La amante


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Sola en su cuarto de seis metros cuadrados, abandonada a su suerte sin más compañía que la televisión, la cama, ropa sucia y una cafetera. Adicta al smartphone, leyendo y volviendo a leer los mensajes de él. Contando los «te amo», los «te quiero» y los «juro que pronto dejaré a mi esposa» mientras espera que él le vuelva a escribir.

Encerrada sin más caminos que los laterales de la cama que llevan al baño y a la puerta que da a la calle.

La calle infestada de virus. Sin gente. Vacía.

Vacía como vacía la cama en la que se abrazaban por las tardes. Desolada, como desoladas las últimas tardes sin los juegos prohibidos del amor a escondidas.

Ella, sola, llora en su cama, llora en su baño y llora al pie de la ventana. Entonces lo extraña y lo ama. Y lo odia mil veces porque él está en su casa. Abrazando a la esposa que, según él, ya no ama. Jugando con los niños que no soporta. Sentado en la sala, junto al retrato familiar, con el control de la televisión, viendo películas, recordando vacaciones, riendo. 

Son las nueve treinta de la noche, la familia cenó cereales y frutas, y ahora él está sentado en la sala observando a su familia. Ella cenó una sopa instantánea acompañada del streaming desde su celular. Él está pensando en que ama a sus hijos, que extrañaba a su esposa y que lo mejor es olvidarse de la chica del servicio social, la que dejó toda su vida para irse a encerrar a un cuarto, la que se quedó sin familia y sin amigos. La que vive solamente de algunos pesos y del amor que él le da. Ella piensa que, sin su amor, lo mejor es morirse, que él le ha bloqueado el teléfono, que no puede acercarse a su casa porque está prohibido salir y porque quizá muriendo se olvide del pesar de extrañarlo. Él la prefiere muerta, porque ella es la culpable de todo lo malo que le ha pasado, porque él es pilar de su familia, ejemplo de su iglesia y ella, solo una muchacha que le hizo daño, y mejor que se muera, que se muera de hambre, de virus o de tristeza, pero que se muera ya.

Son las doce de la noche, los infomerciales se apropian de los canales de televisión abierta de la ciudad, un alma ha perecido y una familia nuevamente es feliz junta.

Nunca había olvidado una amante


US_Federal_Reserve_Board_room_1940

por Reynaldo R. Alegría

Cuando el consejero del ministro recibió una petición para una entrevista con estudiantes universitarios, una sonrisa se le dibujó en el rostro.  Desacostumbrado a ello, pues las solicitudes siempre iban dirigidas al ministro, accedió con agrado.  Tenía un sabor distinto el encuentro usual de segundas manos que le tocaba tener cuando el ministro le pasaba la encomienda, que el que estaba originado en la súplica expresa de su presencia.

—¿Estudiantes?

—Sí doctor, del Curso de Sociedad y Política.

—¿Pero me quieren ver a mí o al ministro?

—A usted, doctor.

—¿Por qué?

—Si quiere los paso a su asistente.

—No se preocupe, cítelos en un espacio que tenga disponible.  Media hora.

Llegada la cita, el consejero optó por el saco de Armani color gris carbón, los zapatos negros Ferragamo y la corbata Gucci roja, la de la buena suerte.  Tras su decisión de hacerlos esperar 20 minutos los recibió en la sala de juntas, donde los estudiantes ocuparon tres de las 30 acojinadas sillas ejecutivas de alto espaldar.  Dos de las estudiantes iban vestidas con ropa casual típica de universitarias: mahones, polo, sandalias sin taco y un bolso grande de telas indias de algodón.  La tercera, Natalia, que se manifestó y actuó como líder en todo momento, llevaba un vestido y tacones más útiles a la celebración de una boda familiar que a la ocasión que la ocupaba.

El consejero hurgó en los movimientos, las miradas, los gestos, las manos, la boca, las nalgas y las tetas de las tres chicas y no encontró nada que le atrajera.  Se la había pasado la noche fantaseando con tres bellas chicas que lo querían saber todo de él, cómo había llegado hasta su posición, sus gustos, si algún día sería ministro o si interesaba un escaño en el Parlamento.

La aburrida reunión versó sobre la política pública del Estado para el desarrollo sostenible.  Transcurridos 20 minutos ya los temas se habían agotado.

—¿Tienen alguna otra pregunta?

—En realidad creo que lo hemos cubierto todo —dijo Natalia.

—Pues si no hay más nada, las dejo pues trabajo en un discurso del presidente.

Se puso de pie y con un suave apretón de manos dio por terminada la reunión.  Al despedirse de Natalia, esta le agarró un poco más fuerte la mano y le acercó su cuerpo.  Le habló alto para ser escuchada.

—Quiero darte las gracias por habernos recibido.  Sé que estás muy ocupado.

Desconcertado por el tuteo el consejero dio un paso atrás guardando cierta distancia con el respiro de ella.

—No se preocupe, señorita, ha sido un placer.

Esa tarde, el consejero recibió una inesperada llamada de su hermano.

—¿Cómo te fue con Natalia?

—¿Natalia?

—Sí, la que te fue a ver hoy con unas amigas de la uni.

—Bien, pero no sé quién es Natalia.

—Chico, la amiga mía.

—¿Cuál?

—Que nos ayudaste hace años con una tarea del colegio.

—¿Natalia?

—Que se quedó a dormir contigo.

—¿Cuál?

—No me digas que no la reconociste.

Nunca había olvidado una amante, mucho menos las ocasionales.  Eran conquistas de guerra.  Se sintió triste.

Foto: Federal Reserve Board room in 1940. Photo Credit: Harris & Ewing

Irredento


Animita

Summun jus,
Summa injuria.

Podrás soñarme
forajido,
jamás bandido.
Podrás saberme
corsario,
nunca pirata.
Podrás tenerme
amante,
no mendigo.
Podrás sentirme
luctuoso,
pero no réprobo.
Podrás decirme
poeta,
mas no disipado:
mi
bendita
maldición
la incandescencia,
absoluta
veleidad
de mi ser.
Hazme justicia.

Alejandro Cifuentes-Lucic © Catalejo 2013
Libro: Escritos Metalúrgicos / 2013

@CifuentesLucic

@Saltoalreverso

Fotografía: “Animita” – Original del autor en http://goo.gl/4f1QHc.