Dedicado a todos los docentes que se dejan la piel en el aula y se lanzan a lo imprevisible disfrutando de sus curvas. Dedicado, también, a los alumnos que llevan a un maestro en el corazón.
Se cruzó de brazos. Esperó a que cesaran los gritos. Esperó un poco más. Una mezcla estridente de risas atravesó la puerta a una velocidad temeraria para su concentración. Envidiaba la potencia de aquellas voces. Ocho cabezotas asomaron al aula. Pero tenían que estar dentro. Hacía quince minutos que había sonado el timbre de clase, y tenían que estar dentro. Sin embargo, aquella señal acústica era una vaga sirena lejana en el tiempo, un titular de corrupción deshidratado en el cubo de su memoria.
Tres gotas de sudor comenzaron a descender por su escote. Sonrió detrás de su mascarilla.
—Eh, aquí alguien se ha meado —le advirtió un alumno, señalando el suelo.
No era una broma, pero tampoco sonaba en serio. Se guardó el comentario en el bolsillo para poder analizarlo más tarde y apartó su pie del charco. Buscó entre las cabezas. Ochenta por ciento fuera, veinte por ciento dentro. Dijo una palabra y, al no oír su propia voz, optó por caminar hacia el final del aula, donde se sentó en uno de los pupitres de la última fila y fingió que tomaba notas.
En el aula entró un silencio contagioso mientras la profesora escaneaba cada rostro con una serenidad implacable.
—Profesora…, ¿ya ha empezado la clase? —preguntó un curioso.
Fue el primer diálogo que entablaba con sus alumnos. El verdadero principio.
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