Centrifugando recuerdos (XXX)


Centrifugando recuerdos

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Son las seis de la tarde. El sol ha recuperado el terreno perdido y vuelve a caer a plomo sobre Granada. Luis ha dado cuenta de varias jarras de cerveza entre platos de chipirones, patatas bravas y mejillones al vapor. Está sudando y se siente pesado; sobre todo le pesan los párpados, empujados por la nube turbia que el exceso de alcohol ha colocado en su mente.

Se ha pasado buena parte del tiempo consultando la pantalla del móvil, esperando un mensaje que no ha llegado, hasta que, derrotado por la evidencia, ha decidido beber (más) para olvidar (más). Pulsa de nuevo una tecla cualquiera —«Es la última vez, se acabó hacer el pringao», proclama, como en la última media docena de ocasiones en que ha llevado a cabo la misma operación— y, de nuevo, deja caer el aparato sobre la mesa.

—Soy el campeón mundial de los pringaos —sentencia en un murmullo de voz pastosa.

Y entonces nota cómo le sube una ola de calor desde el estómago, que enciende los fuegos artificiales.

—Ya está bien.

En un arranque de indignación, agarra el teléfono y, sin dejar lugar a la prudencia, le escribe a Sara: «La culpa es mía por dejarme engañar, pero ya te vale. Ni una triste excusa… Adiós, Sara». Pulsa el botón de enviar y espera, todavía con la adrenalina latiéndole en las sienes. Unos segundos después contempla la aparición del doble “check” junto a la hora de recepción del whatsapp. «Ya no hay marcha atrás», reflexiona, despacio, como si las palabras le fueran apareciendo por fundido en el cerebro, lo que contrasta con la excitación que le araña en el estómago y le hierve en el rostro.

«Estás borracho, y en un rato te arrepentirás del calentón», escucha, muy lejos, como si un alguien incierto se lo susurrara a través de un tubo larguísimo acoplado al oído. Vuelve a soltar el teléfono sobre la mesa, pero golpea en el filo y cae al suelo. Algunos clientes de la terraza interrumpen sus conversaciones, desvían la atención atraídos por el incidente, e inmediatamente pierden el interés. Luis, con los movimientos aletargados, tarda unos segundos en agacharse para recuperar el cacharro.

—Mierda —maldice, al darse cuenta de que ha aparecido una grieta en la pantalla.

—Amigo, creo que necesitas una buena siesta.

Cuando Luis aparta la vista de la maltrecha pantalla se encuentra con la inevitable sonrisa de Aiman, que ha tomado asiento acompañado por una botella de agua de litro y medio y un bocadillo.

—Por fin llegó el merecido descanso —declara, al tiempo que propina un señor mordisco al bocadillo—. Es de sardinas. ¿Quieres?

Pero Luis no escucha. Está ahí, sabe quién es el muchacho que lo acompaña, pero todo su esfuerzo mental está concentrado en la frustración por haberse cargado el teléfono y, sobre todo, en buscar razones que den sentido al arrebato que lo ha conducido a despedirse de la mujer a la que ama.

—Se ha roto —anuncia lacónico, mostrando el móvil sin ningún entusiasmo.

Aiman mastica, traga y, cogiendo la botella con una mano, bebe.

—Si quieres uno nuevo, muy barato, conozco a un amigo que tiene una tienda aquí mismo —responde, entre bocado y bocado—. Aunque esa cara no es por el móvil, ya la llevabas puesta hace un rato.

Luis vuelve a concentrarse en el teléfono. Con cierto alivio comprueba que la pantalla, aunque atravesada por una grieta, sigue funcionando. Con gesto torpe abre una vez más el whatsapp y tarda un par de segundos en comprender que la señal azul junto al mensaje enviado a Sara significa que ya lo ha leído.

—Ahora sí que está —sentencia, con aire de derrota.

—Sí que está ¿el qué? —interviene Aiman, que devora el bocadillo a una velocidad sorprendente.

Luis levanta la vista y se encuentra de nuevo con los ojos despreocupados del camarero. «Es el tipo de persona que se adapta a cualquier situación», se escucha reflexionar. «Yo, en cambio, vivo en un agobio continuo… Y eso que llegó en patera…»

—Amigo, ¿por qué no te vas a descansar un rato? —Aiman se levanta y, decidido, se planta junto a la silla de Luis y le ofrece los brazos—. Vamos, que te acompaño. Aún me quedan veinte minutos.

Luis lo mira, y durante unos instantes valora el ofrecimiento. Hasta que cierra los ojos y, despacio, empieza a mover la cabeza de izquierda a derecha al tiempo que le aflora una sonrisa que no sabía que aún tenía.

—Colega, eres todo un descubrimiento. Anda, siéntate y disfruta de tus veinte minutos. —Se recuesta en la silla y desvía la atención a la Alhambra, siempre tan hechizante. Suspira y, aunque la nube continúa enturbiándole la mente, nota que las palabras se dirigen a la boca, listas para salir—. La he cagado. Mucho. —Aiman, de nuevo sentado, presta atención, pero no dice nada—. Le acabo de decir a la chica a la que amo, la que me ha llevado a cruzar el país de arriba abajo, que me largo. —Se echa hacia delante, apoya los codos en la mesa y deja descansar la cabeza sobre las manos abiertas—. ¿Qué hago ahora? Me dijiste que eras psicólogo…

Aiman ríe, y antes de contestar da varios tragos a la botella. Ya no hay rastro del bocadillo.

—Cómo os gusta dramatizar, ¿eh? —Deja la botella en un lado de la mesa, acerca la cara a la de Luis y se coloca delante las dos manos abiertas, con ocho dedos levantados—. Ocho años me llevó convencer a Hamida de que estábamos hechos el uno para el otro. Y, ya ves, cuando lo conseguí, me vine a España. —Luis observa inexpresivo, intentando descifrar el mensaje—. Los españoles tenéis demasiada prisa para todo. —Se echa para atrás y agarra de nuevo la botella— ¿Crees que un mensaje de teléfono, que has escrito medio borracho, es el punto final a una relación que no ha empezado? —dispara, e inmediatamente se acopla la botella a los labios.

—Supongo que tienes razón —es todo lo que se le ocurre a Luis como respuesta.

…………………………

—Cómo odio que me siga tratando como a una cría.

Tere mira a Sara, que como siempre que mantiene una conversación con su madre se pone a la defensiva y acaba de mal humor. El móvil suele pagar las consecuencias. Ve cómo rebota en el cojín y aterriza en el suelo. Sara resopla y se deja caer, probablemente más frustrada que cabreada, contra el respaldo del sofá.

—Que por qué me vuelvo a ir, que qué voy a hacer en la Alpujarra, que lo que necesito es descansar y centrarme, que cuándo voy a dejar de comportarme como una descastá, que si parece que no quiera saber nada de mi familia, con lo que ella se desvive por mí… ¡Es insoportable!

Tere la deja desahogarse. No tiene ninguna intención de entrometerse y sabe que abrir ese melón seguramente acabe en una discusión que no quiere mantener. Ella ya tiene bastante con lo suyo. Le duele la lengua de tanto mordérsela y el corazón de tanto reprimir sus sentimientos, pero ha decidido aceptar las cosas como son. «¿Se quiere ir? Pues que se vaya. Tenerla aquí en este plan es para volverse loca».

Tere vuelve a ver a su amiga abrazada a Luis y aprieta los labios. Después de todo, si se va tampoco él podrá tenerla. «Supongo que se cansará y acabará largándose». Y ese pensamiento la tranquiliza. «Ni pa ti ni pa mí, ea. Por lo menos, yo no me he metío una pechá de quilómetros pa ná». Y con una mueca que recuerda vagamente a una sonrisa, se sumerge de nuevo en el desfile de microhistorias, tan reales como insustanciales, que amistades a menudo desconocidas exhiben en Facebook.

—Me voy, Tere.

Tere echa una ojeada al sofá. Sara sigue en la misma postura, hablando de cara a la pared.

—Es lo mejor. Hay que saber cuándo las cosas no pueden ser, y ahora no puede ser.

Las palabras surgen monótonas, copiadas del discurso de la mala actriz protagonista de una mala película romántica. Tere decide seguir ejercitando el dedo índice sobre la pantallita.

—¿Por qué no te vienes conmigo?

Los acordes de ‘Emborracharme’, de Lori Meyers, toman el relevo a la pregunta.

«Empiezo a quererte.
Empiezo a pensar
que no hay un día
que no quiera verte,
y demostrar
todo el amor
que te mereces…»

La punzada en el estómago. Otra vez. Tere se remueve en la silla. Una fuerza irresistible la empuja a soltar todo lo que lleva tanto tiempo ocultando. Aunque acabara en desastre seguro que se sentiría aliviada… Pero no, aún no; por ahora seguirá ejerciendo de amiga. Levanta la cabeza y se encuentra con los ojos de Sara, que ha echado la cabeza tan atrás que le cuelga del respaldo del sofá. La postura es tan ridícula que Tere ríe de forma espontánea.

—¡Oye! ¡No te rías de mí! Sólo me faltaba eso, además de pena doy risa.

Tere se deja llevar por las carcajadas, y enseguida Sara se contagia. Ríen con ganas, y no importa el desencadenante, el caso es que ríen como si fuera la última oportunidad de hacerlo.

Tere deja el teléfono, se echa hacia atrás en la silla y se coloca las manos sobre el vientre. Cierra los ojos, y las lágrimas, qué importa si de alegría o tristeza, le resbalan por la cara.

Cuando los vuelve a abrir se da cuenta de que ya sólo ríe ella. Sara está de pie, al otro lado de la mesa redonda, otra vez con la angustia reflejada en el rostro. Es una mesa pequeña, suficiente para que tres amigas compartan una botella de vino en noches de insomnio. Tere echa de menos esa botella. No le va a poder dar un trago antes de conocer el porqué de esa cara. Está cansada. «No, por favor, no me cuentes más penas».

Sara se coloca a su lado y deja el móvil en la mesa. No necesita que le diga de quién es el mensaje.

«La culpa es mía por dejarme engañar, pero ya te vale. Ni una triste excusa… Adiós, Sara».

Tere se queda con la vista clavada en la pantalla. Se siente mezquina por alegrarse y no quiere correr el riesgo de que su amiga la descubra. «Ahora, díselo ahora». Busca la botella con la mirada. Necesita vino. El efecto de las cervezas y la marihuana hace rato que pasó. Arrastra la silla hacia atrás y se incorpora.

—Siéntate. Voy a buscar una botella de vino y lo hablamos.

Con mano temblorosa acaricia el hombro de Sara y se dirige a la cocina. Pero de nuevo, como unas horas antes, esa voz que no soportaría que desapareciera de su mundo la detiene a medio camino.

—¿Por qué me duele tanto si yo ya había decidido marcharme? —Un sollozo ahogado la obliga a interrumpirse—. Te necesito, Tere. Sé que soy una cría estúpida, pero necesito que estés conmigo.

Sara la mira suplicante. A Tere no le hace falta verla para saberlo. Con la mano derecha apoyada en el marco de la puerta de la cocina, se vuelve a arrancar un trozo de labio con los dientes. El sabor de la sangre consigue liberar un poco de tensión, pero aun así se lleva a la boca el puño izquierdo, tan apretado que si tuviera las uñas largas se las clavaría en la palma, y se muerde los nudillos.

«No tienes ni puta idea de lo que siento yo, de cómo me duele escucharte y saber que lo más a que puedo aspirar es a contemplarte mientras duermes y a acariciarte el pelo como lo haría una hermana».

—Deja que coja esa botella —resuelve, y entra en la cocina.

Sara se sienta, con la cabeza entre las manos y un tiovivo de imágenes girando a toda velocidad en su mente. En casi todas aparece Luis, pero el subconsciente también la obsequia con escenas de las pesadillas que la acosan. Los ojos agotados de su hermanita, rodeada de cables, le siguen aguijoneando el alma.

Tere reaparece con el vino y dos copas. Una ya la ha vaciado y la rellena mientras camina. Cuando llega junto a la mesa le da la otra a Sara, le sirve, y antes de dejar la botella, llena su copa hasta el borde y se la bebe sin apenas respirar. «A ver si reviento», piensa.

Sara también bebe, un par de tragos antes de proseguir.

—Sé que no puedes venirte mañana, no te pido eso. Pero ¿subirás el viernes? —Y antes de esperar la respuesta, añade—: Es lo que tenías previsto antes de que yo volviera, ¿no?

Sara vuelve a ser la niña indefensa. Desconcertante para cualquiera, menos para Tere. Siente el impulso de abrazarla y acariciarle el pelo, de volver a ofrecerle su hombro, de ser la amiga infalible, el apoyo incondicional. Y también siente el impulso de decirle que sí, que se va con ella, que a la mierda el trabajo, que no hay nada en la vida más importante que compartirla con la persona que amas… «Eso es lo que tendrías que decirle, que estás loca por ella. Ya está bien de disimular». Pero no, de nuevo reprime los impulsos. Los de amiga, porque el dolor que siente es lo bastante intenso como para desecharlo; los otros, porque todavía no ha bebido suficiente vino.

—Tere… ¿Estás bien?

Rellena la copa —ya sólo queda un dedo de vino en la botella— y hace desaparecer su contenido en un suspiro. Ahora Sara la mira preocupada.

—No, no estoy bien. —Tere toma aire, lo expulsa de golpe y se sumerge en esos ojos verdes asustados que la contemplan sin comprender qué ocurre—. No estoy nada bien.

—¿Qué… qué te pasa? —pregunta Sara, con la inquietud de quien intuye que preferiría no conocer la respuesta.

Tere vuelve a respirar hondo. Inspira tanto que imagina que le explotan los pulmones, y ahora deja escapar el aire despacio mientras nota cómo le tiemblan todos los músculos. Antes de hablar ve la botella sobre la mesa, la coge, y exprime hasta la última gota de vino.

Sara cierra los ojos.

—Te quiero.

Las palabras recorren el trayecto despacio, flotando a duras penas, como si corrieran el peligro de caer al suelo, desde los labios de Tere hasta las orejas de Sara. Ascienden pesadamente por los conductos auditivos, y las neuronas, perezosas, se resisten a decodificar el mensaje, pero acaban haciéndolo. «Te quiero», resuena en el cráneo de Sara, que mantiene los ojos cerrados.

Tere aguanta la respiración, ansiosa por conocer la respuesta, pero a la vez aliviada por haberse atrevido a dar el paso. Y entonces Sara la mira y, con toda la dulzura del mundo, toma la mano derecha de su amiga del alma entre las suyas. En su expresión hay ternura.

—Yo también te quiero.

Durante un par de segundos Tere busca algo más en esa mirada cálida que la abraza, pero no, sólo hay ternura, y siente cómo la invade la tristeza, una tristeza como no la ha sentido nunca, que la obliga a bajar la mirada. Con suavidad, aparta la mano, se levanta lentamente y, sin pronunciar palabra, se aleja por el pasillo como un alma en pena.

—Yo también te quiero —murmura Sara, con las lágrimas brotando despacio y en silencio.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXIX)


Centrifugando recuerdos

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Por primera vez en días Luis siente que la ducha sirve para algo. La consecuencia más evidente de la tormenta es el descenso de la temperatura, que hace que pasear por las callejuelas del Albayzín, sometidas un par de horas antes al tormento solar, ahora sea un ejercicio agradable. Incluso hay momentos, cuando una nubecilla despistada se interpone entre el sol y sus víctimas, en que la brisa proveniente de Sierra Nevada provoca algún escalofrío entre los más frioleros.

A Luis esa sensación de frescor lo reconforta. De camino al garito donde trabaja Aiman le da vueltas a su ardiente encuentro con Sara. No ha dejado de hacerlo desde la extraña despedida, al principio bastante molesto, pero luego más animado, tratando de relativizar la manera en que ella se lo quitó de encima. Ya la conoce lo suficiente como para empezar a acostumbrarse a sus reacciones imprevisibles. Y aunque que lo despidiera le sentó como una jarra de agua fría, conforme recorre las calles, momentáneamente a salvo de la insolación, trata de quedarse con la parte positiva. «Luego nos volveremos a ver, no va a pasar como en el cámping», se repite a cada pocos pasos, y cierra los ojos para volver a sentir los besos y las caricias.

Instintivamente se echa mano al bolsillo del pantalón y saca el teléfono móvil. Como hizo cinco minutos antes, comprueba que no ha recibido ningún mensaje, y de nuevo reacciona con un resoplido de fastidio. «No seas paranoico, aún no son ni las —vuelve a mirar el móvil para consultar la hora— cuatro. Déjale un margen de tiempo». Guarda el teléfono y coge un cigarrillo; lleva unos cuantos desde la despedida. Se detiene un momento para encenderlo y cuando levanta la vista se da cuenta de que casi ha llegado.

Aspira una bocanada de humo y la expulsa lentamente, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, sintiendo la calidez agradable de un sol momentáneamente aplacado. Y entonces, acudiendo a la llamada del bienestar, aparece en su mente la cara de Sara, salpicada por incontables gotas de lluvia, con las mejillas encendidas, los ojos sonrientes, y el pelo cayéndole en bucles chorreantes sobre los hombros desnudos. Necesita otra calada, aún más intensa que la primera.

Se da cuenta de que la mano derecha ha regresado al bolsillo del pantalón.

—Basta —se reprocha al tiempo que abre los ojos y retira la mano.

Enseguida localiza la terraza del bar que está buscando. Aiman se mueve entre las mesas con la habilidad de un camarero experto, transportando bandejas cargadas de jarras de cerveza y platos con patatas bravas, chipirones, pinchos morunos, olivas y otras exquisiteces. Entre viaje y viaje se detiene unos segundos a limpiar las mesas que quedan vacías con la bayeta que lleva colgada en el pantalón, y ante cualquier llamada, invariablemente levanta la cabeza y responde con una sonrisa.

—Perdona, ¿tienes una mesa para mí?

—Un segundo, señor —responde Aiman a la pregunta del nuevo cliente, mientras acaba de cargar en la bandeja los restos de una mesa que ha dejado libre un animado grupo de jubilados franceses.

Luis aguarda a un par de metros, conteniendo a duras penas la sonrisa que tiene preparada para cuando el camarero se dé cuenta de quién está esperando.

—Hombre, mira a quién tenemos aquí. —Ambos ríen, y Aiman lo saluda con una palmada cómplice en el hombro—. No me digas que te acabas de levantar —le suelta, burlón.

—Qué va, no he currado tanto como tú, pero tengo la sensación de que han pasado dos días desde que me levanté. La verdad es que llevo una semanita que más bien parece un mes.

—Ya, ya. Bueno, ahora no tengo tiempo de cháchara. —El muchacho hace un gesto con la cabeza señalando el trabajo que se le acumula—. Después de la tormenta han salido todos como caracoles y se me están amontonando. —Ríe—. ¿Qué te pongo?

—Una jarra de cerveza y unas bravas.

—Marchando.

Aiman, bandeja en mano, da media vuelta con la agilidad de un gato, propina otra palmadita a Luis, y se escurre entre las mesas, recuperando jarras, copas y platos en su camino hacia el local.

Luis se sienta, otra vez frente a la Alhambra. Durante unos segundos la maravilla nazarí desaloja al resto de pensamientos, pero enseguida debe compartir espacio con la imagen de Sara contemplándola con devoción desde los jardines del Palacio de los Córdova. Ahora Luis ya sólo ve su vestido floreado, su espalda desnuda y su cabello flotando sobre los hombros.

Suspira. Piensa en encender otro cigarrillo, pero consigue resistirse y en lugar de rebuscar en el bolsillo repiquetea con los dedos sobre la mesa metálica. «¿Me habrá escrito ya?». Ahora necesita volver a comprobar el móvil, pero la oportuna llegada de Aiman pone freno momentáneo a la obsesión.

—Una jarra bien fría. —El camarero deposita la cerveza en la mesa, acompañada por unas olivas y unas anchoas—. Ahora traigo las bravas —añade, sin detenerse un segundo más de la cuenta.

Antes de cogerla, Luis se fija en las gotas que resbalan por el vidrio y se van depositando en la base, formando un charquito. Inmediatamente lo asalta el recuerdo de la noche en el cámping, cuando Sara lo sorprendió dibujando con el dedo mojado en la mesa. Sonríe, es un recuerdo agradable. Aquella noche fue el desencadenante de todo. «O no». Se remueve en la silla, no es la reflexión que esperaba, pero su cerebro suele hacerlo, poner en duda sus decisiones.

Da un largo trago a la jarra, con los ojos cerrados para concentrarse mejor en el placer de sentir el líquido helado deslizándose por la garganta. Cuando la deja de nuevo en la mesa vuelve a centrar su mirada en la Alhambra.

«No es sano que toda tu vida gire en torno a alguna mujer». Luis no quiere oírse, menos en un momento en el que lo que tocaría es disfrutar, del paisaje, de la cerveza, de la libertad de hacer lo que quiera… «¿Lo que quieras? ¿Lo que quieres es estar siempre a merced de las decisiones de otra persona? ¿Y si no te llama? ¿Y si Sara pasa definitivamente de ti? ¿Qué harás? ¿Lo aceptarás, o seguirás arrastrándote detrás de ella?»

—Mierda —farfulla entre dientes. Agarra la jarra y bebe hasta que el frío y el gas amenazan con hacerle explotar la cabeza.

—Eh, pues sí que estabas sediento. —Aiman deposita en la mesa el plato con las patatas bravas—. ¿Te traigo otra?

Luis lo mira algo desconcertado, como si fuera la primera vez que ve al camarero, como si no comprendiera lo que dice.

—Uf, a ti te pasa algo. Llevo tanto tiempo sirviendo cervezas a tipos solitarios que me conozco todas sus expresiones. —Luis amaga con objetar algo, pero sólo balbucea sin convicción—. No hay que ser un lince para adivinar que tiene que ver con la chavala que nos abrió la puerta. ¿Me equivoco? —El camarero acompaña sus palabras con un guiño, y vuelve a escurrirse mientras anuncia—: Ahora te traigo otra birra.

Luis se recuesta en la silla. «Siento algo fuerte por ella, no es un capricho, ni una necesidad enfermiza. Y sé que ella también lo siente por mí, aunque haya algo que la frena». Ya no queda cerveza, y en el lapso de decidir pinchar una patata aparece el impulso de consultar el teléfono. Esta vez no lo reprime, y una mueca de decepción es la respuesta a la falta de novedades.

Con un gesto brusco deja el móvil sobre la mesa, que se desliza hasta la otra punta. Sabe que tendrá que ser él quien le escriba, y quien la llame después de que no responda a sus mensajes.

Se lleva una patata a la boca, y mientras la saborea con gesto resignado acude a su mente una tarde cualquiera en una terraza de Barcelona junto a Laia. No hace mucho de eso. Recuerda lo bien que se sentía estando con ella, cada una de esas tardes de las que sólo cambiaba el escenario; era todo lo que necesitaba, saber que ella estaba allí, con él. Pero también recuerda la angustia, esa sensación que conforme pasaba el tiempo se hacía más intensa. Luis sabía que la estaba perdiendo, que aquella rutina a ella la estaba matando. Una de esas tardes, una cualquiera, dejó de hablar. Hasta entonces había aprovechado aquellos momentos de complicidad, de estar juntos por el gusto de estarlo, porque era lo que querían hacer, para exponer sus sueños, sus inquietudes, sus dudas, para hablar sobre lo mal que estaba el mundo y buscar soluciones. Pero en realidad no era un diálogo, él nunca cumplió su parte del trato; se limitaba a escuchar y a asentir. Porque ella era la protagonista de todos sus sueños e inquietudes. Su mundo giraba en torno a Laia, la posibilidad de perderla era el único mal que ocupaba sus pensamientos.

«No se lo decías para no asustarla. Te conformabas con escuchar porque toda tu ambición era estar con ella, y la mataste de aburrimiento».

—No quiero pensar más en Laia. Ese capítulo está más que cerrado —murmura, y se lleva una oliva y una anchoa a la boca.

«Eso es lo que dices, pero pregúntate esto: ¿la querías de verdad? ¿O simplemente querías que estuviera contigo? Sé sincero: en realidad nunca te interesó nada de lo que te contaba».

—Vete a la mierda —maldice entre dientes, y en ese momento llega la jarra salvadora. Se la arrebata a Aiman de las manos y se bebe la mitad de una vez.

—Amigo, estás fatal. Si puedo, me escaqueo un rato y me lo cuentas. Aquí donde me ves, me llaman el psicólogo del Albayzín.

Luis posa la mirada en la sonrisa triunfal del infatigable camarero y no puede evitar que se le dibuje también a él un esbozo de sonrisa.

—Creo que ni el mismísimo Freud encontraría explicación a lo mío.

 …………………………

Tere observa a Sara. Dormida transmite toda la paz que le rehúye cuando está despierta. Querría acariciarla, despacio, y tomarse su tiempo para besarla por todo el cuerpo. Podría. Si lo hace con la suficiente suavidad seguramente ni llegaría a despertarse. Se ha quedado dormida en el sofá, con el murmullo de fondo de uno de esos programas odiosos de la tele.

Tere está apoyada en la ventana, fumándose un porro y bebiendo cerveza. Lleva unas cuantas latas desde que llegó del hospital. «Te sientas con su cabeza apoyada en el regazo y puedes empezar acariciándole el pelo y besándole la frente». El impulso es grande, más con la acumulación de alcohol en la sangre y el aliño de la marihuana. Pero aún no ha desaparecido del todo el punto de consciencia que la hace contenerse, que le advierte que cruzar esa frontera sería poner el punto y final a toda una vida juntas.

—Mírala, cuánta inocencia transmite, cuánta necesidad de cariño, de que alguien cuide de ella de verdad. —Tere se da la vuelta, expulsa el humo por la ventana y da otra calada con vistas a la Alhambra—. Yo puedo hacerlo, cuidar de ella… Es lo que hago. —Apura la cerveza y apaga el porro contra el alféizar, con presión creciente conforme aumenta su frustración—. La mayor putada que le puede ocurrir a una estúpida bollera es enamorarse de su mejor amiga hetero…

Se fija en la lata, y un segundo después la estruja con rabia. Sara duerme plácidamente.

—¡Una puta mierda! —grita Tere desde la ventana, como si quisiera que se enterase toda Granada.

Algunos transeúntes levantan la cabeza, a tiempo para asistir al vuelo de la lata.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXVII)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

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Después de salir de la ducha, Tere saca una cerveza de la nevera y se dirige a la ventana del comedor para bebérsela despacio mientras contempla cómo se deshacen las nubes sobre la Alhambra.

Como a media Granada, la tormenta la pilló por sorpresa y llegó a casa hecha un asco. La habitual mezcla del sudor propio con los inevitables aromas corporales de los pacientes de urgencias que impregnan la ropa, y que siempre tiene la impresión de que es imposible hacer desaparecer del todo, había adquirido una consistencia extra con las salpicaduras rebozadas en polvo, barro y las múltiples sustancias que habitan en el pavimento. Ser víctima de la tormenta más furiosa que recuerda era el epílogo perfecto a otra agobiante jornada en el hospital, con las urgencias colapsadas, sin aire acondicionado, con los vestuarios eternamente en obras.

El sistema de climatización lleva una semana en “huelga”, por mucho que desde dirección se hagan los ofendidos ante la acusación de que, para ahorrar, sólo lo ponen en marcha unas pocas horas al día.

Tere da un trago a la cerveza y cierra los ojos mientras disfruta del frío líquido que le baja por la garganta. «Qué bien sienta», piensa, y cuando abre los ojos se queda mirando el botellín entre las manos. Entonces regresan a su mente las patéticas escenas que se repiten a diario en el hospital. Apenas lleva seis meses trabajando allí, pero le bastaron un par de semanas para comprenderlo todo.

Apoyada con los brazos en el alféizar, niega con la cabeza, y un segundo después vuelve a ahogar la indignación en cerveza, un trago largo que le sienta maravillosamente.

Ella se mantiene al margen de las disputas políticas, pero lo que está claro es que en urgencias los termómetros revientan, y por mucho que hayan colocado unos cuantos ventiladores, aquello es insufrible. Frío en invierno, calor en verano. «La crisis, claro. No hay dinero para gastar en la sanidad pública», se dice, acompañando el pensamiento con una sonrisa irónica y un último trago que vacía el botellín.

Las quejas de los usuarios, que esperan hacinados, se multiplican con cada nuevo día, y ella no puede por menos que escuchar y asentir con la cabeza gacha. Significarse más allá no es una opción prudente cuando eres la nueva y sólo puedes perder.

—Vaya mierda de país —sentencia, y enseguida se da cuenta de lo ridícula que suena la frase pronunciada frente a la Alhambra y las magníficas montañas de Sierra Nevada. En ese momento, además, un espléndido arco iris pone la guinda a la postal.

No puede evitar que se le dibuje una sonrisa mientras contempla embobada el paisaje, hasta que un retortijón le recuerda que necesita comer. Se incorpora, y cuando se dispone a dar media vuelta para dirigirse a la cocina, sus ojos captan un movimiento en la calle, a pocos metros del portal.

Podría no haberle dado importancia. Total, continuamente pasa gente por la calle, y no es raro que haya quien se pare cerca del portal. Tampoco lo es sorprender a parejas besándose o en actitud cariñosa, como ésa en la que se posa su mirada. Un chico y una chica empapados, como lo estaba ella sólo un rato antes, cogidos de la mano, de pie uno en frente del otro, ajenos a lo que ocurre a su alrededor. Y entonces se acercan, juntan sus cabezas y se besan, despacio; un beso dulce e intenso.

Tere se queda ahí, clavada al suelo, como lo están sus ojos en la pareja, y entonces nota el frío. Se lleva los brazos al pecho y se frota suavemente los hombros descubiertos. Aunque en realidad la temperatura no ha bajado tanto como para tener frío. Una parte de ella encuentra la explicación en lo mucho que echa de menos un abrazo como el que en ese instante conforma todo el mundo de la pareja de abajo. Un abrazo de ella.

Porque aunque sólo lo reconozca en los momentos más bajos, y sólo en la soledad de su cama vacía; aunque bromee sobre sus sentimientos con la mujer que ahora besa al chico que ha venido en su búsqueda desde la otra punta del país, la quiere para ella, y por eso íntimamente repudia ese beso y ese abrazo. Por eso mira a Sara con rencor, y al tal Luis con rabia. Aunque jamás vaya a admitirlo.

«Es mi amiga, es como una hermana. Sólo puedo alegrarme porque por fin encuentre a alguien que la quiera de verdad», se escucha reflexionar, y se abraza más fuerte, porque el frío se hace más intenso. «Como la quiero yo», remata desde el inconsciente.

En la calle el sol continúa ganándole terreno a las nubes. Ya no llueve, ni siquiera chispea. De vez en cuando se oye un trueno lejano, como advirtiendo que la tormenta se va, pero sólo a reponer fuerzas. Ya tampoco hay arco iris. La calle recupera su actividad habitual. La lluvia pronto será un recuerdo curioso en la memoria de granaínos y visitantes.

Finalmente, Tere se retira de la ventana y, arrastrando los pies, aún refugiada en sus brazos y con la mirada perdida en imágenes que nunca llegarán a materializarse, se dirige a la cocina. Con movimientos ralentizados deja el botellín sobre el mármol, el mismo mármol donde esa mañana, muy temprano, dejó un plato con piononos para Sara, y una nota, «la maldita nota donde la animaba a quedar con él», se reprocha, demasiado tarde ya.

—Ya está bien. Tú no eres así. No eres el tipo de persona que se arrepiente de sus decisiones, ni que se recrea en su desgracia.

Tere agarra el tirador de la puerta de la nevera y la abre con decisión, molesta consigo misma por dejarse vencer por la autocompasión. Recorre el contenido con la vista, tratando de decidir qué comer, pero entonces toma conciencia del nudo que le oprime el estómago, y el cabreo aumenta.

—¡Idiota! —sentencia, con un portazo que hace temblar el frigorífico.

Se golpea las sienes con las manos y se queda inmóvil durante unos segundos, con los dedos aferrados al pelo.

«¿Qué mierda vas a hacer ahora que te has dado cuenta de que te duele más verla feliz con un tío que acosada por los recuerdos?»

—Nada, no voy a hacer nada más que alegrarme por ella —se fuerza a afirmar, como si así se borraran de un plumazo todos esos sentimientos traicioneros.

…………………………

Sara se siente como una de las hojas secas que, en el jardín del Palacio de los Córdova, bailaba con el viento. Se deja llevar por los sentimientos, sin oponer resistencia, y una oleada de sensaciones arremete contra ella, sin darle respiro ni dejarle opción de pensar.

No piensa; sólo siente. Y aunque todo en ella es sentir, no sabe qué siente por Luis; no se ha parado ni un segundo a pensarlo. Sólo sabe que eso que está viviendo le gusta. Disfruta de la excitación, del contacto físico, de sus ropas mojadas, del pelo chorreante, y desearía que la tormenta no cediera ante el rey sol, porque la lluvia salvaje formaba parte de la magia, y no quiere que el hechizo se rompa.

Mientras recorren las empinadas calles del Albayzín, solitarias aún bajo los coletazos de la tormenta, Sara se siente libre, despojada del lastre de los recuerdos, como si no fuera ella…, como si fuera más ella que nunca. Pero ya no llueve, ni siquiera chispea. Las nubes han huido, cediendo ante los rayos implacables de un sol al que todavía le quedan largas horas de reinado. Las calles recuperan su actividad habitual, la magia desaparece.

Y ahí está él, devorándola con ojos rendidos, con la mirada de quien tampoco piensa, súbdito entregado del imperio de los sentidos.

Se abrazan y se besan una vez más, aunque ahora Sara ya no puede evitar mirar de reojo, concurrida como vuelve a estar la calle, ni frenar el impulso que la empuja a saborear cada instante. Las manos de Luis vuelven a descenderle por la espalda, y antes de que lleguen más abajo ella deshace el abrazo, con suavidad, mientras le toma una de las frustradas extremidades exploradoras.

—Ya hemos llegado —anuncia, con un rápido giro de cabeza que confirma dónde se encuentran.

—Pues subamos… —se aventura a sugerir Luis. Sus dedos juguetean con los de ella.

Sara duda. Su cuerpo no podría desearlo más, pero sin el poder de la magia influyendo en su cerebro, ya vuelve a pensar, y hay muchas cosas a tener en cuenta antes de entregarse a una tarde de sexo. El después, por ejemplo.

—Vas muy rápido —responde con una media sonrisa que Luis no sabe si interpretar como parte del juego. Para comprobarlo, trata de besarla otra vez, pero Sara se aparta hábilmente—. No, de verdad, mira cómo vamos. Estamos hechos un asco. Necesito otra ducha y descansar un rato.

Luis sonríe.

—Pues eso. Subo, nos duchamos, descansamos, y…

Con movimientos suaves, intenta atraerla hacia sí, pero ella se escurre como una anguila y se planta ante la puerta cuya apertura, sólo unas horas antes, lo puso a salvo de aquellos salvajes.

—En serio. Ha estado muy bien, pero Tere debe estar a punto de llegar, si no lo ha hecho ya —mira hacia la ventana del comedor, de donde cuelgan dos tristes macetas que no hace tanto contenían dos hermosos geranios que le regaló su madre. Tere ya no está asomada. En ese momento ya ha salido de la cocina y se dirige a su habitación—, y necesito ordenar mis ideas —murmura, tan flojo que Luis no la escucha.

—¿Necesitas qué? —El joven se aferra a la mano de ella, deseando con todas sus fuerzas que Sara siga dejándose llevar por el impulso animal. «Tú lo deseas tanto como yo, y sin embargo hay algo que consigue que te resistas», piensa, mirándola a los ojos con toda la intensidad de que es capaz.

Antes de contestar, Sara recupera su mano y se cruza de brazos. Empieza a mirar a un lado y a otro con nerviosismo creciente —«Vaya pintas, estamos dando el espectáculo», interviene su parte racional, contribuyendo a incrementar su incomodidad—, se muerde la parte interior de los labios y mueve los pies, inquietos. Ahora ya no le da igual que sus sandalias estén empapadas.

—Pues eso, una ducha, y tú también. —De repente se le ilumina la bombilla—. No puedes ir con esa ropa toda la tarde, vas a coger una pulmonía. Mira, si te parece nos damos un rato para arreglarnos y luego quedamos para tapear algo.

A Luis le suena un poco a estrategia para librarse de él y empieza a mosquearse. «¿Qué más da Tere y la ropa mojada? ¿Tú crees que estoy pensando en mi ropa? Si lo que quiero es quitármela y quitártela a ti, y tú también lo quieres… Al menos hace cinco minutos lo querías». Pero nada de eso sale de su boca. Sabe que lo único que puede hacer es aceptar la situación y confiar en que la propuesta siga en pie cuando el sol decida retirarse a descansar.

En la mano derecha de Sara ha aparecido un juego de llaves, y sin que él haya tenido conciencia de ello, se ha ido acercando tanto a la puerta que ya está apoyada contra ella. Sólo espera el trámite de la aceptación de él para abrir y desaparecer en el interior.

—Vale, nos vemos luego.

Sara asiente con la cabeza y un atisbo de sonrisa, pero no repara en la expresión resignada de él. Ya ha abierto, y cuando la puerta vuelve a cerrarse, Luis sigue ahí, preguntándose con qué parte de lo vivido durante las tres últimas horas debe quedarse, incapaz de discernir qué Sara es la real. «Las dos lo son, y no debe ser nada fácil que convivan en una misma persona», concluye, mientras comienza a alejarse, con andar cansino, rumbo a la pensión.

—Me ducho y me bajo a donde Aiman. Necesito unas bravas y una cerveza para pensar con más claridad. —Se detiene un instante y levanta la vista hacia el cielo—. Por lo menos, parece que el calor nos da algo de tregua.

Retoma la marcha y echa mano a un cigarrillo.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXVI)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

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Unos metros más adelante, Sara se sienta en un murete, junto al busto de piedra de un león. Aún no ha pasado un día completo desde que se despidió de la vieja estatua.

—Es impresionante, ¿verdad?

Luis se sienta a su lado.

—El qué, ¿tu vestido? —pregunta, en un nuevo arranque de atrevimiento espontáneo.

Sara ríe y se lo queda mirando. Está muy cerca. «Bésalo», se oye pensar. «Calla, ¿estás loca?», se reprocha con poca convicción. Luis parece captar el impulso reprimido de ella y eso lo envalentona. «Bésala, te lo está pidiendo», pero tarda demasiado en decidirse. Sara se aparta un poco y dirige su atención a la Alhambra, omnipresente.

—Me refiero a esa maravilla.

Luis cierra los ojos un momento. «Tienes que decirle lo que sientes. No has venido hasta aquí para tontear como dos adolescentes». Recuerda aquella primera cita con Berta, lo excitado que estaba por tenerla a su lado en el cine. Recuerda las sensaciones que lo dominaban, pero apenas nada de la película. En su cabeza se proyectaba otra película, en la que él alargaba su mano hasta encontrarse con la de ella; entonces ella apoyaba la cabeza en su hombro, mientras se acariciaban con los dedos; y acababan abrazados y besándose apasionadamente. Pero aquello sólo ocurrió en su imaginación. La realidad fue mucho más prosaica. «¿Te ha gustado?» «Sí». «¿Te apetece un refresco?»«Vale». Los únicos besos fueron los de despedida, en la mejilla.

Sara suspira.

—¿Por qué has venido, Luis? —pregunta, sin dejar de mirar a la Alhambra, en un tono que más que pretender una respuesta parece un reproche.

«Porque estoy colado por ti. Porque has puesto patas arriba mi vida y desde la noche que te marchaste no puedo apartarte de mis pensamientos». Un flash en el que aparece el torso desnudo de Íngrid, sobre la cama de un hotel, se cuela insidioso en su mente. Luis aprieta los párpados y se muerde los labios. «Porque quiero que me dejes entrar en tu vida». Pero no, nada de eso sale de su boca.

—Ya lo sabes.

Sara ríe, pero ya no es una risa fresca y traviesa, sino más bien la risa desganada que tan malas vibraciones transmitió la noche anterior. Luis busca sus ojos, que se resisten a abandonar la seguridad del recinto nazarí, pero finalmente lo hacen, diríase que como resultado del efecto de la gravedad. Su mirada cae despacio y, antes de seguir su camino hacia el suelo, se detiene en las retinas de él, lo justo para trasladarle de nuevo una sensación de tristeza inexplicable.

—¿Qué te pasa? Hace un momento estabas espléndida, y ahora, de repente…

—Parezco un alma en pena. Lo sé. Esa soy yo. No sé qué película te habrás montado por tu cuenta, pero estoy muy lejos de ser una chica alegre con un vestido bonito, que se pasa la vida riendo y flirteando con desconocidos que vienen a verla desde el quinto pino.

Luis está perplejo. No sabe cómo responder a los cambios de humor de Sara y teme que cualquier cosa que diga precipite el final del encuentro.

Una nueva ráfaga de viento irrumpe en la escena. Esta vez con la fuerza suficiente para arrastrar hojas secas y algún envoltorio de plástico olvidado en el suelo por visitantes descuidados.

Un pequeño escalofrío recorre la espalda de Luis. Sara se cruza de brazos instintivamente, para protegerse del frío inesperado, y levanta la vista hacia el cielo.

—Se acerca una tormenta —anuncia.

Luis observa las nubes amenazadoras provenientes de Sierra Nevada y respira aliviado: el repentino cambio de tiempo le ofrece la escapatoria del callejón sin salida en el que se encontraba la conversación.

El viento vuelve a soplar, y ahora empieza a ser molesto. Sin embargo, hojas, plásticos y papeles celebran su llegada interpretando espontáneas danzas aquí y allá. Las nuevas ráfagas arrastran polvo y arena, que chocan contra los cuerpos y se meten en los ojos. Sara y Luis agachan la cabeza. El viento se ensaña con la melena de Luis y balancea la coleta y los pendientes de Sara.

—Se va a liar una buena —advierte ella—. Más vale que nos pongamos a cubierto.

Luis ve cómo se incorpora, y cómo una ráfaga traviesa le levanta el vestido, dejando al descubierto unos muslos suculentos.

—¡Uuuuuhhhh! ¡Si voy a salir volando!

Sara se lleva las manos a las piernas para tratar de devolver el vestido a su sitio. Ríe, y Luis se relaja. Cuando se pone en pie, el primer trueno, aún lejano, les advierte que no van a disponer de mucho tiempo antes de que empiece a llover. El sol ha quedado oculto ya tras las nubes furiosas, a juzgar por su color gris oscuro, y la temperatura ha bajado diez grados de golpe.

—Larguémonos —conviene Luis.

La pareja sale del recinto, empujada por el viento a favor, y empiezan a subir la cuesta del Chapiz, buscando la protección de las fachadas. Sara hace malabarismos para mantener el vestido en su sitio por debajo de la cintura, y la situación le divierte. Ríe sin parar, cosa que a Luis le parece perfecta. Enseguida el viento afloja y los truenos se oyen más cerca. Los primeros goterones de la inminente tormenta aterrizan sobre la acera.

—¡Rápido, que ya empieza! —urge ella, que abre camino corriendo como puede, sin apenas separar las piernas, y cuesta arriba.

Luis, una vez más, se deja llevar. Se pasa la vida dejándose llevar por las mujeres con las que se cruza, pero eso ahora no va a ponerse a analizarlo. Su mundo en este momento lo constituye una joven granaína que trata de ponerse a cubierto de la tormenta anadeando como un pato acelerado, con una larga coleta y dos largos pendientes que se balancean al ritmo de sus pasos torpes pero irresistibles. Todo en ella lo es, y Luis sólo piensa en que la situación se prolongue lo bastante como para que los negros nubarrones desalojen por completo esa cabeza que tanto le gustaría comprender.

Los goterones son ya un continuo, y pronto una cortina de lluvia racheada empapa cuanto encuentra en su trayectoria. Sara y Luis no son excepción, así que antes de quedar completamente mojados se refugian bajo la cornisa de un portal.

—Madre mía, cuánto hace que no llovía así —comenta Sara, excitada por la carrera y el remojón.

Reguerillos de lluvia descienden por su pelo y su cara. Luis se fija en las pequeñas gotas que han aterrizado sobre su nariz, y en sus ojos sonrientes. Aunque la temperatura ha caído en picado, tiene las mejillas rosadas, producto del esfuerzo. Las aletas de la nariz se le abren con cada inspiración, y jadea; el pecho se le infla, empujado por los pulmones. Luis la observa, embobado, lo que contrasta con el ritmo frenético al que le circula la sangre, bombeada por un corazón que late encendido. Están tan próximos que, por fuerza, piensa Luis, Sara tiene que oír sus latidos, a pesar de la tormenta que descarga rabiosa, a pesar del rugido del torrente que, junto al bordillo, ya desciende a toda velocidad en busca del Darro.

Lo único que retiene al joven del impulso de abrazarla es el miedo al rechazo, a que huya otra vez.

Sara, entretenida con la observación de los efectos del aguacero, permanece ajena a esa batalla interna, hasta que se gira hacia él.

—Mira cómo nos hemos puesto —señala, despreocupada, mientras con una mano se toca el vestido y con la otra le toca la camiseta—. Estás chorreando —advierte, en el mismo instante en que se da cuenta de que el contacto de su mano con el estómago de él actúa como un desencadenante: primero un respingo involuntario e inmediatamente un suspiro—. ¿Qué te pasa? —pregunta, aunque conforme pronuncia las palabras ya sabe la respuesta. Sus ojos lo dicen todo.

La lluvia arrecia y el viento sigue soplando, con lo que enseguida la cornisa deja de suponer resguardo alguno. Sara mantiene la mano apoyada en el estómago de Luis, cuya respiración se acelera. Se miran inmóviles, y ambos luchan: ella por dejarse llevar de una vez y él por retener el impulso de hacerlo. Que las gotas voraces se estén dando un festín a su costa no tiene la menor importancia.

Una de esas gotas decide caer en el ojo de Sara, que parpadea. Se lleva entonces la mano libre a la cara y, en un gesto instintivo, se pasa los dedos, tan mojados como el resto del cuerpo, por el ojo agredido. Aprovechando el viaje, se retira un mechón de la frente, y en ese momento Luis se deja llevar.

«No te vayas», piensa en el instante en que sus labios entran en contacto con los de ella. «No te vayas», piensa cuando su lengua se abre camino. «No te vayas», piensa al sentir la lengua de ella que sale a recibir a la intrusa. «Por favor, no te vayas», ruega con el pensamiento al atreverse a rodearla con los brazos. «No te vayas», suplica mudo al notar el contacto con su cuerpo, caliente a pesar de la fría lluvia.

Sara celebra la derrota de la razón y saborea el momento. Le gustaría que durara indefinidamente, que siguiera cayendo el agua a mares y que la lluvia espesa actuara de barrera contra el mundo. Ellos dos solos, sin nadie que los juzgue, sin explicaciones que dar… «Nadie te las pide, todo es cosa tuya», se oye decirse a sí misma mientras se deja abrazar y se aprieta contra él. Nota el agua que le resbala por todo el cuerpo, y se imagina que están desnudos bajo la ducha… Los dos solos, sin recuerdos que atender…

Luis siente cómo ella se excita y eso acaba por derribar todas sus precauciones. Le desliza la mano espalda abajo, sin detenerse en la cintura. Se besan con ansia creciente. También ella recorre el cuerpo de él con sus manos. Ahora se las enreda en los mechones empapados, y lo atrae más hacia sí, como si eso fuera posible. Luis siente el contacto de sus pechos libres y firmes bajo el vestido chorreante y tiene que hacer acopio de toda su capacidad de autocontrol para no devorárselos ahí mismo.

Los truenos retumban con violencia, amenazando con agrietar el cielo. Las nubes continúan vertiendo agua sin medida, toda la que durante las semanas previas ha estado bebiendo un sol insaciable. Las calles han quedado desiertas. Los turistas se han refugiado en bares y teterías, y los lugareños, en sus casas. Unos y otros observan como hipnotizados la exhibición de poder de la madre naturaleza. Únicamente la Alhambra, desde su atalaya, nieve, truene o haga un sol abrasador, permanece impasible.

Luis y Sara son ajenos al espectáculo. Ellos están entregados a un espectáculo propio, en el que lo que queda fuera del ámbito de sus cuerpos carece de importancia. Están entregados a besos, caricias y jadeos; esclavos del deseo durante tanto tiempo reprimido; resentidos sin pensarlo con las voces que les aconsejaban precaución, cordura, desconfianza; temerosos en el fondo, aunque en brazos el uno del otro no sean conscientes de ello, de que el hechizo se rompa, de que la tormenta se aleje, cesen la lluvia y el viento, las nubes se deshilachen y el sol implacable recupere su reino.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXV)


Foto: Benjamín Recacha

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Luis vuelve a estar tan nervioso que no cree ser capaz de articular palabra. Lo está más que la noche en el bar del cámping, cuando ella le acarició deliberadamente la mano al entregarle la jarra de cerveza, más que cuando casi le rozó el hombro con el pecho y que cuando le sonrió como hacía tanto tiempo que nadie le sonreía. Está seguro de que esa estampa que tiene ante sí se reproducirá una y otra vez en su mente cuando esté solo. El delicioso vestido amarillo que tapa lo justo para que su imaginación vuele y que contrasta con la piel morena que cubre. «¿Cómo debe ser acariciarla?» El corazón de Luis galopa. Los pies vestidos con unas bonitas sandalias rojas, a juego con las uñas; las piernas largas y fibrosas, como el cuello, que también emerge largo, más ahora que Sara se ha recogido el pelo en una larga cola de caballo, dejando al descubierto unas orejas coquetas que lucen largos pendientes de aro. «Qué alta es», parece descubrir en ese instante, en el que él se siente empequeñecido, intimidado por la belleza de esa mujer que le sonríe desde unos labios tan rojos como la sangre que a él le circula desbocada por las venas.

Sara se coge las manos y se frota la recién pintada uña del pulgar izquierdo con la yema del pulgar derecho. Está tan nerviosa como él. Otras veces se muerde la parte interior de los labios, pero en esta ocasión ha conseguido controlar un impulso poco compatible con una sonrisa mínimamente natural. Enseguida se da cuenta del efecto que su presencia causa en Luis y eso le hace sentir que controla la situación, así que se tranquiliza un poco.

—Hola, Luis. Veo que ya conoces a Miguel. Es toda una institución en el Albayzín.

El anciano estalla en una sonora carcajada al escuchar las palabras de Sara.

—Déjate de instituciones y ven a darme un abrazo. —La muchacha obedece encantada—. Cómo me alegra oír esa voz. Hacía mucho, demasiao, que no venías a verme. Es una pena que yo no pueda verte a ti. el privilegio es pa este muchacho.

En ese momento aparece Tizón para frotarse con parsimonia, con el abdomen arqueado y la cola en alto, contra las suaves piernas de Sara.

—¡Eh! —exclama, divertida. A lo que el gato responde con un maullido de placer.

—Sabe muy bien lo que hace —señala Miguel mientras recibe a la joven con los brazos abiertos.

«Quién fuera gato», se escucha pensar Luis, sin poder apartar la mirada de ella.

—¿Cómo está usté? Yo lo veo tan bien como siempre.

—Bueno, los años van pesando, pero no me quejo.

—¿Y no debería dejar ya de fumar? A su edá

La carcajada de Miguel interrumpe a Sara, a quien mientras habla con el anciano se le escapan miradas fugaces hacia Luis, que sigue ahí plantado acumulando información visual que recordar después.

—A mi edá dice. Ay, hija, ¿tú crees que tiene sentío preocuparse por eso a estas alturas?

Hace una pausa para soltar una larga bocanada de humo, que Sara aprovecha para acariciar a Tizón. Luis no puede (quiere) evitar fijarse en su escote cuando ella se agacha, y casi se le escapa un sonoro «¡Dios!» al darse cuenta de que no lleva sujetador. La joven caza la mirada indiscreta y al tiempo que sonríe para sí nota el calor en las mejillas. Luis carraspea y, en la peor interpretación de la historia, se pone a rebuscar en el bolsito, como si se le hubiera perdido algo.

—No he estao enfermo en la vida. Ni un resfriao…, que yo recuerde, claro. Porque de niño pasamos muchas penurias, tú ya lo sabes, que no es la primera vez que te cuento mis batallitas. —Vuelve a reír—. Los viejos es lo que tenemos, que en cuanto alguien se nos pone a tiro, no lo dejamos escapar.

Sara, sonriente y algo aturullada por saberse admirada y, aunque no quiera pensar en ello, no aún, también deseada, más seguramente lo segundo que lo primero, toma la mano libre de Miguel entre las suyas.

—A mí me encanta escucharle, y me alegro mucho de verlo tan alegre.

—Sí, hija. El mundo ya es lo bastante triste como pa contribuir a que lo sea más.

Sin abandonar la sonrisa se gira hacia Luis, que permanece al margen, tratando de recuperar la compostura.

—Te dejo encargao del mayor tesoro del Albayzín, así que cuídalo bien. —Da una nueva calada a lo que ya es poco más que una colilla, con los ojos entrecerrados clavados en él. Luis tiene durante un instante la sensación de que el anciano es capaz de explorarle el alma, hasta que éste aparta la mirada vacía y se da media vuelta—. Ea, vámonos, Tizón.

Hombre y gato se alejan parsimoniosos, calle arriba, el humano canturreando y dando golpecitos con el bastón en esa acera de la que conoce cada baldosa, y el animal bailando con elegancia felina al ritmo del cascabel.

Sara y Luis se quedan mirando a la pareja, hasta que se hace evidente que alguno de los dos tendrá que tomar la iniciativa. Y es ella quien da el paso. Tras un pequeño suspiro, se gira hacia Luis, que juguetea con la hebilla del bolso, y lo mira a los ojos.

—Pues ya estamos solos.

Les separan un par de metros en los que el aire es algún grado más sofocante. Esa es la sensación que tiene Luis, que nota la camiseta pegada contra la espalda, empapada de nuevo en sudor. Se fija entonces en los hombros bronceados y brillantes de Sara; no es inmune al empeño del sol y también suda. Una imagen aparece como un fogonazo en su mente: los cuerpos desnudos y sudorosos de ambos, piel contra piel. Dura sólo una fracción de segundo, lo suficiente para aumentar su nerviosismo. Cierra los ojos y toma aire, procurando no llamar la atención.

—¿Qué te pasa? —le pregunta ella, exhibiendo una dulce sonrisa inocente. Ella, el “tesoro del Albayzín”, quien le ha robado el sentido común, del que nunca ha andado demasiado sobrado, llevándolo a actuar como un bobo sin voluntad. «Qué más me gustaría a mí que cuidar de este tesoro», responde mentalmente al anciano, y acto seguido se imagina soltando los tirantes del vestido…

—Nada —responde él, con una voz tan ridícula que la hace reír. Luis carraspea—. Es este calor, que me está exprimiendo. —Y en un arranque de genialidad, añade—: Si ya de normal tengo el cerebro bastante atrofiado, aquí se me ha acabado de derretir.

Remata la declaración con una mueca que pretende ser simpática y, de hecho, Sara sonríe, «por lástima, ríe porque doy pena», concluye el muchacho.

—¿Quieres que entremos en los jardines?

Sin esperar respuesta, Sara se dirige hacia el portal y Luis la sigue obediente, centrando su atención ahora en las sandalias, las piernas, y, sobre todo, en el bamboleo del vestido, que baila al ritmo de las caderas. Enseguida su cerebro le regala otra tórrida imagen en la que tiene las manos firmemente agarradas a sus nalgas, así que hace entrada al recinto del Palacio de los Córdova bufando sonoramente y meneando la cabeza. «Te tienes que controlar un poco, que ya hace suficiente calor como para que te caldees por tu cuenta».

Sara se detiene.

—¿De verdad que te encuentras bien? —pregunta, a la sombra de un ciprés.

«No. Me estoy poniendo malo de tenerte tan cerca y que exista la posibilidad de que vuelvas a desaparecer». Eso es lo que piensa, pero su parte racional todavía consigue, a duras penas, imponerse.

—Sí, no te preocupes —responde—. Acabaré acostumbrándome al calor —añade, adornándose con una sonrisa demasiado sonriente.

Sara le sostiene la mirada durante un par de segundos, lo suficiente para confirmar que lo tiene a su merced y que si no tiembla es porque, a cuarenta grados como están, sería motivo para llevarlo a urgencias. Vuelve a sentirse como aquella noche en el cámping, tentada de flirtear, de saberse la causa del descontrol de él… «Y luego, qué. ¿Volverás a huir cuando el juego ya no te haga tanta gracia?» La voz insidiosa sigue ahí, agazapada esperando el momento oportuno para saltar sobre su conciencia, pero Sara no está dispuesta a escucharla, así que se gira hacia la Alhambra, cuya silueta domina el escenario unos metros por encima del recinto en el que se encuentran, al otro lado del río Darro.

—No recuerdo cuál fue la primera vez que vine aquí expresamente —empieza a explicar mientras los dedos de su mano izquierda juguetean con una ramita del ciprés—. Lo que sí recuerdo es la sensación de calma. No sé el motivo, porque mira que hay rincones mágicos en Granada. Supongo que el estar a los pies de la Alhambra, en un rincón apartado, pero el caso es que empecé a frecuentarlo cada vez que necesitaba pensar… que ha sido bastante a menudo —añade casi en un susurro.

Luis se mantiene a la expectativa. Una parte de él desearía abrazarla e invitarla a compartir el beso que quedó pendiente, pero la otra, la prudente, le dice que espere, que la deje hablar y no haga nada que pueda ahuyentarla.

Sara mira a la Alhambra, ya en silencio. Sus dedos siguen entretenidos con el árbol, mientras con la otra mano se recorre la larga coleta sobre el hombro.

—Es muy bonito —concede Luis, por fin decidido a interactuar sin parecer un memo—. Y además hay sombra, cosa que se agradece —remata con una sonrisa, más natural que la de antes.

Sara se gira, de regreso de su viaje exprés por la memoria, y también sonríe.

—¿Te das cuenta de que es la primera vez que nos vemos de día?

Luis reflexiona un instante, y entonces se le dibuja la imagen de una chica sentada junto a una lavadora reacia a devolverle la ropa.

—En realidad, no. La primera vez yo iba cargado con un montón de ropa sucia y tú te lo estabas pasando pipa charlando con una lavadora.

Sara ríe y se lleva las manos a la cara.

—¡Oh, sí! Qué vergüenza pasé, creíste que te había llamado gilipollas. —Los dos ríen—. Estarás de acuerdo en que lo mejor es borrar aquel momento…

Se quedan mirándose. Los ojos de él no saben disimular. Los de ella captan el mensaje, pero por el momento prefiere hacerse la despistada, así que aparta la vista, reemprende la marcha, y cambia de tema.

—¿Qué te ha parecido Miguel? Es todo un personaje. Aquí lo queremos mucho.

«Miguel. Ya ni me acordaba de él. Qué poco me importa ahora mismo ese hombre».

—Sí, ya me he dado cuenta —concede, esperando que Sara no decida convertir al anciano en el centro de la charla.

—Lo pasó tan mal que cuesta creer que siga vivo.

Sara camina ahora junto a una larga piscina ornamental, y Luis a su lado, pensando en la manera de reconducir la conversación.

—Su padre fue un conocido militante socialista durante la Segunda República, así que te puedes imaginar que cuando el golpe de estado franquista fue uno de los represaliados. Aquí no hubo guerra. Los fascistas tuvieron éxito desde el primer momento y la represión fue brutal. El padre de Miguel, como Lorca, como tantos otros, simplemente desapareció. Todos sabían que los habían matado, pero nadie se atrevía a preguntar.

Luis escucha atento. Ni loco se le ocurriría interrumpirla, aunque sus expectativas previas respecto al encuentro estuvieran muy lejos de remontarse ochenta años atrás. «¿Por qué me cuentas esto? Yo lo que quiero es que hablemos sobre nosotros».

—La madre de Miguel sufrió toda clase de humillaciones por ser la mujer de un “rojo traidor”, aunque el mayor castigo que pudieron infligirle fue el no revelarle jamás qué hicieron con él.

Sara se detiene al borde del agua y observa los guijarros que cubren el fondo, a muy poca profundidad. Entonces suelta la ramita que se ha llevado del ciprés, con la que seguía jugueteando, que cae amortiguada sobre la superficie y se queda ahí flotando, dejándose llevar.

—Luis era un niño. Tenía una hermana más pequeña. —“Hermana”, la palabra tabú, la que se le clava en el corazón cada vez que la pronuncia, que la oye, que la piensa. También ahora le duele, pero aprieta el puño y continúa—. Así que su madre tuvo que sacarlos adelante a los dos, sin nada, porque se lo quitaron todo.

—Me ha explicado cómo empezó a fumar —aporta Luis, consciente de que el camino que debe desembocar en la charla que él ansía y ella parece evitar, no tiene atajos.

—Le has debido caer bien. —Sara levanta la vista y lo mira—. No creas que elige a la ligera el brazo en el que apoyarse. —Vuelve a sonreír y Luis nota cómo un escalofrío le acaricia la columna—. ¿Y te ha contado cómo se quedó ciego?

—No le ha dado tiempo…

—Es igual, es una historia demasiado indignante. —La muchacha se da media vuelta y se dirige resuelta hacia otro punto del jardín—. Hablemos de cosas más agradables.

—De tu vestido, por ejemplo —se atreve a sugerir él, de pie aún junto al agua, donde la “balsa” de ciprés en miniatura ha empezado a moverse empujada por una levísima ráfaga de viento.

Sara se detiene y se gira, coqueta, sonriendo complacida. Se coge la cola de caballo y se la lleva a la barbilla, sólo un momento, porque enseguida vuelve a darle la espalda a su admirador. Éste, alentado por lo que interpreta como reacción positiva a su sugerencia, se recrea las pupilas con el acentuado movimiento de caderas con el que ella le obsequia.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXIV)


Centrifugando recuerdos

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El mediodía es una muy mala hora para pasear por Granada en pleno agosto, sobre todo en un agosto tan caluroso. El sol calcina las inconscientes cabezas que osan asomarse a sus rayos hambrientos y tuesta sin remordimiento las pieles que se atreven a retar al rey de los cielos.

Los turistas recorren las empinadas calles del Albayzín pegados a los edificios de la acera que provee de un caritativo pasillo en sombra. Son muy pocos quienes se lanzan a la aventura de adelantar por la calzada, reticentes a correr el riesgo de que, como mínimo, se les derritan las suelas de goma de las sandalias al entrar en contacto con un pavimento del que algunos de los transeúntes están seguros de que sale humo.

Para Luis, sin embargo, en este momento el calor asfixiante es la menor de sus preocupaciones. Avanza a paso rápido, Cuesta del Chapiz abajo, con una sola idea en la cabeza, inmune al ensañamiento solar que lo exprime como a una esponja. «Si me pierdo, sólo tengo que seguir el reguero de sudor que voy dejando», es la disparatada idea que se cuela en su mente monopolizada por la imagen y la voz de Sara.

Levanta la vista del suelo y la pasea en torno, en busca de alguna señal que le indique que se acerca a su destino. Se encuentra entonces con la imponente silueta de la Alhambra, inmune a los ataques del sol, que domina el escenario desde lo alto de su pedestal forrado de verde. Es imposible no quedar hipnotizado.

Luis deja escapar una bocanada de aire ardiente y reemprende la marcha. Pero enseguida vuelve a detenerse. Un hombre mayor asiste al incesante desfile humano sentado en el umbral de su casa. Apoya las manos en un bastón de madera con el que de vez en cuando da un golpecito en la acera. Al joven le llaman la atención sus ojos de un azul tan claro que casi parecen transparentes. Decide preguntarle cuánto le queda para llegar al Palacio de los Córdova.

—Disculpe…

El anciano no parece reaccionar hasta que Luis se planta a medio metro de él. Levanta entonces la cabeza y le sonríe, revelando su vieja boca mellada. Efectivamente, tanto el iris como las pupilas son de un color tan claro que Luis enseguida se da cuenta de que es ciego, y le asalta la tentación de seguir su camino. «No seas absurdo», se reprocha.

Usté dirá, maestro.

El hombre levanta el bastón unos diez centímetros del suelo y lo deja caer de nuevo. Parece ser todo un pasatiempo. Viste una camisa blanca de manga corta, pantalón largo negro y unas alpargatas de tela, que calza como si fueran chancletas, con los talones fuera.

—Busco el Palacio de los Córdova.

—Claro que sí, joven. Y bien que haces.

La sonrisa no abandona al anciano mientras continúa jugueteando con el bastón. Lo levanta entonces y lo alarga para señalar calle abajo. Luis presta atención al movimiento y se mantiene a la expectativa.

—Sigue la calle y enseguida encontrarás la entrada a los jardines, a mano izquierda.

—Muy bien. Muchas gracias.

Luis se despide y tras un par de pasos la voz del anciano lo hace detenerse.

—¿Y la limosna?

La pregunta es desconcertante. Luis duda si ha escuchado bien.

—¿Cómo dice?

El viejo ríe, divertido.

—Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada.

«¿Qué dice este hombre?»

Ante el desconcierto del joven, el anciano chasquea la lengua y menea la cabeza al tiempo que acelera el golpeteo del bastón contra el suelo.

—Vaya por Dios. No me puedo creé que no conozcas los versos de Francisco de Asís de Icaza.

En ese momento Luis se siente el mayor ignorante del planeta. Es la primera noticia que tiene de la ingeniosa composición y de su autor. El viejo vuelve a reír, y él empieza a mosquearse.

—No te enfades, hombre. —Luis se da media vuelta, buscando la cámara oculta. «¿Y qué sabrá él si estoy enfadado?»— Va, que te acompaño —resuelve, sin dejar el mínimo resquicio a la posibilidad de que el muchacho se niegue.

Dicho y hecho. Se incorpora apoyándose en el bastón y se agarra del joven y firme brazo. Inmediatamente, un gato negro como una noche sin luna surge de la oscuridad del portal, al ritmo del tintineo del cascabel que le cuelga del cuello, y se enrosca entre las piernas de su amo.

—Ay, Tizón, cómo ibas tú a perderte un paseo, ¿verdá?

Luis no entiende nada, pero lo último que se le ocurriría a una persona de bien es negarle el brazo a un ciego, así que opta por dejarse llevar con la esperanza de que a su acompañante no se le ocurra alargar demasiado el paseo. «Aunque la excusa para justificar por qué llego tarde es tan disparatada que a Sara no le quedaría más remedio que creerme».

—Ya veo que no eres muy hablador, pero no te preocupes, que sólo quiero estirar un poco las piernas. Estar la mayor parte del día viendo pasá a los turistas acaba siendo aburrío.

Vuelve a reír, y Luis empieza a creer que sería un buen fichaje para ‘El club de la comedia’.

—¿Hasta dónde quiere que lo lleve?

Avanzan a paso lento, con el gato abriendo camino. De vez en cuando, al divisar una paloma despreocupada, se pone tenso, pero un suave toque de bastón le deja claro que no es hora de cazar.

—Menudo prenda está hecho. Cada día me trae algún trofeo: pajarillos, ratones, lagartijas, y sí, más de una paloma ha caío entre sus garras. Hay que ver, qué tontas son.

—Sí, a mí tampoco me caen muy bien. —Luis carraspea—. No sé si me ha oído cuando le he preguntado…

—Ya te he dicho que no te preocupes—lo interrumpe—. No vas a llegar tarde a la cita.

—¿Y usted cómo sabe…?

—¡Ah, hijo! Son muchos años de observar a la gente con estos ojos secos. ¿ qué iba a ir un chaval como tú, de fuera de Graná, al Palacio de los Córdova si no es porque ha quedao con una granaína?

El anciano ríe y se detiene. Levanta entonces el bastón y señala un poco hacia adelante y a la izquierda.

—Ahí es.

Luis se fija en el muro encalado, tras el que asoman las copas de los cipreses. A unos pocos metros se encuentra la puerta, flanqueada por dos faroles. Aprovechando la pausa, el gato se frota ronroneante contra las piernas del extraño.

—Vaya, parece que le has caío bien a Tizón. Eso es que vas a tener suerte.

Mientras habla, el viejo saca un cigarrillo lánguido del bolsillo de la camisa y se lo lleva a los labios.

—¿Quieres uno? Los lío yo mismo cuando me aburro.

Luis se siente tentado de aceptar. Ahora que el encuentro con Sara es inminente, que el factor sorpresa ya no juega papel alguno, los nervios han vuelto. Unas caladas le relajarían, pero no, no quiere que cuando se acerquen para saludarse lo primero que ella perciba sea el olor a tabaco. Así que respira hondo y rechaza el ofrecimiento.

—Fumo desde los once años. Si no me he descontao, tengo ochenta y ocho, así que tú verás.

Hace una pausa para encender el pitillo. La primera calada la recibe con los ojos cerrados, saboreando el humo antes de dejarlo salir por la nariz. A Luis se le hace la boca agua. «Va, sólo una caladita», se oye sugerirse, pero sacude la cabeza y consigue resistir a la tentación.

—Yo creo que el secreto de seguir disfrutando de cada pitillo es que en realidá nunca he estao enganchao. Sólo fumo cuando me apetece. Cuando empecé era más fácil fumar que comer. —Da otra calada profunda y Luis mira hacia la puerta del Palacio de los Córdova, cada vez más nervioso, imaginando que Sara lleva rato esperando—. Mi madre nos alimentaba con lo que podía. Muchos días no le quedaba más remedio que arrancar manojos de hierba para hacer caldo.

Los ojos incapaces de percibir las imágenes presentes sin embargo sí ven aquel pasado lejano que mantiene tan cercano en la memoria.

—No tardé en descubrir que aquellos hierbajos sabían mejó si me los fumaba.

El anciano remata el recuerdo con una risa de regusto amargo, como el humo del cigarro.

—Debió de ser muy duro —es lo único que se le ocurre decir a un muchacho para quien las penurias de la postguerra forman parte de los libros de historia.

—A uno se acostumbra —concluye el hombre, con una mueca que aparenta sonrisa pero que no disimula el resentimiento acumulado durante tantos años.

Luis busca la manera de despedirse sin parecer desconsiderado, y ésta llega por sí sola. En el momento en que se aparta un poco para abrir el ángulo desde el que mirar hacia la puerta de los jardines donde, ya no tiene dudas, Sara desespera, alguien tropieza con su brazo.

—Perdón —se disculpa la chica, sin apenas ralentizar el paso.

A Luis le cuesta un par de segundos reaccionar. Es la primera vez que ve el bonito vestido floreado de tirantes, pero no a su portadora.

—¿Sara?

La joven se detiene en seco y se da media vuelta. Durante un instante ambos se quedan embobados y sienten cómo el calor se concentra en sus ya más que acalorados rostros.

—¿Ves cómo no llegabas tarde? —interviene el anciano, cuya sonrisa recupera la alegría.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XIX)


Centrifugando recuerdos

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

—Perdona por haberte hecho esperar tanto rato, pero es que nunca sé a qué hora voy a acabar.

Pese al cansancio evidente, el joven camarero no pierde la vitalidad. Ahora viste una camiseta roja, la camisa sudada de trabajo la lleva en una bolsa de plástico. Luis, sentado en un banco, apura el cigarrillo que finalmente decidió encender para hacer tiempo.

—No te preocupes. ¿Fumas? —pregunta, mostrándole el cigarrillo que sostiene entre los dedos, al tiempo que se incorpora y carga con la mochila que ha ido a buscar al coche.

—Ni fumo, ni bebo. Soy un chico sano. —Sonríe—. ¿Vamos?

Luis asiente y comienzan a caminar calle abajo.

—Por cierto, me llamo Aiman.

Se detiene y le alarga la mano.

—Encantado. Yo soy Luis.

Tras el saludo, caminan unos segundos en silencio. Luis está agotado y le cuesta pensar. Necesita una ducha, pero la necesidad de sueño es más apremiante. Levanta la vista y exhala la última bocanada de humo hacia las estrellas. Entonces, los ojos de Sara vuelven a colarse en sus pensamientos.

—¿Cómo es que te has venío a Graná sin tener sitio pa dormir?

—Buf… Es una larga historia, y perdona, pero es que estoy tan hecho polvo que incluso me cuesta hablar.

—Los hombres sólo hacemos locuras así por dos razones: por una mujer o por huir de una tierra donde no hay futuro. —Aiman hace una pausa para examinar brevemente el rostro de su acompañante—. Y tú no tienes pinta de huir de ningún sitio —concluye.

Luis le devuelve una sonrisa forzada. «Vaya, si resultará que el camarero es en realidad filósofo», piensa, pero no dice nada.

—Yo dejé a una mujer maravillosa en Marruecos para hacer fortuna en la tierra prometida —explica. El tono vital ha mutado en nostalgia. Durante unos segundos mantiene la vista fija en el suelo, pero enseguida vuelve a mirar a Luis, a quien la revelación le ha despertado interés—. Llegué en patera a Almuñécar, ¿sabes?

—Oh, vaya…

Luis no tiene prejuicios en cuanto al color de piel o la procedencia de las personas, aunque tampoco es un activista en favor de los derechos de los inmigrantes. Le incomoda escuchar comentarios xenófobos, pero no tiene una postura definida en cuanto a las políticas sobre extranjería. Desde luego, nunca había tenido un contacto tan directo con alguien que hubiera vivido en sus carnes el drama de la emigración.

—Perdona, no te molesto más con mis historias. Hablo mucho, pero desde que trabajo todo el día en el bar, sólo recito la lista de raciones, así que me tengo que quedar con las ganas.

—No pasa nada. Te comprendo. Por cierto, hablas muy bien el castellano.

—Lo aprendí en Marruecos, y aquí he ido a clases. Para poder trabajar tenía que hablarlo bien.

Mientras callejean por el Albayzín Luis piensa en lo diferente que puede ser la vida de las personas. Intenta imaginar lo que debe ser embarcarse en una patera, creyendo que al final del viaje te espera un mundo mejor, y que al llegar te des cuenta de que toda esa creencia se sostenía en ilusiones.

—Debió de ser duro —comenta.

—¿El qué?

—El viaje en patera.

Aiman suspira antes de contestar. La llegada a la playa, de madrugada, sin saber cuántos de sus compañeros seguían con vida, sin preocuparse, de hecho, más que por conservar la suya, no se le olvidará jamás.

—Mucho… —Mira a Luis, de nuevo con la sonrisa en los labios—. Pero mírame, ahora soy un hombre de provecho, con un sueldo cada mes. Muy pronto podré traer a mi mujer y formaremos una familia. Sólo necesito los papeles.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Tres años. Han pasao volando.

—¿Tres años viviendo en una pensión?

Aiman ríe al escucharlo.

—No, qué va. La pensión es una solución temporal. Vivía con unos amigos, pero hubo problemas y me largué hace cosa de un mes. La verdá es que ahora estoy mejor. La dueña es muy enrollá.

Los jóvenes caminan a buen paso por las callejuelas, despojadas ya hace rato de la incesante corriente humana. Los gatos se acicalan, exhiben su elegancia felina con la esperanza de engatusar a alguna hembra en celo o buscan comida. Un par de palomas temerarias picotean algún desecho, expuestas a convertirse en un suculento bocado.

Asomada aún a la ventana del comedor, Sara desvía la mirada de la Alhambra en el momento en que dos figuras pasan junto a la puerta del edificio. Son dos chicos, uno de ellos cargado con una mochila grande. Oye sus voces, salpicadas de risas, y entonces le da un vuelco el corazón. «No puede ser». Los sigue hasta que doblan la esquina. Unos segundos después aún los oye. Un escalofrío le recorre todo el cuerpo, erizándole el vello de los brazos, y siente un cosquilleo en la nuca. Está segura de que acaba de ver pasar a Luis. Ya no es una voz que surge del teléfono ni un mensaje de texto. Es él, en carne y hueso, y ha pasado bajo su ventana. «¿Adónde va? ¿Quién lo acompaña?», se pregunta, nerviosa.

—Yo me voy a la cama —anuncia Tere—. Necesito dormir la mona.

Sara no reacciona. Su amiga la observa y se da cuenta del cambio en su expresión corporal. No para de mover las piernas, poniéndose de puntillas y volviendo a caer sobre los pies descalzos, mientras que su espalda se balancea en un movimiento mecánico.

—Oye, no estarás pensando en tirarte… —No parece oírla—. ¡Sara!

—¿Qué pasa? —Ahora sí, el grito la hace girarse, asustada.

A Tere se le escapa la risa.

—¿De qué te ríes? Menudo día que llevas de gritos.

—Si es que estás empaná.

—Ya… —Sara duda si contarle lo que ha visto.

—A ti te ha pasao algo mientras tomabas el aire.

—No te lo vas a creer.

En ese momento oyen un revuelo procedente de la calle. Las jóvenes se miran extrañadas. «¡Corre!» El grito les llega alto y claro, y se precipitan hacia la ventana. Dos figuras aparecen tras la esquina del final de la calle, huyendo a toda velocidad. Enseguida Sara se da cuenta de que son Luis y su compañero. Aunque el alumbrado callejero no es demasiado eficaz, no tiene dudas de que son ellos. Otras voces se acercan.

—¡Eh, tú, moro de mierda! ¡No corras, que vas a pillar igual!

El embotado cerebro de Sara reacciona con celeridad, a pesar de todo; sin valorar las opciones.

—¡Eh! ¡Aquí arriba! —grita a los “fugitivos”. Luis la ve, pero no la reconoce. Al encontrarse con sus ojos, por lejanos que estén aún, Sara siente como si le estrujaran el corazón—. ¡Subid, rápido!

Tere se queda perpleja, y hasta que no recibe el codazo de su amiga no reacciona.

—¡Au! —se queja. Sara la fulmina con ojos asesinos— ¿Qué…? Ah, vale, sí, ya abro.

Abajo Luis empuja la puerta con ansia mientras a unos cincuenta metros un grupo de jóvenes con sed de violencia se abalanza hacia ellos.

—¡Abre de una vez!

—¡Eso intento!

Y entonces suena el zumbido salvador. La puerta metálica cede y se lanzan al interior del edificio. Luis tiene la suficiente sangre fría para asegurarse de que queda cerrada, mientras Aiman sube los escalones de tres en tres. Cuando se dispone a seguirlo, un golpe en la puerta le da un susto de muerte y le obliga a girar la cabeza. Allí está, con la cara aplastada contra el cristal, uno de los matones.

—¡Eh, tú, maricón! ¡Abre, que no te voy a hacer !

Enseguida se le unen las risas de sus compañeros, y varias manos empiezan a aporrear la puerta. Luis los cree muy capaces de romper los cristales y alcanzar el pomo para abrir, así que no pierde un segundo más y corre escaleras arriba.

—¡Eh, vosotros! —La voz de Sara atrae la atención del grupo—. Acabo de llamar a la poli —anuncia, con el tono más seguro que es capaz de impostar, al tiempo que sostiene el teléfono en alto.

—Uuuh, qué valiente —reacciona uno.

—Vaya con la amiga del moro y el maricón, está un rato buena.

—Oye, ¿por qué no abres y celebramos una fiesta? —propone otro, mostrando una litrona en una mano y un porro en la otra.

Los cinco ríen de forma jocosa. Sara trata de mantener el tipo, aunque está temblando. Le dedican todo tipo de obscenidades. Finalmente, cuando empieza a creer que no se irán, propinan algunas patadas más a la puerta y se alejan por donde habían venido, entre risas y comentarios desagradables. Como obsequio final, el tipo de la litrona la lanza con todas sus fuerzas y va a estrellarse a un par de metros de la puerta, sembrando la calle de cristales.

Cuando Sara se gira, Tere está dando la bienvenida a los dos refugiados, que acceden al comedor con timidez. Sara sigue temblando, en parte por el susto, pero también por el reencuentro con Luis, quien todavía no se ha dado cuenta de quién es su salvadora.

—Muchas gracias por abrirnos. No sé por qué la han tomado con nosotros, pero no os preocupéis, que enseguida nos vamos.

—Son unos cabrones —interviene Aiman, nervioso—, neonazis desgraciaos que se divierten apalizando a inmigrantes y gays. A mí ya estuvieron a punto de pillarme una vez.

—Sé quiénes son —confirma Tere—. Ahora os calmáis un poco y os tomáis algo antes de iros. —Dirige entonces la atención a su amiga—. Sara, te presento a Aiman y a… Ay, como has subido después no nos hemos presentado.

—Ya nos conocemos —anuncia Sara, ocultando a duras penas el mejunje de emociones que la asalta.

Luis se ha quedado de piedra. No puede creer lo que sus ojos se empeñan en mostrarle y es incapaz de pronunciar palabra. Tere se lleva las manos a la boca para ahogar una exclamación de asombro. Aiman mira a unos y otros y no entiende nada.

Continuará…