
Una dicha del cielo en una mano.
Una tortura del infierno en la otra.
El peso de ambas en los hombros.
Y allí estaba, ¡la alquimia imperdonable!
«Que tu sí sea «sí», que tu no sea «no»».
Pero yo no podía decidir.
Y la alquimia imperdonable llamaba.
«Hazlo, solo debes mezclar los ingredientes».
Y yo decía sí, aunque el fondo quería decir que no.
Mezclé las sustancias en mi horno.
Burbujas y humo. Nada de colores.
La voz mintió. El horno explotó.
—Cuerpo con alma rota, ¿qué se te ofrece?
—Quiero vivir. Esto no puede acabar aquí.
—Cometiste el pecado, el tabú. ¿Cómo podría dejarte ir?
—Devuélveme mi sangre.
—¿Prometes rellenar las grietas del horno?
—Yo prometo. ¡Devuélveme mi sangre!
Me levanté para vivir y escalé una grieta.
Llegué a la cima y respiré de alivio un instante…
…un cuchillo de rayos negros me atravesó.
—¡Voz! Tú prometiste…
—El cuchillo no es mío.
-—¡Maldicioooooooooón!
Vida que colapsa. Mano que apuñala.
«No debiste sobrevivir a la explosión».
«No saldrás ileso de tu decisión».
¿Quién?
¿De quién es esa mano?
¿De quién es el cuchillo de rayos negros?
No puedo.
No ahora.
No quiero morir aquí.
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