que, a partir de las ocho de la noche, se servía agua hasta que se acostaba.  La graciosa rutina de ver la cocina recogida y limpia y en medio de aquella soledad de vajillas, cubiertos, platas y vidrios, aquel austero vasito, se fue transformando en una intolerable manía, causa de las más serias discusiones.

Maury tomaba el cepillo de dientes como un cirujano al escalpelo, lo ponía sobre el borde del lavamanos y apretaba el tubo de la pasta desde el extremo final hacia el principio con una cautela absoluta sobre las cerdas, buscando que no quedara espacio vacío o exceso visible.

Ya que estamos de acuerdo en que el ser humano no tiene instintos puedes entender que al principio, cuando vas conociendo a una persona, esos hábitos que parecen no razonados son graciosos.  Pero cuando el acto pulula entre la tradición y la extravagancia, ya requiere tolerancia; y cuando el capricho solo parece explicarlo la locura, entonces el amor es quien lo aceptará sin debate.

Me quedé dormido.

El domingo, 8 de febrero de 2015, me desperté a las 4:38 de la mañana, apagué el acondicionador de aire y me volví a meter en la cama por un par de horas.  Cuando me salí de la cama me cepillé los dientes, después de haber puesto pasta dental sobre cada cerda del cepillo con mucho cuidado; luego tomé un poco de agua en el vasito que dejé al lado de la nevera la noche anterior.  Continué mi reflexión, a mis 40 quiero disfrutar de las cosas sencillas de la vida.

Foto: Toothpasteonbrush por Thegreenj

Archivo de amantes


Arcordeon File

por Reynaldo R. Alegría

Tenía 14 años cuando escribió su primer poema. Eran unos versos muy cursis que provenían de un desengaño liviano con sus amigos de la escuela. Años después, sentado en la barra del Patio de Sam, escribía versos en una servilleta de cocktail y le era imposible olvidar cada palabra escrita en sus primeros versos. Un poema escrito en una servilleta —aunque no fuera un buen poema— siempre emocionaba a una mujer. Pero la desolación y la amargura no ayudaban mucho al esfuerzo creativo. Debía sentirse muy triste o muy alegre para escribir, enamorado o con el corazón partido, no había puntos medios. Con poco más del doble de la edad, ahora presumía con su amigo Tom —quien era igual de presumido— de haber tenido sobre 100 amantes. Sin deseos de muchas alegrías o sin ganas de grandes tristezas, decidieron hacer un listado de todas sus amantes. Los fríos Manhattans y la helada soledad contribuían a hacer del evento uno de divertida y embriagante prepotencia entre amigos.

Cuando una semana más tarde encontró la servilleta con 73 nombres en uno de los bolsillos de su saco, le pareció necesario conservar y completar la lista. El esfuerzo requirió dar aviso a la memoria del pasado y acudir a la pequeña valija comprada a un anticuario de la ciudad vieja, tapizada en piel marrón en el exterior y forrada en el interior con terciopelo arrugado azul, en la que guardaba recuerdos tangibles. Fue necesario organizar aquel cúmulo de historias de amor, amarguras y sexo.

Tomó un archivo viejo de cartón marca Wilson Jones tipo acordeón de los que tienen pestañas con las letras del abecedario organizados en 21 bolsillos, cada uno para una letra excepto la I que estaba junto a la J; la P que estaba junto a la Q; la U que estaba junto a la V y la X, Y y Z que estaban juntas. Sacó lo que tenía adentro, que eran manuales y garantías vencidas de electrodomésticos inservibles e inexistentes, y organizó sus recuerdos. Con calma, como cuando se extingue el viento, como suspendiendo en el tiempo la tranquilidad, queriendo destilar por el corazón cada gota de sangre de amor que hubo sentido alguna vez por cada una de ellas; y fue clasificando en carpetas individuales —rotuladas con las iniciales del nombre y apellido— los recuerdos precisos, tocables.

El listado, ahora con 114 nombres, estaba depositado en el primero de los bolsillos bajo la letra A. A partir de ahí, se sucedían 42 carpetas de recuerdos inmarcesibles. En la carpeta con las iniciales CN estaba guardado el diario del romance juvenil que ambos sostuvieron y que ella le regaló cuando huyó al extranjero para alcanzar los más divinos sueños. MR tenía, entre otros, una foto enmarcada que ella alguna vez pretendió que él pusiera en el escritorio de su oficina. En MT estaba un pañuelo con el que ella se había limpiado sus sensuales intimidades en la primera cita. La carpeta de NE guardaba el patrón de la camisa con estampados hawaianos que ella cosió para que ambos se vistieran iguales para ir a la iglesia. En TG guardaba las más eróticas cartas escritas con la más dulce caligrafía y una serie de postales hechas por ella en una impresora tipo dot matriz en las que resaltaba su culto al falo. Bajo VB depositó las sosas postales en las que ella solía escribir y repetir mensajes innecesarios al final de unos versos, también innecesarios, impresos en la tarjeta.

Con el tiempo, cuando entendió que lo que hacía no era distinto a lo que hacían algunas de sus antiguas amantes, aprendió a no sentirse mal con su secreto; decidió esconderlo menos en su oficina y disfrutar cuando alguna de sus secretarias hurgaba en su sigilo. Lo que alguna vez pareció una vergonzosa acumulación de conquistas sin razón, oportunamente se convirtió en una rica fuente de memorias vivas, razón de alegrías y tristezas, de versos y poemas, archivo de amantes.