—¿Qué es ese objeto? —preguntó el Alquimista del mar, intrigado al ver el anj que le mostraba su padre.
—Es la llave de la Aldea de los exiliados, la única pista de su paradero actual —respondió el Alquimista marino.
El Alquimista marino decidió pedir la ayuda de su hijo para llegar a un lugar al que llamaba la Aldea de los exiliados. Le contó mucho sobre su pasado, como el hecho de que pertenecía a una especie de orden secreta conocida como La sagrada orden de la rosa y la cruz. Dijo que era una organización que reaparecía cada vez que la humanidad corría el riesgo de perder su más valioso tesoro, su conocimiento.
A raíz del retraso tecnológico provocado por la Guerra de las lanzas y las lancetas, y la eventual opresión de los Señores de la guerra y los practicantes de vudú que les servían, la orden rosacruz empezó a reclutar y entrenar un ejército de trescientos alquimistas que fueron conocidos como los Caballeros rosacruces. Estos caballeros sacrificaron sus vidas para eliminar la amenaza de los Señores de la guerra y permitir el progreso de la raza humana luego del terrible conflicto.
El Alquimista marino le contó, además, que era el último de los Caballeros rosacruces y que fue formalmente entrenado por los Ancianos de la orden para cumplir, entre otras misiones, la erradicación de toda manifestación de vudú. Por lo que en algún momento de su juventud sintió la presencia de una tribu que vivía en una aldea itinerante en la selva amazónica. La aldea fue construida usando mahou, por lo que cada cierto tiempo se trasladaba automáticamente a otro sitio de la selva para que sus habitantes no pudieran ser encontrados con facilidad.
Pese al sistema de protección de la aldea, las capacidades perceptivas del Alquimista marino y su trabajo de investigación le permitieron infiltrarse en la aldea para buscar la fuente de la sed de sangre que sentía en ese lugar. Para su asombro, dentro de esa pequeña civilización se practicaba el vudú de manera ceremonial, usando como ingredientes los cuerpos y las vidas de los condenados a muerte o de aquellos que se ofrecían voluntariamente para los rituales. El Alquimista marino se presentó ante el rey de la aldea y le manifestó que estaba allí para destruirlos por mandato de La sagrada orden de la rosa y la cruz.
El rey se sorprendió por la sinceridad del joven alquimista y le preguntó por qué no había empezado a cumplir su misión. Para asombro del rey, el alquimista empezó a hacerle muchas preguntas sobre su historia y sus costumbres. Aprendió mucho sobre el funcionamiento del vudú y del mahou durante las horas que pasó charlando a puerta cerrada con el rey. Luego, llegó a la conclusión de que la aldea no representaba peligro alguno y que el vudú que allí se practicaba no lastimaba inocentes. Pese a ello, el Alquimista marino se debía a los caballeros rosacruces, por lo que dejar a los aldeanos con vida sería considerado como alta traición.
Durante otra conversación de varias horas con el rey de la aldea, se ideó el plan de congregar a todos los practicantes de vudú para ordenarles ir de casa en casa para hacer una réplica inerte de cada habitante. Luego, usando el mismo conjuro de mahou con el que originalmente construyeron la aldea, crearon una réplica de esta y colocaron las copias inertes allí. El Alquimista marino utilizó sus técnicas del alquimia para causar daños en la aldea y en los cuerpos replicados. Luego, redactó un informe y se presentó ante los Ancianos de la orden para mostrar la evidencia falseada del cumplimiento de su misión. Este acto pasó desapercibido para los ancianos y le consiguió al Alquimista marino un favor de la realeza que, en palabras del mismo rey, podría reclamar cuando deseara usando la llave que se le otorgó y que ocultó dentro de su piedra filosofal.
***
Luego de que su padre le contara a detalle todo lo que sabía, el Alquimista del mar le preguntó qué favor le pediría a la realeza.
—¡Voy a pedir la restauración de mi cuerpo! ¡Por eso necesito tu ayuda para llegar hasta allí! —gritó efusivamente el Alquimista marino, que no conocía la delicadeza de pedir un favor.
—¿En serio pueden curarte en esa aldea? —inquirió el Alquimista del mar, ocultando el asombro de ver a su padre pidiendo ayuda, y ocultando aún más el conflicto que le provocaba contemplar la idea de poder ayudarlo en una de las mismas misiones que alguna vez lo alejaron de él.
—Sí, cuando conversé aquel día con el rey, me contó todo sobre sus costumbres y ceremonias. Supongo que, en el fondo, creía que iba a morir de todas formas —dijo el Alquimista marino, riendo tras recordar.
Era la primera vez que el Alquimista del mar veía a su padre reír.
—Aún no contestas mi pregunta, muchacho —dijo el Alquimista marino.
—¡Me llamo Thomas! —el Alquimista del mar fingió enfado—. Y sí, iré contigo. Ahora te debo otro entrenamiento, y detesto la idea de deberte algo.
No necesitaba decirlo, pero el Alquimista del mar había entendido, por fin, el lenguaje de rudeza con el que su padre fue educado y entendió que sus actos dirían más que sus palabras; por lo que solo preguntó una cosa.
—¿Para qué me necesitarías? Aun en muletas eres más hábil con la alquimia que yo —protestó el Alquimista del mar.
—He ganado demasiados enemigos a lo largo de la vida—respondió el Alquimista marino—. Digamos que estoy en simple desventaja numérica.
Ambos alquimistas rieron levemente y empezaron a prepararse para el viaje.
El Alquimista del mar siguió cargando la piedra de su padre hasta que, luego de casi un año, esta pudo finalizar las reparaciones de emergencia que le permitieron al Alquimista marino sobrevivir en el exterior sin respirador y sin el soporte médico de la piedra filosofal incompleta conocida como La concha marina.
El proceso de cargar la piedra era bastante exigente para el cuerpo del Alquimista del mar, que pudo mantenerse sano gracias a su entrenamiento y a que siempre tenía ánima de reserva acumulada en su piedra filosofal incompleta conocida como La perla negra. Pese a esto, para él fue un gran alivio detener el proceso de carga.
Luego de que la Concha marina enviara una instrucción clara al Alquimista del mar, este detuvo el proceso de carga y, horas más tarde, el Alquimista marino volvió al exterior. El Alquimista del mar se perturbó al ver el estado en el que se encontraba su padre. Pero, inmediatamente, se preocupó al comprender lo realmente importante.
—¿Quién te hizo esto, viejo? —preguntó su hijo, sin preocuparse por el protocolo.
El Alquimista marino, ciego de un ojo, en silla de ruedas, con quemaduras internas y una cicatriz que indicaba la pérdida de su pulmón derecho, respondió sin titubear.
—Una practicante de vudú conocida como Jorōgumo. Me paralizó con una técnica y me apuñaló con cuatro cuchillas que no alcancé a ver. Eran invisibles de alguna manera.
—¿Invisibles? ¿Pero no las pudiste sentir? —preguntó con asombro el Alquimista del mar.
—No, solo pude sentir la sed de sangre impregnada en algo que no podía verse. Pero estas son heridas de katana, estoy seguro —respondió el Alquimista marino.
Al Alquimista del mar le costaba creer que existiera un practicante de vudú lo suficientemente hábil como para dejar a su padre en ese estado. Se había topado con algunos a lo largo de su vida, pero nunca sintió que representaran un riesgo tan grande.
—¿Cómo era ella? —preguntó intrigado.
—Ya habíamos peleado antes, la derroté y la mutilé con una de mis técnicas de espada hace algunos años. Pero volvió con una extraña apariencia. Tenía un brazo de araña en lugar del que le corté y un parche con una piedra negra.
—¿Algo así como una piedra filosofal que amplifica la sed de sangre?
—Su funcionamiento no se parece en lo absoluto, intenté robarle una de esas piedras negras en nuestra primera pelea pero logró escapar con ella. Cuando volvió, ya tenía cinco en su poder. Una en su ojo y dos en cada costado. Pero, en esencia, es como dices, de alguna manera su sed de sangre aumenta mucho por cada una de ellas.
Ambos alquimistas callaron por un instante. Pero el Alquimista marino rompió el hielo diciéndole a su hijo que si deseaba ver todo con detalle, podría acceder a las grabaciones de vigilancia de La concha marina. El Alquimista del mar prefirió tomarle la palabra antes que continuar con aquel silencio incómodo. Luego de ver las grabaciones de las peleas de su padre contra Jorōgumo, entendió por qué terminó en esas condiciones y tuvo miedo de que alguien tan peligroso como ella estuviera suelta.
***
Cada noche, el Alquimista del mar realizaba sesiones de curación utilizando la energía que estaba estudiando y que almacenaba en su piedra filosofal.
—¿Qué es ese Splendor solis que usas? —preguntó el Alquimista marino.
—Es la energía más pura que puede tomarse del sol, el Ignis-Aqua del que hablan las leyendas. Es la energía solar que puede acumularse en agua de mar previamente infundida con ánima, para luego ser acumulada dentro de La perla negra.
—Brillante, has hecho una buena investigación, muchacho —dijo el Alquimista marino, sin percatarse de que era el primer cumplido que le daba a su hijo.
—¡Me llamo Thomas! —gritó el Alquimista del mar, fingiendo enfado para esconder la conflictiva alegría que despertó la primera señal de aprobación paterna que recibía en su vida.
***
El Alquimista marino conocía técnicas de sanación por medio de la canalización de ánima mundi a través de su cuerpo. Pero, debido al difícil manejo de dicha energía, la sanación de su cuerpo tomó mucho tiempo.
Pasó un año en silla de ruedas, tiempo que aprovechó para entrenar a su hijo para una posible pelea contra algún practicante de vudú que usara esas extrañas piedras negras. Entre dichas enseñanzas estaba una mejor percepción de la sed de sangre, información sobre el funcionamiento del vudú y datos valiosos que le permitieron mejorar la Perla negra.
Además, recibió un entrenamiento especial con el que el Alquimista marino le enseñó a incorporar el Splendor Solis en su estilo de combate por medio de dividir La perla negra en cuatro tatuajes, uno para cada mano y pie. Los tatuajes podían formar runas que cambiaban a voluntad y permitieron al Alquimista del mar perfeccionar su estilo de pelea para infundir hielo y fuego en sus puños y patadas.
Las runas en sus pies también le permitían canalizar su aura y el Splendor solis en sus piernas para moverse a grandes velocidades y saltar en el aire como si fuera capaz de patearlo para darse impulso adicional.
***
Luego de aquel año de entrenamiento, el Alquimista marino completó su proceso de reparación corporal y quedó en el mejor estado físico que le permitió su técnica de sanación. Fue capaz de ponerse de pie con ayuda de muletas, aún sentía dolor por las heridas internas y no logró reparar su ojo. Pese a ello, aún podía manejar la alquimia para potenciar su cuerpo y se concentró en incorporar más técnicas de emanación de energía al que sería su nuevo estilo de combate adaptado a sus limitaciones.
Incluso con sus secuelas, el Alquimista marino seguía siendo más hábil y experimentado que su hijo, por lo que siguió entrenando las habilidades de lucha del Alquimista del mar mientras usaba esos combates como rehabilitación para su cuerpo y manejo del aura. Le tomó otro año al Alquimista Marino recuperar suficiente salud como para dejar las muletas.
Cuando alcanzó una condición física aceptable, decidió que era tiempo de emprender su siguiente viaje. El Alquimista marino sacó un extraño objeto que estaba dentro de su piedra filosofal y le empezó a contar a su hijo la historia de un lugar conocido como La aldea de los exiliados.
Thomas era el hijo ilegítimo de un sargento primero de la Marina, por lo que tuvo muy poco contacto con su padre. Pese a ello, cuando cumplió quince años, su padre decidió llevarlo de viaje a una playa muy lejana. Le dijo que admitía no haber sido una figura paterna para él, pero que lo único que podía darle como legado era enseñarle las artes de la alquimia que fueron el motivo de sus constantes viajes durante casi dos décadas. Thomas, por supuesto, se rehusó. Pero su madre lo obligó a obedecerlo como si de ella se tratara, incluso si pensaba que sus peticiones eran de lo más insólitas.
El entrenamiento duró alrededor de tres años y fue un curso intensivo de alquimia con un orden muy específico. Primero, debía recibir una preparación física y de supervivencia que le permitiera vivir de la naturaleza. Paralelo a eso, realizaban constantes ejercicios de meditación para sentir lo que su padre llamaba «la presencia del planeta». De hecho, lo llamaba de muchas formas: «el ánima del mundo», «la energía vital de La Tierra», «ánima mundi». Pero siempre se refería a lo mismo: una misteriosa sensación que, una vez identificada, puede ser sentida en todos los organismos vivientes.
Habían pasado casi tres meses y Thomas aún no entendía a qué se refería su padre. Llegó a pensar en el entrenamiento físico como un castigo de parte de su madre por su mala conducta. Además, la preparación física era incluso más estricta que una preparación militar. Para ese punto, se cuestionó el propósito de esa tortura no solo física sino emocional. Debido a que, aparte de las lecciones de meditación y rutinas de ejercicio intenso, él no establecía contacto alguno con él.
—¿Solo para esto me trajiste? ¿Para atormentarme con ejercicios y con discursos raros sobre presencias y energías?
—¡No sé de qué hablas, muchacho! —gruñó su padre.
—¡Me llamo Thomas!
—No es importante cómo te llames, solo es importante que aprendas como si tu vida y la de tu madre dependieran de ello.
—¡Nunca sé de qué mierdas hablas!
—No es necesario que lo entiendas, es importante que aprendas a enfocarte. Te desconcentras con mucha facilidad.
—¡Deja de cambiar el tema, viejo loco! ¿¡Qué propósito tiene toda esta tortura!?
El padre de Thomas, que jamás había establecido contacto visual con su hijo, lo miró fijamente. En sus ojos se podía ver claramente un fulgor azul que intimidó al muchacho.
—Tienes razón —dijo su padre—. Después de todo jamás lo has visto. Es natural que no entiendas nada, incluso con toda la preparación física y la alimentación especial.
Efectivamente, Thomas no entendía nada y se limitaba a ver cómo su padre caminaba hacia a una zona rocosa.
—Toma una piedra y trata de lanzarla después de que me ponga esto —dijo su padre mientras se colocaba una venda negra en los ojos—. Puedes lanzarla desde donde desees. ¡Hazlo con la intención de matarme, será tu única oportunidad!
Thomas le tomó la palabra. La idea de poder devolverle al menos algo del dolor de la tortura era muy tentadora para él. Agarró una piedra grande y se movió sigilosamente para cambiar de ángulo y aprovechar el efecto de la venda. Para ese entonces, Thomas ya sabía que su padre no era un hombre ordinario. Muchas veces intentó escapar del entrenamiento. Pero su padre siempre lo encontraba, incluso si escapaba mientras él dormía. Por alguna razón que Thomas no entendía, su padre era capaz de sentir su presencia y encontrarlo en poco tiempo. La velocidad tampoco sería útil para huir. Su padre se movía tan rápido que los ojos casi no eran capaces de captar sus movimientos.
Estaba listo para lanzar la piedra con todas sus fuerzas, apuntando a la cabeza. La lanzó, y su padre no hizo esfuerzo aparente en esquivarla. Cuando la piedra estuvo a punto de golpear su rostro, Thomas se asustó pensando que lo había lastimado. Pese a su ausencia y el dolor provocado durante esos meses, era incapaz de querer causarle daño real.
Pero el resultado fue otro. Una milésima de segundo antes de que la piedra lo tocara, su padre no solo la esquivó sino que además apareció a espaldas de él. Thomas estaba sorprendido. Pero su padre no le dio tiempo de procesar la sorpresa.
—Sigue intentando —dijo el confiado alquimista—. Aléjate y agarra más piedras. No podrás darme con ninguna.
Thomas odiaba que lo desafiaran y ahora sentía curiosidad de las limitaciones de los reflejos y sentidos de su padre. Se alejó y le lanzó otra piedra. Esta vez, el alquimista permaneció inmóvil y, para total asombro de su hijo, la piedra se hizo pedazos antes de poder tocarlo.
El muchacho sabía que su padre tal vez intentaba enseñarle un extraño arte marcial o religión, y de alguna manera sintió curiosidad por sus inusuales capacidades físicas. Pero pasar de eso a destruir una piedra, sin siquiera tocarla, era un asunto muy distinto.
—¿Cómo hiciste eso, viejo? —preguntó con evidente sorpresa.
—Con un entrenamiento mucho peor que el tuyo— dijo el alquimista dentro de la mente de Thomas, mientras se movía hacia su espalda con una agilidad sobrehumana.
—¿¡Cómo puedes hablar en mi mente!? —gritó el confundido muchacho.
—Estos son los resultados del entrenamiento que acabas de empezar.
Dicho esto, su padre empezó a hacer unas extrañas posturas con sus manos. Un brillo de color azul emanaba de su mano izquierda. De repente, un rayo de color verde salió disparado desde sus manos y chocó contra una roca, que terminó hecha pedazos por el impacto.
—¿Qué demonios eres, viejo? —dijo Thomas, a quien le costaba creer lo que vieron sus ojos.
—Soy un alquimista, e intento enseñarte las bases antes de volver a viajar. Quiero que seas capaz de cuidar de ti mismo y de tu madre —dijo, mientras buscaba algo en su bolsillo—. También quiero que conserves este collar.
Luego de aquel suceso, Thomas empezó a tomarse en serio el entrenamiento.
***
A Thomas le tomó alrededor de un año aprender la habilidad de sentir el ánima mundi y pasar a la siguiente etapa del entrenamiento. Esta consistía en el aprendizaje de un arte marcial que tenía como objetivo darle conciencia de su cuerpo y, posteriormente, ser capaz de sentir el ánima que fluía dentro de él. Pasaron otros varios meses hasta que, al fin, entendió lo que su padre trataba de explicarle durante las agotadoras rutinas de ejercicio y meditación. Había conseguido despertar su percepción extrasensorial.
Una vez que fue capaz de sentir el ánima que emanaba de su propio cuerpo, la siguiente etapa del entrenamiento consistía en determinar la fuente de dicha energía. Esto era aún mucho más complicado. Le tomó casi seis meses determinar que dicha energía procedía de su propia alma. Y casi tres meses más para identificar que el alma poseía un núcleo que era, al mismo tiempo, un lugar y un generador de energía.
Su padre seguía aumentando capas de dificultad al entrenamiento. Ahora no solo consistía en duras rutinas de ejercicio físico, prácticas de batalla cuerpo a cuerpo y meditación. Sino que además, durante los combates, debía ejercitar su concentración para sentir todo el tiempo el patrón de circulación de su propia ánima desde el núcleo de su alma.
La siguiente etapa consistía en repetir las mismas rutinas, pero con los ojos vendados; con el objetivo de desarrollar su percepción extrasensorial. Su padre, también vendado, buscaba y golpeaba a su hijo mientras este intentaba huir o defenderse de los golpes. Tras varios meses de constantes golpizas, Thomas fue capaz de sentir la presencia de su padre y esquivar uno que otro ataque. Pasó el resto del entrenamiento esquivando o desviando progresivamente cada vez más golpes.
***
Luego de casi tres años, su padre se despidió diciéndole que por fin había aprendido las bases de la alquimia. Pese a ello, Thomas no era capaz de llevar a cabo la telepatía, la emanación de rayos de energía o la velocidad sobrehumana. El fruto de su entrenamiento consistía en concentrarse profundamente hasta lograr que el núcleo de su alma dirigiera cierta cantidad de ánima hacia su puño. Thomas había aprendido que, así como el flujo de electrones genera energía eléctrica, el flujo de ánima genera una energía conocida como aura, que podía concentrar en su puño, permitiéndole destruir rocas de tamaño considerable. Sin embargo, la técnica le requería tanta concentración que le era imposible usarla en batalla, además terminaba desmayado a causa del esfuerzo físico y mental que requería ejecutarla.
Haciendo un entrenamiento de un año por su cuenta, fue capaz de mantener la conciencia luego de usarla hasta un máximo de tres veces. Thomas siguió entrenando arduamente durante años, intentando mejorar sus habilidades alquímicas para descifrar los misterios contenidos en el collar que recibió.
Luego del entrenamiento, Thomas no volvió a saber de su padre durante años.
***
Continuaban las labores de emergencia de La concha marina, con el objetivo de hacer las reparaciones corporales necesarias para estabilizar los signos vitales de El alquimista marino, que había recibido mucho daño de las katanas de Jorōgumo.
Jorōgumo, por su parte, ejecutó el conjuro de Mahou que le permitía rastrear el aura de El alquimista marino. Sin embargo, el conjuro no mostraba señal alguna del aura de su adversario. Jorōgumo dio por muerto al alquimista y confirmó la aparente consumación de su venganza.
—Lo maté. ¡Al fin maté al maldito! —gritó Jorōgumo mientras reía de forma demencial—. ¡Manchar el honor de la Octava plaga se paga con sangre!
Jorōgumo perdió de vista a La concha Marina, pensando que dentro de ella no había más que un cadáver, por lo que se convirtió en humo y desapareció del lugar sin dejar rastro. Sin embargo, uno de los mecanismos de La concha marina le permitía evitar que cualquier señal escapara de su interior. Esto incluía su propia aura y la de su usuario. Debido a esto, el conjuro de rastreo de Jorōgumo fue incapaz de detectar señal de El alquimista Marino; haciéndole creer que, efectivamente, había fallecido.
***
Thomas había entrenado casi una década por su cuenta. Había conseguido, por fin, igualar las proezas que vio realizar a su padre durante la preparación que le dio. Además, había logrado descifrar la naturaleza del collar que recibió. Dentro del collar existía mucha información sobre la alquimia, recopilada por su padre durante años. Además, contenía una extraña visión en la que La Tierra era atacada por una raza de seres que llegarían atravesando grietas dimensionales. El collar, además, contenía unas instrucciones muy complejas que aún no lograba descifrar del todo. Una vez conocida la visión, Thomas decidió aumentar la intensidad de su entrenamiento para estar en condiciones de hacer frente a los enemigos que invadirían el planeta dentro de algunos años.
Con el tiempo, llegó a ser conocido como El alquimista del mar y decidió perfeccionar un arte marcial potenciado con alquimia que le permitía al practicante conseguir un movimiento rítmico, parecido al de las olas, de manera que sus ataques no pudieran ser previstos incluso cuando mantenían cierta cadencia.
Usando el conocimiento dentro del collar, El alquimista del mar construyó la piedra filosofal incompleta conocida como La perla negra. Esta piedra filosofal consistía en un líquido de color oscuro, que podía guardarse debajo de su piel como un tatuaje capaz de cambiar de forma a voluntad del usuario. Dentro de La perla negra empezó a cargar ánima y una energía experimental en la que estaba trabajando, conocida como Splendor Solis.
***
La piedra filosofal incompleta conocida como La concha Marina tenía un protocolo de emergencia muy bien programado. Mientras usaba su maquinaria médica para sanar las severas lesiones de El alquimista marino, viajaba a toda velocidad hacia una dirección específica. La piedra seguía la señal producida por el aura de El alquimista del mar.
Mientras El alquimista del mar realizaba sus entrenamientos físicos en el agua, un objeto con un brillo rojo se estrelló contra la arena de la playa. El alquimista se acercó a inspeccionar e inmediatamente detectó la presencia de una piedra filosofal y de una persona. Al tomar a La concha marina con sus manos, una visión muy clara llegó a su mente.
—Thomas, soy tu padre. Si recibes este mensaje significa que estoy en severo peligro dentro de mi piedra filosofal. Si esto ocurre, quisiera pedirte que cargaras la piedra por mi. No se cuánto tiempo o energía requiera el proceso, pero dejo mi vida en tus manos, hijo.
Pese al notorio paso de los años, El alquimista del mar logró distinguir el rostro que le fue mostrado en la visión. Luego, su mente fue invadida por recuerdos y preguntas relacionadas con el abandono por parte de su padre, El alquimista Marino. Por un momento dudó en brindarle su ayuda, pero inmediatamente recordó el entrenamiento que recibió y lo útil que le había sido a lo largo de su vida.
—Al fin tengo tu vida en mis manos, viejo —dijo El alquimista del mar, con una sonrisa de satisfacción—. Por lo pronto te pagaré el entrenamiento que me diste.
El alquimista cerró los ojos y se concentró.
—¡Veamos cómo se siente cargar la piedra del viejo!
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