El espejo de mi abuela


Mi abuela tiene un espejo frente a su camilla.

Antes de colgarlo, sus nueve hijos discutieron más de una hora si era prudente o no colocarlo ahí.

—¿Cómo van a permitir que mamá se vea así, anciana y enferma? —dijo una.

—¡Pero tiene derecho a no olvidarse de quién es! —respondió otra.

—Preguntémosle a ella, mejor —sugirió otro de sus hijos.

La madre de ellos, con su voz pausada pero decidida, les dijo a todos:

—Durante el tiempo que Dios me ha permitido vivir, he sido bendecida con muchas cosas. El Señor me dio una familia numerosa y un esposo amoroso. Tuve salud y, aunque he perdido un poco de memoria y se me sumaron otros males, sigo creyendo que todo forma parte del plan de Dios.

»Ustedes saben que mis manos tiemblan y que mi vista es borrosa. Extraño mucho ver las caracolas y los detalles de las plumas de las aves. También me encantaría poder ver los rostros de mis hijos y de mis nietos, pero me es imposible.

»Respecto a si necesito o no un espejo en mi habitación, la respuesta es sí. En la imagen borrosa del espejo, me veo sonriendo y abrazada a su padre. Me veo hace cuarenta años cuando ustedes eran unos críos y con su padre y conmigo comíamos en la mesa. Me veo con mis nietos y su abuelo, caminando en el rancho y pensando en qué será de ellos cuando crezcan. Me veo señalando aves y coleccionando caracolas.

Mi abuela no dijo más. Se recostó y esperó a que sus hijos aceptaran.

—Está bien —dijeron todos casi al unísono.

Como un pajarito


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Fotografía por Julio Alejandre.

La madre de Marta fue languideciendo poco a poco, como una llama mortecina, hasta apagarse del todo. La memoria empezó a fallarle en pequeñeces cotidianas: olvidaba la lista de la compra, lo que había ido a buscar al ropero o, con el teléfono en la mano, a quién iba a llamar; se le borraban inmediatamente las cosas que acababan de pasar o lo que le habían dicho; después se le olvidaron los nombres, empezando por los simples conocidos, continuando por los allegados y, más adelante, las personas más queridas, Marta incluida. «¿Quién es esta chica?», le preguntaba a su hija Consuelo, que se la había llevado a vivir con ella cuando enviudó, y se encargó de cuidarla a lo largo de la enfermedad; ella y Tomas, su marido.

Marta los visitaba un domingo de cada dos. Iba por la tarde y siempre compraba una bandejita de suizos y ensaimadas en la pastelería de la calle Ibiza, esquina con Máiquez, y se los tomaban acompañados de chocolate clarito. Su madre solía estar sentada en una butaca frente a la televisión, ajena a las conversaciones de los adultos y a los juegos de los nietos. Cuando la imagen fallaba reclamaba la ayuda a su yerno: «Consuelo, a ver si este señor puede arreglar el aparato». Pero también el vacío de su memoria engulló a Consuelo, como se olvidó de vestirse, de caminar e incluso de hablar.

Los veranos los pasaban en Cáceres, la tierra de Tomás, en un pueblo ya metido en la sierra donde tenían, en las afueras, una casona de piedra rodeada por un enorme huerto con alberca, acequias de riego y hasta un sembrado de almendros en la parte trasera. Marta siempre reservaba unos días de sus vacaciones para pasarlos con ellos. Le gustaba la tranquilidad que se respiraba allí, el murmullo del agua al correr por la acequia, que era, cuando no estaban alborotando sus sobrinos, el único sonido que turbaba el silencio. Dentro de la casa no se podía estar sin una chaqueta, ni siquiera a mediodía, y para dormir necesitaba arroparse con un grueso edredón. Su madre pasaba las horas muertas sentada en una mecedora bajo el pequeño pórtico que había a la entrada, recibiendo el sol en los pies y con la mirada perdida. Solo la movían para darle de comer, para llevarla al servicio y para acostarla. Marta observaba con tristeza su figura de pajarito, las manos temblorosas, que se frotaba continuamente, y su pelo completamente blanco.

Se murió uno de aquellos veranos, cuando los días de vacaciones en el pueblo estaban a punto de terminar. Marta no sabe exactamente qué provocó su fallecimiento, en todo caso algo muy leve que su delicada fragilidad no pudo superar. Recuerda, en cambio, que estaba sentada en un banco bajo los almendros, leyendo un ejemplar de Rimas y leyendas, cuando Consuelo fue a buscarla y le dijo, con mucha calma: «Ven a ayudarme que mamá se ha muerto». Entre las dos la metieron en la bañera, para asearla, y después la tumbaron en la cama para vestirla y adecentarla. Recuerda también que su madre se había quedado rígida y que fueron incapaces de conseguir estirarle las piernas, por lo que hubieron de meterla en el ataúd de lado, con las rodillas dobladas. Decidieron enterrarla en aquel pueblo, extraño para su madre, pero ninguna de las hermanas era una romántica y no tuvieron ánimo para afrontar los trámites que implicaba el traslado del cadáver.

En el entierro solo estuvieron presentes ellas dos porque en el pueblo nadie la conocía, Tomás se había quedado en casa con los niños y a los demás parientes no quisieron estropearles las vacaciones. Acompañaron al coche fúnebre hasta el camposanto y se esperaron un rato, en silencio y cogidas de la mano, hasta que el nicho estuvo tapiado.

El cadáver de su madre fue el primero que tocó Marta y el recuerdo de su tacto frío y cerúleo aún le escama la piel.