Azul y rojo


«Red and blue lights under the snow» por Anthony Easton (CC BY).

 

Azul. La bebida era azul. Tú solo pensaste: «Qué extraña…».

—Te va a gustar.

Música estridente. Un beat incesante, una canción vieja. Aún no has intentado hablar. Abres un solo ojo, todo está en horizontal. El sofá conocido, la habitación conocida y él, el viejo amigo o, al menos, conocido. Pero esto es desconocido: esta situación extraña, somnolienta, drogada; junto con esta sensación alarmante, roja, desesperada. Si la bebida había sido azul, la alerta era roja. Cada fibra capaz de producir alarma se despertó de golpe, palpitando en rojo por detrás de tus ojos, en tus sienes, dentro del pecho. La respiración agitada, roja. El beat incesante, rojo. Como las luces de las sirenas. En azul y en rojo. Azul y rojo.

Tu mano tendida hacia el frente, casi paralizada. Tu mente ralentizada cobra consciencia cuando lo ves acercarse y entrelazarla. Hincado a la altura de tus ojos, lo escuchas por sobre la música, en una habladuría incesante:

—Tú y yo… Desde hace tiempo… Pero cuando te vi hoy… No niegues que también tú…

Y entonces comprendes. Cuando su mano recorre tu cuerpo paralizado, comprendes del todo pese al sopor y el aturdimiento azulado. La música a todo volumen: «Well, I know we’re dying and there’s no sign of a parachute». Bueno, estás cayendo y nadie va a ayudarte.

Entonces gritas. Tu voz retumba en ecos como en una catedral, ahogada por el beat incesante, por las voces de la fiesta que sigue afuera, por completo ajena a ti, a tu pedido de ayuda. El eco hacia la nada.

Entonces, ningún salvavidas. Entonces, el esfuerzo sobrehumano.

Como puedes, te pones de pie. Buscas en la mesa, por detrás de su espalda, un arma, una defensa. Aferras lo primero que encuentras. Lo miras entre el mareo, es un abrecartas: el puño en forma de sirena y el extremo bien afilado. A falta de movimiento, la mente debe tornarse también afilada.

El beat sigue incesante. Sus manos siguen incesantes por todo tu cuerpo. Pero la habladuría se ha detenido. Ya ni siquiera hay labia fingida: el intento de elegancia ha salido por la puerta. «Can’t we get a little grace and some elegance…?». Tú solo quieres salir también por esa puerta. Ya no queda nada azul; ahora todo es rojo.

El grito que sigue nace de tu centro, acompañado del movimiento conjurado por la suprema fuerza de la supervivencia. La cola de la sirena, afilada, penetra su ojo izquierdo, por sorpresa. La sangre fluye en rojo. El chillido de dolor, amortiguado por el clímax del tema, mientras te sueltas de su abrazo y abres la puerta. «Why does there gotta be a sa-sa-sacrifice?». Tu mano abre la puerta; la libertad tras la puerta. Más allá se ve el cielo, que ya ha perdido su luz; el azul del cielo nocturno hacia el que corres y te liberas.

El maestro


Suspiré lentamente, mientras los labios carnosos del maestro recorrían mi cuello bañado por el sudor. Debo haberle recordado una fierecilla del bosque en ese instante, porque el cuerpo —reacio a obedecerme— se contorneaba de manera curiosa y descontrolada, haciendo movimientos suaves y pausados que dejaban entrever mi actitud indecisa. Traté de concentrarme e idear una estrategia, pero el esfuerzo resultó en vano. La premura del momento, lo incómodo de aquella situación, habían bloqueado por completo mi capacidad de reacción. Perpleja, casi al borde de una turbación llevada a los extremos, fui incapaz de aprovechar los primeros segundos de vacilación; después sería demasiado tarde.

Varias veces traté de evadirme, sin lograr mi propósito. No pretendía ceder a los caprichos de su naturaleza agresiva, ansiosa por controlar la resistencia que oponía, pero tampoco me interesaba someterme con facilidad a sus bajos instintos y deseos inconfesos; entretanto, un escalofrío atravesó mi espalda, dibujando una línea imaginaria hasta la zona baja de mi cadera. Me estremecí al compás de sus brazos rodeando mi cintura, y por el rabillo del ojo pude ver cómo las manos entrelazadas del maestro crearon una especie de fortaleza de la que me sería imposible escapar.

Me atrajo hacia sí, presionando mis pechos contra la carne fláccida que colgaba en lugar de los suyos, contaminándome con su calor y un leve aroma a perfume barato. Entonces quise decir algo, pero de mi boca no salió más que un débil susurro, que fue interceptado por el maestro como una señal de asentimiento: mi suerte estaba echada. Comprendí que cualquier empresa resultaría infructuosa, calmaría mi sed de caricias en un mar de peligros, lleno de criaturas salvajes y animales desconocidos.