
Abrazo con mis manos
la taza de café
como si fuera la última vez,
mientras este oro negro
arroja cincuenta mililitros
de esperanza
en mi nuevo día.
Cincuenta mililitros dan para mucho,
aun en los amaneceres más desvaídos:
con el primer trago, bendigo la suerte de estar viva,
y apago la sed de ti:
dulce cafeína.
Un segundo sorbo;
diez mililitros más,
y la noche da un paso atrás;
quedaron sin boca los monstruos que tejen trampas,
y después esperan, trasmudados,
bajo las alcantarillas.
No ha salido el sol aún,
pero todo se sitúa
en su justo espacio,
ocupando
la medida exacta
de las cosas.
El viento arrastra una densa nube negra,
que se aleja.
Se pelean: la luz de las farolas y el amanecer;
ojalá fueran así todas las guerras.
Un tercer trago,
y remiendo todas las dudas,
que hoy traigo hilo y aguja,
que esta mañana sabré encajar
las dos piezas de esta costura.
Con el último sorbo,
me levanto de la silla;
hay mucho por hacer;
lo haré con calma
que llevo prisa.
Y al poso,
lo muevo y lo remuevo
hasta que muda su forma,
que hoy nada ni nadie,
ni yo,
va a poder amoldarme en su horma.
Dejo la taza en la encimera;
no:
mejor le voy a tallar un marco de madera
—aprenderé—;
y, así enmarcada, la voy a colgar
de mi pared,
como un recuerdo.
El gris de los colores
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