Mi abuela tiene un espejo frente a su camilla.
Antes de colgarlo, sus nueve hijos discutieron más de una hora si era prudente o no colocarlo ahí.
—¿Cómo van a permitir que mamá se vea así, anciana y enferma? —dijo una.
—¡Pero tiene derecho a no olvidarse de quién es! —respondió otra.
—Preguntémosle a ella, mejor —sugirió otro de sus hijos.
La madre de ellos, con su voz pausada pero decidida, les dijo a todos:
—Durante el tiempo que Dios me ha permitido vivir, he sido bendecida con muchas cosas. El Señor me dio una familia numerosa y un esposo amoroso. Tuve salud y, aunque he perdido un poco de memoria y se me sumaron otros males, sigo creyendo que todo forma parte del plan de Dios.
»Ustedes saben que mis manos tiemblan y que mi vista es borrosa. Extraño mucho ver las caracolas y los detalles de las plumas de las aves. También me encantaría poder ver los rostros de mis hijos y de mis nietos, pero me es imposible.
»Respecto a si necesito o no un espejo en mi habitación, la respuesta es sí. En la imagen borrosa del espejo, me veo sonriendo y abrazada a su padre. Me veo hace cuarenta años cuando ustedes eran unos críos y con su padre y conmigo comíamos en la mesa. Me veo con mis nietos y su abuelo, caminando en el rancho y pensando en qué será de ellos cuando crezcan. Me veo señalando aves y coleccionando caracolas.
Mi abuela no dijo más. Se recostó y esperó a que sus hijos aceptaran.
—Está bien —dijeron todos casi al unísono.
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