No me busques, amor


Imagen: Davide Ragusa

No me busques, amor, que no te encuentro.

No susurres mi nombre,

borra de tu voz ese quejido noble,

calla esa lengua furtiva que devora.

No te pertenecen más las noches,

ni es respiro la furia de tus ansias.

No me busques, amor,

no me detengas con la piel de tu coraza.

Siénteme única, voraz, lejana.

Ya no vive mi música en tu aire,

y sin piedad te maldice mi silencio.

Deshojaste mi pasión con prisas contenidas

en un grito de dolor que ayer gritaba.

No me pidas, suplica por tu vida

que la mía se alejó por la ventana

dejando atrás tus puertas ya cerradas.

Difusa es la pintura que soñabas

envolviendo mis líneas y un aroma.

Frágil, suave y agitada

ha borrado mi pluma tu misterio.

No se muere el amor, ni la mañana.

Se ahogan los colores de dolor

y en tinta muere el alba y el deseo.

Amor, no me busques,

no dibujes con mis huellas caminos muertos.

Inventé para ti mil laberintos

y he cruzado sin tus manos

lágrimas e infiernos.

No me busques, amor, que no te encuentro.

Le pedí al espejo que te rompa

y a la luna que conjure tu veneno.

No me busques, amor,  borré tu cuerpo,

me escapé de tu beso y del recuerdo.

El vuelo infinito


andrew-worley-INFINITO
Imagen por Andrew Worley

Ella —no importa aquí su nombre— siempre imaginó tener una vie en rose hasta que una tarde cualquiera, mientras preparaba una fiesta familiar, se le reventó un globo. Fue entonces cuando recordó el suceso de días atrás, otro se le había escapado por la ventana.

En aquella ocasión intentó atraparlo de forma desesperada, pero el globo, empujado por el aire, se elevó azaroso hasta casi alcanzar una hilera de nubes grises y se perdió de vista, al igual que todo lo que había deseado conseguir en la vida. Él también, alguien inalcanzable y demasiado importante, tanto, que ella se sentía demasiado común.

Él tenía casi todo lo que deseaba y mucho más. Sin embargo, ella se consolaba con pintar sus anhelos en una pared o escribirlos sobre la almohada. Él, de cuyo nombre a veces prefería no acordarse, se despertaba ciego por tanta luz artificial y moría cada día un poco, sediento del paisaje y el calor que, todavía sin saberlo, solo ella, auténtica, tierna y veraz, podría ofrecerle.

Ella necesitaba cerrar sus ojos para estar con él, y él en un solo parpadeo se rodeaba de un enjambre de reinas vanidosas y complacientes. Pero él, a veces imaginaba un mundo más pequeño, el mismo donde vivía ella, una galaxia lejana y cercana a la vez, un espacio tejido de estrellas que abrazara a dos mundos.

Una mañana de abril él presentó su última canción, y ella sintió que le hablaba. Sonrió,  dibujando en su mente la idea de que, quizá, él podría mirarse en aquellos ojos o inspirarse en el fino y delicado cuerpo que no tenía ni de lejos el glamur y la perfección al que él seguramente estaría acostumbrado.

Ella, en sus momentos de calma y sosiego escuchaba esa canción, en un ansia de conocerlo un poco más y él, la tarareaba casi a diario para salir de una realidad aparentemente impecable y completa.

Al final del día, ella guardó el globo reventado en un cajón, como quien a pesar del dolor se empecina en atesorar un corazón roto. Y así, mientras ella trataba de llenar esa hueca ilusión, en otro punto del universo, él llegaba a un reconocido teatro donde una multitud lo esperaba para celebrar el lanzamiento de su primer single. Ella se hundió en el sillón y permaneció atenta a la televisión. Se imaginó allí, caminando ufana de su brazo; mientras él, mantenía una sonrisa arcaica y atendía con un desmedido entusiasmo a la prensa para huir de las enloquecidas fans que peleaban por un autógrafo, una mirada o una foto robada.

Ella lloró colgada en la añoranza de un tiempo en que creyó que sería feliz, mientras con el dedo índice acariciaba su nombre escrito en una página húmeda. Y casi al amanecer, se rindió al sueño, agotada de tanto llorarle al corazón a través de las líneas de aquel diario más ideal que íntimo.

Él, casi ahogado en alcohol, deshizo el nudo de su corbata y se sentó en la cama de aquel nuevo hotel en aquella desconocida ciudad. Apuró el último trago del whisky que pidió minutos antes y con su pulgar repasó las imágenes de su teléfono móvil con desgana, como un condenado que lee su sentencia de muerte.

Cuando despertó, ella tenía los ojos hinchados y trató de evitar la luz del nuevo día ocultándose bajo las sábanas. En la habitación de aquel hotel, él se recostó sobre la cama y miró hacia la ventana. Vio un globo, el único que sobrevivió a aquella extravagante fiesta nocturna. Se había enredado entre las plantas del balcón. Sonrió, dejando caer el vaso que sostenía sobre la alfombra. Recordó las fiestas infantiles de la escuela, el olor a comida casera en el jardín de la vivienda familiar, el suave tacto de su madre apartándole un mechón de su cabello y, años después, el primer beso en su dieciséis cumpleaños. Echó de menos aquella vida y al muchacho que fue.

Ella se dirigió al trabajo como un autómata. La música fluía a través de sus sentidos, era el refugio donde descansaba su alma y donde vivía amorosamente libre con él. Decidió cambiar el rumbo habitual y atravesó el parque descalza. Era temprano y el rocío de la mañana se sentía como un bálsamo bajo sus pies. Deseó quedarse ahí todo el día y de noche, buscaría escapar de aquella vida para siempre. Pensó en él, en su guitarra y en aquella última canción, para ella, de él, para los dos.

Finalmente, él se levantó y metió el globo en su habitación. Lo ató a una silla frente al escritorio y se sentó. Entonces, invadido por un gozo secreto cerró los ojos y la vio a ella. Sus labios desearon recorrerla con las mismas ansias con que escribía otra canción:

Someday, somewhere far from this gray, I will be in the blue of the sky. Can you see the color of this big balloon? This is my life, this is my heart talking about you… loving you even though it does not see you… 

(Traducción: Algún día, en algún lugar lejos de este gris, voy a estar en el azul del cielo. ¿Puedes ver el color de este gran globo? Esta es mi vida, este es mi corazón que habla de ti, que te ama aunque no te ve…).

© Nur C. Mallart

 

Ofrenda


Vivo en paz con el aire, junto a la brisa mi calma llega a cualquier alcance. Mientras viajo con los vientos, el fuego me dirige con su infinito combustible; nunca hiere, solo me impulsa con fuerza hacia adelante.

Cada sendero te enlaza en su cierre a un nuevo e inesperado destino.

Con las llamas me traslado hasta el elemental dormido, ese que en breves instantes pasa de la calma a lo salvaje; a pesar de todo yo al agua no le temo, solo le guardo admiración y genuino respeto, me seduce con su abrazadora humedad que siempre acaricia las pieles, las torna color cristal. Por ella me dejo llevar, su marea me pilotea, y si me dejo descuidar, su impecable fuerza a las profundidades me secuestrará.

Ojos cerrados, memorias reprimidas. Mi mente se despierta sobre la orilla de una playa serena, aparentemente desolada pero plagada de secretos. La arena brilla, se siente cálida pero no enciende brasas en mi cuerpo. La prosa en pausa, poco a poco recupero el aliento; se desemperezan las extremidades, los choques de marea contra tierra empiezan a vibrar en mis oídos. Escucho susurros curiosos que no parecen provenir del cielo, del mar o el calor que me afecta, tampoco parecen provenir de algún lugar particular en la brújula de mi presencia.

Sin embargo, guardo mis sospechas de que el origen de las voces anónimas surge directo debajo de mí. La tierra susurra y es claro que de mí espera respuestas, acciones, conexiones con la esencia elemental, o al menos eso me permito pensar.

Todo retorna a la tierra, hogar de la vida. A medida que muchas cosas crecen de ella, otra materia regresa para renacer. Fuente de canje entre los elementos, baúl de alquimia y epicentro de los ejes que mantienen los ciclos en eterno equilibrio.

En presencia del astro amarillo a mis baterías carga nunca faltará, y aunque los velos negros se impongan al final de cada tarde, mi cáliz de energía siempre vibrará en búsqueda de otra fuente de luz para alimentarse.

La curiosidad me lleva hasta la luna y en ella encuentro la virtud del balance, mi perfil cambia y simulo el rol del mar azul que a los movimientos del satélite plateado responden sin dudar como si de su capitán se tratase. El gran compás lunar lleva el timón de los océanos, marca con su presencia una cadena única de frecuencias por todos los puntos que ocupan la tierra, que viajan en el aire, procrean el fuego y cementan la química del trueno. A todos nos agita, de principio a fin, durante la vida hasta la muerte, y más allá.

Te diré un secreto que pocos aceptan, nunca deja de haber luz incluso al final del túnel.

Te elijo a ti


brooke-cagle-TEELIJOATI

Foto: Brooke Cagle (CC0).

 

Te elijo a ti, más que a las prisas matutinas

y al reloj que marca los pasos hacia esa calle desierta,

sin propósito ni miradas despiertas.

 

En este sueño sin miedos ni sentido, te elijo a ti.

Porque bailas en la cuerda floja del destino, dejándome caer,

sin esperar más de lo que hoy quiera ofrecerte.

 

Te elijo a ti, por encima de mis sombras y locuras,

por debajo de estas sábanas donde la vida comienza

cuando muerdes mis labios y atrapas mi deseo sin preguntas.

 

 

Te elijo a ti, en medio de esta vida congelada de diciembre,

lejos de las luces de este árbol desnudo de promesas,

llenando de vacíos y esperanza mis heridas de muerte.

 

Sí, te elijo a ti, igual que la vida abraza el aire,

con domingos de café y bicicleta; sin ruidos ni testigos.

Sin un «para siempre», solo tu alma en mi latido.

El tiempo del aire


Tic, tac, tic, tac, tic, tac…

Elena, sentada junto a la mesa del gran comedor, observa el reloj colgado sobre la butaca donde, hace muchos años ya, demasiados, había pasado horas meciéndose. Aquel era su rincón favorito de la casa de los abuelos.

Le parece imposible que ya no estén, que aquellas paredes ennegrecidas por las horas en las que el abuelo fumaba en su pipa de coronilla (regalo de su hija, la argentina, la tía Bere), ahora regenten un espacio tan lleno de recuerdos y tan vacío a la vez. Vacío. Últimamente esa palabra se ha convertido en el perro fiel que la acompaña a donde quiera que vaya, de donde sea que vuelva.

Horas antes Elena y su marido, Guillermo, habían discutido, igual que hacía dos días atrás, como la semana pasada, y la otra…

En esta ocasión, él insistía en que la casa debía ponerse a la venta. Aquel legado era una reliquia inútil si no se invertía en algo que diera dinero, y que considerara, incluso, los terrenos de alrededor, pues poseían un gran valor.

—Ese patrimonio es dinero, Elena, ¡pero debe moverse! Una herencia no vale nada si no sacas un beneficio, es lo que tus abuelos hubieran querido para ti y…

No lo dejó continuar.

—¡Cállate! A mis abuelos ni los nombres. Ni siquiera los conociste. ¿Qué sabrás tú de lo que querían para mí o ni siquiera de lo que yo necesito? Voy a ver la casa porque lleva demasiado tiempo cerrada. No he podido pisarla en muchos años. Te hablo de dolor, de algo que tú no entiendes… Que ni te interesa.

—Elena, yo…

—¿Me vas a acompañar entonces? Como te expliqué, voy a recoger unos papeles que le urgen a mi tía. Así que es todo lo que quiero saber: sí o no.

—Iremos temprano. Recuerda que a las 8 es la cena con el director corporativo y su esposa. No puedo…

—Me lo has dicho diez veces. No te preocupes, llegaremos a la hora, como siempre. Queda de paso.

En la casa, el silencio queda interrumpido por el martilleo incesante del tictac. Elena desea dormirlo, le duele demasiado ese tiempo que se detuvo el día del accidente,  aquella vida que ya no regresará, el mundo que habitaba entre el jardín, el colorido festín de la cocina, los cuentos del abuelo en la mecedora y los abrazos de Nana, su amada abuela.

Así se siente ahora, suspendida entre el ayer y un presente asfixiante, donde el aire está viciado, no hay ventanas ni paisaje. Incluso aquella casa, cerrada desde hacía varios años, parecía tener más vida que la suya.

Remueve con desgana la cuchara en el café que compró minutos antes. Observa la mesa y un pequeño manantial se desliza por sus mejillas. Recuerda las navidades alrededor de de ella: el ajetreo entre el comedor y la cocina; los manteles extendiéndose en el aire; las risas; los pasos apresurados de la servidumbre en el primer piso; el claxon de un coche; los gritos de alegría; las flores que cortaba la abuela en el jardín, con aquellas tijeras gigantes; el árbol presidiendo la entrada principal rodeado de niños (los primos de Argentina) que andaban curioseando entre los paquetes. Y Elena… Ella siempre de la mano de su abuelo, que ese día siempre se vestía de gala y se contemplaba largos minutos frente al antiguo y gran espejo de su habitación. Luchaba por acomodarse bien el nudo de la corbata, pero eso sí, siempre mostraba su mejor sonrisa.

¿Cómo me veo, cariño? ¿Crees que luzco bien?

Abuelo, pareces un rey decía Elena orgullosa.

El abuelo le acariciaba el mentón:

Y tú, tú eres mi princesa.

Abuelo, cuéntame del día que conociste a Nana.

Ah, sí… Cómo te gusta esa historia, ¿verdad? ¡Vestía tan elegante o más que hoy! –decía emocionado mientras se sentaba sobre la cama y llevaba a Elena a su falda.

No era la historia en sí, es que al abuelo se le iluminaba la cara cuando recordaba uno de los días más felices de su vida.

Porque el día más feliz fue cuando naciste tú, corazón.

¿Y cuál fue el día más feliz de Elena? Tuvo muchos durante su infancia y juventud, a pesar de que su madre murió al nacer y su padre desapareció de la faz de la tierra ese mismo día… Quién sabe, quizá todavía busca dónde comprar cigarrillos.

Pero ahora, a sus treinta y tantos le era imposible recordar uno solo. ¿El paso del tiempo los había enterrado o simplemente no existieron?

Elena sorbe el último trago de café. Se levanta, y muy despacio se dirige a la biblioteca. Teme abrir la puerta del lugar “más mágico y divertido del mundo”, pensaba siendo una niña. En esa estancia, donde el abuelo le había contado grandes e increíbles historias, ella había logrado imaginar muchos mundos. Cada libro era una nueva posibilidad, un sueño, algo que alcanzar, alguien que podía llegar a ser… Sonríe, acaba de recordar que allí hasta había jugado al escondite. En una ocasión, además, persiguió a una ardilla que se había colado por la ventana. El animalito puso de cabeza a todos los habitantes de la casa, y se armó un auténtico circo, porque la ardilla no apareció hasta muchos días después y había construido un nido entre Ana Karenina y Guerra y paz.

Elena, con la mano apoyada en el pomo, suspira… Por fin abre la puerta. El escritorio de roble del abuelo permanece intacto, tal y como lo dejó el día en que él y Nana murieron en la carretera.

No sufrieron. La policía dijo que el impacto del coche que los embistió al saltarse un stop les provocó una muerte inmediata. Sin embargo, Elena sabe que no fue así, a la abuela la encontraron abrazada a él, con su blanca cabecita apoyada sobre su pecho. Seguramente en un intento desesperado por revivirlo. Elena tenía 16 años y, como es lógico, la familia quiso evitarle todavía más dolor, pero al final lo supo, tal como se acaban descubriendo los secretos peor guardados, como en las películas, apareció en la escena en el momento más inoportuno y escuchó la conversación más incómoda y dolorosa que una niña, que tuvo que aprender a ser mujer demasiado rápido, pudiera digerir.

—Elena, es tarde. Tenemos que irnos —dice Guillermo desde la puerta.

Ella pasa su dedo índice sobre el polvo del escritorio, absorta, con la mirada fija en las formas desordenadas que dibuja sobre la superficie.

—Elena, por favor… Amor, es tarde. Nos esperan.

—Desde luego que sí, ya es tarde —dice Elena levantando tristemente la mirada.

Guillermo frunce el ceño. Ansioso, enciende un cigarrillo y da tres rápidas bocanadas.

—No me gusta que fumes aquí —le espeta Elena mientras saca unos documentos del primer cajón.

Guillermo se acerca y extiende su mano.

—Ven, vámonos ya.

Se toman de la mano con apatía y salen de la casa. Elena cierra sin llave. Bajan lentamente la escalinata que da al jardín y, de repente, ella se para en seco. Dedica una última mirada a aquella casa que había sido su hogar durante 20 años, el lugar que la vio nacer, que le enseñó lo mejor y lo peor del amor. El lugar donde creció y aprendió a ser ella misma, a ser valiente. Entonces se suelta de la mano de su marido.

—Elena, por favor, llegaremos tarde a esa cena. Sabes lo importante que es para mí.

—Quiero el divorcio —dice sonriendo, sin dejar de observar la casa.

—¿Cómo? Por Dios, Elena. No hagas esto. No aquí, no ahora…

—He dicho que quiero el divorcio. —Lo mira fijamente, impasible—. No pienso ir a esa cena ni a ninguna otra contigo. Lo siento.

Guillermo se pone las manos a la cabeza, mira a su alrededor, como buscando un aliado, un cómplice… o una salvación. Pero esta vez decide no luchar, se rinde. Temía ese desenlace más tarde o más temprano, aunque quizá no hoy. Siempre consigue, según él, desviar el tema, fingir que todo va bien, convencerla de lo contrario.

Guillermo se muerde los labios, le da la espalda y con los ojos anegados se dirige al coche. Después se oye el portazo que precede a la furia, al grito, a la rabia. Y finalmente, el ruido de un motor que va desapareciendo con la misma lejanía del camino que ya se deja atrás.

Elena se sienta en las escaleras. Se quita los zapatos, se suelta el cabello, se quita el anillo de «cansada» y se sacude el vestido con la misma intensidad con la que acaba de sacudirse esa vida que no le pertenecía, que no era vida.

Se siente más ligera. Está cómoda, está en casa. Respira la suave brisa, el aire es limpio. El tiempo no espera…

Tic, tac, tic, tac, tic, tac…