A veces me sorprendo a mí mismo tratando de imaginar otra vida posible: ensimismado, absorto en mis pensamientos, observando desde el ventanal de mi oficina oscura la lluvia que cae. Algunos elementos de ese ambiente invernal me remontan en el tiempo, unos años atrás; entonces yo era un adolescente —casi un niño— y la existencia menos pesada.
Es como si mi mente estuviese cargada de recuerdos que se niega a abandonar, y tampoco relega al olvido; recuerdos que se tornan vívidos en la memoria, durante tardes grises y días fríos de final de año. Rostros y situaciones reaparecen sin previo aviso, voces me hablan al oído entre susurros y peticiones morbosas. ¡Imposible acallarlas!
—¿Estás bien? —me pregunta mi esposa cuando llama para recordarme que hoy es lunes, y debo recoger a los niños en el colegio.
No hay respuesta, a cambio sólo recibe mi silencio. Casi puedo escuchar su respirar mecánico, contenido, representa esas ganas infinitas de decirme algo, cualquier cosa, quizá una palabra de afecto, o una diatriba que conjure mi distanciamiento de una vez por todas. Pero nada sucede. Espera unos segundos y cuelga el teléfono. También ella sabe que hay ciertas cosas a las que es mejor no referirse.
Yo mismo desconozco cuál sería mi reacción. Sería como abrir una caja de pandora y verse obligado a reconocer lo que hay adentro. Al pensarlo, no puedo dejar de sentir un terror inaudito, injustificado; experimento una conmoción terrible cuando algo similar me sucede. Ya sabes: el pánico te acelera las pulsaciones, el sudor recorre por tu cuerpo helado y los escalofríos no te permiten el control de los movimientos de sentidos y músculos.
Después está ese olor nauseabundo. No sé de dónde proviene, cuál es el origen. “¿Qué olor, papi? Nosotros no olemos nada”. Puedo ver la mirada risueña, juguetona, en los ojos de mis hijos. Una afrenta infantil, una burla inocente que, aunque carente de malicia, me resulta cruel y dolorosa.
En el fondo, siempre ha sido así. Lo comprendí desde aquella vez, cuando tenía dieciséis años y traté de contárselo a Joel, mi mejor amigo. “Eres raro. Mejor nos damos prisa y alcanzamos a los demás”. Sí, es posible que Joel tuviera razón. ¿Acaso la vida se reproduce a sí misma a través de una postergación constante? ¿Vivir significa una interrupción prolongada de verdades absurdas?
Las palabras nos convierten en seres vulnerables. Las palabras hieren y lastiman a aquéllos incapaces de comunicarse, y entrar en contacto con el mundo de los otros. La ruptura es cada vez más visible, la separación un abismo entre yoes que conviven sin jamás conocerse.
No sé qué ocurre en mi interior, no logro descifrar el significado de mis miedos e inquietudes. Entre tanto, el semáforo ha cambiado de color, así que tomo la calle 25 y mi coche se pierde en la bruma que cobija la ciudad.
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