Voy a contarte una leyenda medieval, de la cual se han creado incluso oberturas y ballets en la música clásica, en el París del siglo XIX. Es la leyenda de Jaufré Rudel, príncipe de Blaye y trovador de Aquitania, que cantaba en sus melodías y poemas la legendaria belleza de Mélissinde, princesa de Oriente y condesa de Trípoli en Tierra Santa, de quien estaba prendado, pero a quien no conoce, porque nunca han hablado, él está en la corte de Aquitania y ella a miles de kilómetros al sur en Tierra Santa. Ha realizado por ella, una obra de maravillosas canciones y singulares libros de poemas, conocidos en las cortes de entonces, en el norte de Europa, son libros inspirados por ella, a la que solo ha visto en imágenes a través de cuadros que le llegan en galeras de comerciantes genoveses y venecianos que cruzan el Mediterráneo, y de la que ha recibido cartas que él contesta acompañadas de algunos de sus poemas. Ella, la princesa, no conoce nada de él, pero se ha convertido en toda una musa que recorre con sus versos los salones de Europa. Esto la llena de dicha e imagina a su poeta de una manera que solo a ella la fascina. En un momento dado, Jaufré Rudel presiente cerca el final de sus días y, acompañado por su fiel amigo Bertrand d’Allarmanon, chevalier y trovador de Provenza, que también compone poemas, organiza un viaje hasta Tierra Santa para que su amigo pueda ver a su musa, en un itinerario lleno de peligros y obstáculos que le hace llegar a Trípoli ya sin fuerzas, moribundo por multitud de combates con los infieles. Jaufré, exhala su último suspiro a los pies de la princesa, pero su capa le cubre completamente. Mélissinde le pide a su amigo que no levante la capa, jamás lo ha visto ni sabe cómo es, pero ha leído sus poemas que, durante mucho tiempo, le han producido el mayor de los placeres al sentirse musa y mitigado sus penas de princesa objeto de pactos políticos en las conquistas de Tierra Santa. Desea imaginárselo perfecto, lo cual la produce el mayor de los bienes en un momento que debe decidir aliarse con Jerusalén para salvar las reliquias del Señor. Por eso guardará en su recuerdo al perfecto trovador que tantos buenos ratos le daba al llegar sus obras hasta su palacio.
—¿Y nunca le vio y él solo la conoció a través de frases y pinturas que le llegaban desde Oriente?
—Así fue sin duda.
Aquella relación era perfecta para los dos, y de gran placer, incluso dentro de cada una de sus vidas reales. Un mundo paralelo donde cada uno encontró un ideal donde curar algunos de sus miedos. Porque la princesa había sufrido ya siendo niña, dentro de la poderosa familia que conquistó aquellas tierras. Fue dada al tío de su padre, y sufrió por aquel maligno hombre siendo una niña, cuyos recuerdos la atormentaban, y que el Trovador de Aquitania cuando lo supo decidió sacarlos de su mente. Ella consiguió domeñar aquella pena que la ocurrió de niña, y volvió a tener alegría en sus días de palacio. Eso la lleno de dicha hacía su poeta, y estaba dispuesto a darle todo lo que le pidiera. En su mente él era el caballero perfecto con su armadura.
Apartada de las anchas y tumultuosas arenas de las otras playas que hay junto a la ciudad, con sus altos hoteles y enjambres de turistas, estaba la cala en forma de medialuna donde ella paseaba, se encontraba el mar por debajo del sitio en forma de terrazas donde estábamos merendando aquella tarde. Nosotros estábamos sobre una hierba de verde intenso que se fundía con el borde del acantilado, con sus rocas y peligros. Desde allí, en lo alto de una de las paredes que dominaba la medialuna de agua, veíamos lo que ocurría, muy en pequeño, todo lo que llegaba del mar o se adentraba en él. Todo el horizonte se recortaba detrás de su melena.
Escuchaba su conversación como si hablasen desde otra habitación una conversación que fuera muy importante para mí, las cadencias de sus frases, su acento de otro lugar. Verla recortada en un fondo azul y de líneas verdes. Explicaba sus maravillosas obsesiones y sus miedos atrapados por un pasado. Miraba su mano apoyada en una toalla, con un tatuaje que parecía un punto y una coma, miraba el largo tapiz de los acantilados integrándose en el mar.
—Siento cierta pena la irme de este lugar, como si dejara algo —dijo poniéndose triste en ese momento.
Un golpe de pena, una sospecha amenazante de lo que vivió hace unos meses, o de lo vivido en el pasado, tal vez cuando era una niña y se forman ciertos fantasmas. Han pasado muchos años y debería ser una persona distinta. Había conocido a dos hombres, pero eso había provocado que pensase que el amor es algo destinado a perderse o engañarte.
—¿Es una pena por lo que ocurrió o en realidad porque no debió tener al menos ese final? —le pregunté.
—Tal vez te parezca que huyo de algo, no lo sé, ni me apetece saberlo, quiero vivir en otro lugar. Sé que es algo distinto a estar confundida, mucha gente me lo diría. Mi madre, incluso. Sé que no tiene que ver con estar harta o desilusionada con los hombres que conocí. Quiero cerrar temas, llevarme a mis niños. Borrar a ciertas personas, y pensar que otras cosas fueron, inocuas, insensibles, asépticas en referencia a lo que ocurrió conmigo.
La miré a los ojos, miré la línea de sus labios demasiado tentadores a esa distancia. Veía la sospecha de un golpe de tristeza al hablar de su pasado. Hacía un momento que había estado riéndose, moviendo la cabeza a cada lado al tiempo que los silencios los tapaba canturreando algo que no lograba descifrar. Comencé a hablarle, conocía mi poder de calmar y enfrentarme a las tormentas.
—Entiendo lo que estás pensando. Lo sé, sin necesidad de que nos conozcamos, por esa manera de ordenar tus ideas. Sé que piensas, cuando llega la noche y miras arriba, lo que hubiera sido esa estrella, lo que hubiera podido ser o realizarse si hubiera nacido. Sé que aún cada mes te pones triste y piensas que solo habías dado amor, y no entiendes porque recibiste otra cosa, pero… forma parte del firmamento, y además es de color dorado allí arriba, entre las almas buenas y sin culpa. No tienes por qué olvidarla, solo convivir con ese pensamiento, porque te alegrará saber que no la olvidas, que no eres insensible. Desde aquí arriba, por encima de los acantilados, se ve el océano infinito, y si cierras los ojos, estás más cerca del cielo y a la vez más cerca de entender que la vida, esa angustiosa aventura que parece una novela escrita por un escritor con muy malas artes, la mayoría de las veces; esa vida te espera para seguir y encontrar muchos días felices. Y que te alegrará pensar en tu buen corazón.
Me miró como si nunca nos hubiéramos visto, pero como si me hubiese instalado en su mente en un momento determinado de su vida. Me miro como si pudiera construirme a su antojo y producirle más placer que nadie. Visto en la distancia nada ocurrió entre ella y yo que alterase sus planes o los míos. Pero de repente alcanzó mucho valor en aquel momento, en aquellas circunstancias, en aquel interior de ella todavía casi una niña sin serlo, llena de pequeños enfados y buscando mimos entre hazañas. De repente se relajó, pasó la sombra de tristeza por ese recuerdo en forma de ángel. Se perdieron de golpe las ganas de llorar. Puede ser que fuera mi mirada sobre su piel, su delicada manera de arreglarse, su dejarse atrapar en un mundo paralelo, cuando me acerqué para ver más de cerca sus ojos, y leer tantas cosas en ellos como historias debían susurrar las musas de la antigua Grecia a los héroes, a los que partían con sus escudos de bronce a defender sus ciudades y sus tierras, pude ver toda su belleza y desear hacer míos esos labios, solo míos. Puede ser que esta historia haya quedado poco romántica o sin los detalles modernos que tanto gustan, pero no mentiría si no dijera que era una mujer bella capaz de atraerme. Mentir o hacer daño sobre alguien que tiene buen corazón, jamás entra dentro de mis cálculos. Ese verano conocí a un corazón generoso, aparte de una guapa mujer, con una mirada que recuerdo después de tantos años, la recuerdo a pesar de la sombra que mira lo que antes fui. Nada más queda excepto aquel lazo negro que me enseñó antes de marchar.
—No, no es mía, sería redundante, las esencias son útiles cuando vienen de otros mundos.
—¿Y puedes hacer esencia roja?
—Bueno…
—¡No! Tranquila, olvídalo, no quiero eso ya en mi vida… Ahora que debo regresar solo, esta esencia violeta me será de mucha utilidad, me hacía mucha falta este complemento. Gracias 🎶La.
Bajamos del tren con más de treinta años de antigüedad que nos condujo a Iasi, después de seis horas de recorrido. Aún estaba oscuro y faltaba más de una hora para que empezara a clarear el día.
Seguimos andando en busca del apartamento donde pasaríamos esa noche, pues aún nos esperaba un largo viaje antes de llegar al destino final. De pronto, la penumbra aumentó, en lugar de disminuir. Los graznidos también iban en aumento. Bastaba levantar un poco la mirada para ver cómo el cielo de aquella majestuosa ciudad rumana se llenaba de cuervos. Parvadas y parvadas se abrían paso por el cielo buscando un hueco en algún árbol. Si hay una ciudad gótica, es Iasi, la ciudad de los cuervos. Jamás vi un espectáculo tan perturbador como ese, excepto en el clásico thriller «The birds», dirigido por el maestro del género, Alfred Hitchcock.
El color oscuro de los cuervos, a diferencia de las gaviotas protagonistas de la citada película, infundía cierto misticismo, pero también, miedo. Las aves aguardaban sobre cada una de las ramas de la hilera de árboles que delineaban el extenso bulevar Carol I, como erguidos caballeros oscuros. Era impresionante. Con los primeros rayos de sol, las aves levantaban el vuelo, formando una densa nube, como al principio, durante su eventual ocupación de la ciudad y se alejaban, probablemente en busca de comida, hasta la madrugada del día siguiente.
¿Pacto con el diablo? Sí, quizás sí, pero, ¿quién es ese diablo que posee mi alma ahora? ¿qué tan grande podré ser? ¿por qué yo, que he vivido en el fracaso encontré este atajo de las maravillas?
En retrospectiva, siempre fui el más vulgar de los vulgares, el más común de mis hermanos y el más insípido de mis amigos. Nunca tuve un logro presumible y ni mi cabello ni mis ropajes han sido presas de elogios.
Estudié una carrera genérica, vivo en una casa prestada y no trabajo en cumplir los grandes sueños que todos los hombres tienen. Todos menos yo. Yo solo quiero que termine el día y, si no hay suerte, repetir otro día más.
Así que me pregunto; ¿Cómo podré ser ese hombre tan grande que el diablo me propone ser?
Entonces, aquí estoy, sentado en una vieja banca, con un pastelillo sabor a mierda, que me promete sueños que jamás he soñado y premios que nunca quise tener.
Por otro lado, si es el diablo que conozco, del que he escuchado tantas veces hablar en las misas, esto podría ser una trampa. Un veneno y un escape hacia una muerte inminente… Una salida.
Matar o vivir. Morir o crecer.
Está decidido. Si muero hoy, agradezcanle al diablo, quien me tuvo piedad a cambio de una miserable alma. Si crezco y soy el más grande de los grandes, ya me encargaré yo de vivir como un diablillo en sábado de gloria, hasta que llegue la muerte y se lleve consigo mi último aliento. Si eso pasa, ya veré si reclamar al diablo por dejarme vivir o agradecerle la nueva vida que me dió.
Dicen que el mismísimo Rasputín conquistó varios pueblos para agrandar el imperio ruso con aquella espada. Cuentan las leyendas que en cada mundo existe una Vergroten y que cada macho alfa que la toma se vuelve rey y domina el mundo y a todos los mundos a su alrededor.
Vergroten vectorit, que significa «la espada que se agranda».
Para Aergon esto era totalmente irrelevante y una historia olvidada, hasta que la reina roja dictó la orden «Conejo azul». Los jueces y los generales de Aergon quedaron perplejos al recibir el edicto.
—¡No podemos hacer eso! Somos una civilización bastante avanzada como para hacer algo así —replicó Balzak Dragonheart ante la orden—. Por fin vivimos en paz con los otros mundos, y además se necesitan de recursos y armas que no tenemos para tal tarea, armas muy básicas que serían un total desperdicio en fabricar solo para tal misión.
—¡Arréglenselas! Tómense el tiempo y los recursos que necesiten. Ahora que tienen energía infinita gracias a mi magnetismo supremo, podrán hacerlo —finalizó la reina roja su orden y se marchó.
—Sé de un arma capaz de resolver lo que la reina quiere —Se levantó el juez principal de Solaris, quien estaba presente también—. Aunque eso ponga en riesgo su propio reinado.
—¡Eso es lo que digo! —le respondió Balzak— Pondría en peligro nuestra existencia, este mundo se contaminaría.
—No necesariamente, como bien dices, somos una civilización bastante avanzada. Su reinado caería, pero nuestro mundo no —respondió tranquilo el anciano juez.
—Entonces, ¿sugieres que es posible obedecer la orden?
—En efecto, podríamos intentarlo y tomarnos el tiempo que necesitemos como la reina ordenó. Podremos mantener la paz mientras obedecemos la orden.
—Pero no es tan fácil, el armamento que necesitaríamos…
—Te dije que existe un arma que supliría todas las necesidades para esa misión, jovencito. —interrumpió el juez la preocupación de un muy mayor y experimentado Balzak Dragonheart.
Por la controversia de la orden, el general Balzak Dragonheart declaró «Conejo azul» como clasificada y secreta, por lo que no sería comentada ni explicada a nadie, ni siquiera en este texto. Empezarían cumpliendo dicha orden fabricando el armamento para la misión, pero en su lugar buscarían el arma que el anciano juez de Solaris dijo que resolvería sus problemas.
Luego de esa fatídica reunión, Bardiel y Balzak viajarían con el juez hasta Solaris para documentarse en la gran biblioteca de esa ciudad sobre el asunto del arma legendaria y luego planificar los siguientes pasos para esa misión.
Ya en la gran biblioteca, con libros y documentos en mano, el juez demostró la existencia de Vergroten, una espada legendaria de la que no se había hablado jamás en todo Aergon. Las leyendas descritas en los libros indicaban que todos los mundos y sus civilizaciones poseían un ejemplar de la espada, pero que quien la tome se volvería rey del mundo y estaría obligado a conquistar otros mundos; lo cual suena bien para alguien con ambición, pero para una civilización tan avanzada como Aergon suena como una maldición, pues su forma de gobierno y armamento son tan avanzados que hay tan pocas guerras y por eso siempre viven en paz.
—¿Es esto cierto, señor juez? —preguntó Bardiel con preocupación terminando de leer uno de los libros— Quien tome dicha espada está condenado a pelear hasta su último soplo de vida, volviendo su mundo un nexo con otros y perdiendo la identidad y civilización de su mundo, convirtiéndose en un engranaje más de algo más grande y oscuro.
—Como puedes ver en los documentos, y como podrás constatar observando los otros mundos: sí, es cierto —respondió el anciano—. Pero es lo que ocurre en mundos poco avanzados cuando sus reinados inician empuñando esta espada. En cambio, en nuestro mundo, dicha espada no ha sido empuñada jamás, por lo que un guerrero experto en espadas podría lograr dominarla.
—¡Ay, no!
—Así es, niño, tú eres el elegido para empuñarla. ¿Crees tener la fuerza para dominarla y que ella no te domine a ti?
—¡Mejor yo! Soy más viejo y por lo tanto más experimentado —Se ofreció Balzak—. Además, mis poderes son los adecuados para dominar tales armas.
—Lo siento jovencito —respondió el juez a Balzak—. Bardiel parece muy joven para la encomienda, pero ustedes tienen trayectorias distintas. Tú luchaste por este mundo y lograste su armonía, por eso eres un guerrero legendario, pero solo luchaste bajo los cielos de Aergon. En cambio, Bardiel fue destinado a luchar fuera de este mundo y en eso tiene más experiencia que tú.
Los tres se quedaron en silencio al oír esto, pues era cierto. Bardiel estaba por negarse a la labor de buscar y empuñar la espada, pero ahora había caído en cuenta de toda su trayectoria y del mérito que eso acarreaba, y no sabía si sentirse emocionado o preocupado por la responsabilidad que estaba entre sus manos.
—Entonces con guerreros experimentados como nosotros, el uso de esa espada no desencadenaría todo lo que ha desencadenado en otros mundos, ¿no es así? —preguntó Balzak al juez.
—Es posible, todo depende de este pequeño héroe —respondió el juez tomando del hombro a Bardiel.
—Y… ¿Dónde está? —preguntó Bardiel.
—Tenemos que seguir leyendo, pues esta civilización evolucionó de forma diferente, y hemos avanzado por medio de otras armas y herramientas. Por eso tenemos mucha información sobre la espada Pitágoras, la espada de los Espíritus, el Arco Integral, la Máximun katana, etc., pero de la Vergroten, casi nada.
Leyendo y buscando el anciano dio con una pista. Una de las ilustraciones mostraba la espada en un bosque muy espeso, lo cual coincidieron en que sugería que la espada podría seguir en los bosques del Sur, cerca del legendario árbol de la vida.
—Tiene mucho sentido —murmuró el juez— ¡Cómo no se me ocurrió!
—No conozco el sur —dijo Balzak—, nací en Industria en el continente de Poniente y luego de la última guerra fui general de Aergon, defendí la ciudad amurallada y las tierras del norte hasta el día de hoy.
—Yo también soy de las frías tierras del norte, y conozco más Transilvania y otros mundos que a mi propio hogar —dijo Bardiel con algo de decepción.
—Podría acompañarte, sería bueno conocer el Sur. El padre de mi esposa venía de ahí, quizás sea bueno ver a su gente, espero que un industrial como yo sea bienvenido allí. —Le dijo Balzak algo emocionado.
—¿Y si están resguardando tan bien la Vergroten y al árbol de la vida que no seamos bienvenidos? —preguntó Bardiel con ligera preocupación.
—¡Averigüémoslo! —le respondió Balzak con ganas de volver a pelear por información como en sus años dorados.
—¡Creo que este primer paso está decidido! —Sonrió el juez—. Volveré a mis funciones contento y tranquilo porque los dos mejores guerreros de Aergon están a la cabeza de esto. ¡Les deseo suerte en su viaje!
El juez dio asilo al general y al campeón de Aergon ese día en Solaris para que descansaran antes de su viaje.
***
—¿Te enteraste?
—¡No me interesa!
—La reina busca deshacer todo por lo que luchaste.
—¡Te dije que no me interesa!
—Pero a mí, sí. No puedo permitir que la paz de este mundo sea destruida, ¡luego de nueve mil años de experiencia ya quiero descansar! Y este mundo ha sido perfecto para mí.
—¿Y qué harás con tu reina? ¿Lo mismo que hiciste con el rey de Solaris? ¡Ja, ja, ja!
—¿No lo harás tú?
—No, yo ya luché, y perdí. Ella me venció limpiamente y por eso es la reina.
—Muy bien, si no estás conmigo ya no importa, esos dos no saben lo que les espera en el sur…
Era finales de julio, el sol hacía brillar en ese mes mi cabeza, y las de otros compañeros de aquel viaje, con el pelo tan corto que las asemejaba al granito. Nos habíamos refugiado en una terraza de la parte vieja de la ciudad, al lado de una casa blasonada a la sombra.
La voz de mi compañero, baja y penetrante, consigue impregnar un recuerdo de ese verano. Pronunciaba perfectamente cada sílaba, porque sentía que me iba a contar la aventura de su vida. Después de un sorbo de té, deshila su aventura…
…Pensaba que nada podría sorprenderme en aquel viaje, que nada podría ya ver que mereciese la pena, una vez recorrido el norte del continente con sus ciudades antiguas, catedrales y palacios de cuento y llegado al sur de Europa. Venecia había sido la penúltima etapa. ¡Qué ciudad! Cuantas cosas evoca. Es la urbe que concentra todo la elegancia de otros siglos refinados. No vi nunca mejor juego de luces que en el interior de San Marcos, ni rayos cegadores colándose por ventanales que puedan igualarse al medio día en esa basílica.
Recordando esos destellos dentro de la basílica de la ciudad que una vez dominó todo el mar Adriático y llevo sus leones por todo el Mediterráneo oriental, las oraciones que sonaban en sus altares, me pareció escucharlos la primera vez la vi a ella, en el tren más miserable en que halla yo viajado, un tren maltrecho que nos trasladó por la costa de la entonces Yugoslavia. Al pasar con mis bultos por su vagón, se encontraba pegada a la ventana junto a los viejos cortinones que adornaban esos trenes. Al detenernos unos minutos en un lugar llamado Larisa pasé de nuevo junto a ella, pero no me atrevía nada más que a mirarla, muy fugazmente, pero lo suficiente para que la recordase al día siguiente desde una ventana de mi habitación. Observaba como desayunaba en el hotel de enfrente. Bajé con el propósito de mirarla más de cerca, igual que un pintor hubiera bajado con un caballete para hacerla un retrato. El perfil serio, adulador con los movimientos que hacía sobre la mesa. Con aire de mujer completa y a la vez perdida en otro país.
Al ser los únicos extranjeros en el lugar, fue fácil entablar una conversación. Ni siquiera hubo presentaciones para esperar a oír su voz.
Recuerdo aquellas extraña frases. «¿Sabes lo que en estos lugares se esconde?».»No». La respondí con una entonación sorprendida. «La belleza y la felicidad a unos cánones». Intenté pensar, pero se levantó y comenzamos a caminar. Al llegar al borde de la muralla que en línea recta dominando la ciudad entera, se despegó de mi lado. Andaba muy cerca del borde con su porte de primigenia griega. No sabría decirte por qué de repente me recordó a las mujeres descritas por los griegos, pero mientras el sol cincelaba su vestido negro, esponjándoselo como el mármol, y el aire la acunaba lentamente, creía estar oyendo algún arpa ancestral, una melodía que anunciaba desde las murallas de la ciudad hacía las colinas lejanas que una flota de héroes griegos llegaba desde este. Me es difícil explicártelo, oía en aquel preciso momento, acompañándola a la forma de caminar, un arpa que insinuaba una danza que bailaría alguna célebre antepasada suya en un templo.
Un poco pensando en eso, le regalé al día siguiente una caja de música que compré a un albanés en un puesto en la calle. Esa misma tarde montamos de nuevo en el tren y después de un noche sin parar nos hospedamos en una fonda del puerto del Pireo. Fue entonces cuando hice la pregunta: «¿Quién eres?». «Cambiaría mucho las cosas si te contestase». Me respondió. «Depende de la respuesta». La dije. «Nadie está contento con las respuestas que no espera. Tampoco a veces con las respuestas de siempre, dudamos de lo que queremos. Las respuestas nunca nos dejan del todo satisfechos sólo matan partes de nuestra curiosidad.»
Mi compañero hizo una pausa del relato de aquel viaje para tomar la taza, empezaba a tenerle envidia por haber visto tantas cosas, y haber tenido aventuras en la tierra de Ulises. Reanudó el relato pero lo hizo en un tono más trágico.
Por la mañana no esperaba encontrarme con aquella sorpresa. Al despertarme no encontré a nadie junto a mí. sus cosas estaban allí ordenadas, bajé corriendo con un extraño presentimiento en mi interior. Las pesadillas deben ser la antítesis de una parte de nuestra felicidad, sobre todo de los que están enamorados y no lo saben aún. La vi sentada en una mesa mientras leía. Llevaba un nuevo vestido, también negro, podía vérsela resplandecer desde el final del mismo paseo. Tenía la sensación de acercarme a una mesa iluminada por un foco, donde una maga de dedos largos y blancos estuviera leyendo exquisitos saberes. Me senté a su lado. Desde allí se abarcaba todo el puerto del Pireo. No me dijo nada, yo tampoco.
Las explicaciones a su comportamiento llegaron el último día que la vi, sentados en una playa, yo junto a esa enigmática griega de ojos claros y melena morena, y la nariz apuntando fijamente al mar. Interesada en los impulsos de las olas, desplegando esbeltas amalgamas. Acusando tal vez, duelos y daños como un jarrón de la dinastía Ming curado con hilos de oro. Condensando en el significado interior de su mirada lo que alguien guarda en un estuche durante cien años.
«Las cariátides esperan. Miran al horizonte en esos momentos únicos. Pero esperamos solas en otra época»
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