Centrifugando recuerdos (XXXIII)


Centrifugando recuerdos

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Luis conduce con las ventanillas bajadas del todo. La brisa nocturna atraviesa el vehículo, tropezando con el obstáculo humano, y él lo agradece, pues desde que abandonó el Pirineo es la primera vez que nota erizársele el vello de los brazos y la nuca. Ese es uno de los motivos por los que ha decidido emprender el viaje de noche; el otro es que no tenía sentido prolongar la situación. Ya sabe todo lo que tenía que saber y ha hecho todo lo que estaba en su mano para convencer a Sara de que se dieran una oportunidad.

«A lo mejor la gitana no sabe tanto como dice. A lo mejor lo que esperaba Sara de mí es que la dejara en paz de una vez… No sé, pero da igual. Lo que tenga que ser, será», se repite en bucle, tratando de autoconvencerse de que no había otra salida. Y el caso es que con cada quilómetro que se aleja de Granada, lo sucedido esos últimos días le parece más la creación de una mente retorcida con necesidad de entretenimiento.

Ahora bien, cada vez que llega a la conclusión de que más le vale recordarlo como una experiencia tan excitante como surrealista, su cerebro se empeña en recordarle el último whatsapp recibido: «Adiós, Luis. Que tengas buen viaje. Quién sabe, quizás nuestros caminos vuelvan a cruzarse, y entonces quizás esté preparada… Nunca te olvidaré», y el emoticono del beso con forma de corazoncito.

—Quizás… —murmura, con la vista fija en el camino que marcan los faros del coche.

La noche es perfecta para conducir, sobre todo con la conciencia libre de culpas y de recuerdos incordiantes. «Ten paciencia y vive tu vida. Deja atrás esos fracasos con los que te atormentas. Todo tiene su momento, y no hay que intentar forzarlo». Los ojos de la zíngara reconfortan, y al recordar su mirada Luis siente que transmite sinceridad.

—Después de todo, puede que este viaje de locos no haya sido una pérdida de tiempo —se dice, mirándose en el retrovisor.

Esa charla inexplicable en la zambra Luis tiene la sensación de haberla vivido en una especie de realidad paralela; bueno, como todo lo ocurrido desde la noche en el cámping, pero al pensar en María la zíngara le viene a la cabeza el “oráculo” de Matrix, y entonces ya no puede más que reírse de sí mismo.

Enciende la radio. Suena el ‘Losing my religion’ de REM. Se pone a tararearla mientras se deja abrazar por el dulce frescor de la brisa nocturna.

…………………………

La última cosa que le apetece hacer es ir a trabajar. Sólo quiere quedarse en la cama, todo el día, o dos, o tres, y esperar a que el tiempo borre la vergüenza que siente. Aunque por mucho tiempo que pase, Tere no cree que las secuelas que ha dejado la visita de Luis puedan borrarse. Nunca había visto a Sara así, tan derrotada al escucharla despacharlo desde la ventana, y eso que derrotada la ha visto unas cuantas veces.

Tampoco ella se había sentido nunca como en ese momento. Los celos y una rabia inmensa la poseyeron. Podría haberle jurado a Sara que lo hizo por ella, para protegerla, pero las dos saben que habría sido mentira.

Al verla allí, impotente, incapaz de tomar una decisión, se sintió la persona más horrible del mundo. Había actuado por puro egoísmo, sin poder (ni querer) ocultar el rencor hacia aquel extraño que amenazaba con arrebatarle lo que más quería, aunque nunca fueran a ser más que amigas… y ahora quién sabe, puede que ni siquiera eso.

Tere se levanta por fin, se da una ducha rápida, se toma un café con leche, con café de ayer y sin calentar, y se va al comedor para acabar de vestirse. Ya ha amanecido y, como cada mañana, asomada a la ventana, la Alhambra le da los buenos días. Parece que hoy no hará tanto calor. Mete la ropa del trabajo en una bolsa, se pone una camiseta de tirantes y se dirige al recibidor para calzarse las sandalias antes de salir.

—Vas tarde, ¿no?

Tere, al borde del infarto, grita y da un salto. Cuando se da cuenta de que es Sara, sentada a la mesa, está a punto de lanzarle el bolso.

—¡Dios! ¡Casi me matas del susto!

Pese a no estar contenta, Sara ríe.

—¿Qué haces ahí? ¿Esta es tu venganza?

Tere tiene la esperanza de que le diga que sí y entonces se fundan en otro abrazo reparador y todo vuelva a ser como antes.

—No es ninguna venganza. No podía dormir, así que he adelantado los preparativos. —Señala la mochila, que descansa sobre una de las sillas—. Me voy ya.

Tere no quiere que lo haga, pero a la vez le alivia el saber que va a estar sola, que no va a tener que disimular su vergüenza ni, al menos durante un tiempo, va a haber ocasión de volver a hablar sobre lo ocurrido esos últimos días.

No sabe si Sara espera que haga algo, que se vuelva a lanzar a sus brazos y le suplique que se quede, o que le diga que adelante, que largarse sin aclarar qué ocurre entre ellas es lo mejor que puede hacer. «Lo habíamos arreglado y justo entonces va y aparece el memo ese». Tere cierra los ojos y chasquea la lengua, pero no, no quiere discutir.

—Conduce con cuidado —declara, con una sonrisa forzada, y prosigue su camino hacia la calle.

Sara mordisquea una magdalena con desgana, la misma que le produce afrontar todo lo que está sucediendo. Oye la llave abriendo la puerta.

—Te echaré de menos.

El repiqueteo en la cerradura cesa de golpe. Silencio.

—Tenemos cosas que aclarar, pero quiero que sepas que te echaré de menos, así que espero que decidas venirte unos días.

No es lo que Sara tenía previsto decir, pero al final, y a pesar de la desconcertante actuación de la tarde anterior, el amor que siente por su amiga es superior a cualquier decepción que pueda causarle. Y se alegra de darse cuenta de que es así.

Después de horas dándole vueltas al asunto, preguntándose qué derecho tenía Tere a responder por ella, le alivia llegar a la conclusión de que durante todos esos años juntas ha acumulado suficientes comodines como para permitirse semejante cagada.

Pero también ha estado dándole vueltas a las palabras de Luis. «Lo sé todo», dijo, y de repente se sintió más expuesta que nunca; tanto, que dejaban de tener sentido todas sus precauciones, sus miedos, sus inseguridades. «Dice que esperará lo que haga falta». Durante la noche una parte de ella estaba dispuesta a mandarlo todo al carajo y salir tras él. Demasiado impulsiva. Pero algo ha cambiado. El motivo para no reaccionar ya no es ella misma, sino lo acontecido con Tere, que sigue en el recibidor sin decidirse a marcharse. Con todos los sentidos alerta y la inquietud de no ser capaz de aguantar con entereza lo que tenga que escuchar.

—Te dije que me iba —continúa Sara—, que no era el momento de aventuras, así que no te puedo reprochar lo que hiciste. —Está inusualmente serena. Tere tiene que hacer un gran esfuerzo para evitar que le castañeteen los dientes—. Pero no puedo dejar de preguntarme por qué lo hiciste. Esa decisión me pertenecía. Me arrebataste incluso la decisión de no hacer nada.

Tere agacha la cabeza, escuchando en la oscuridad del recibidor, renunciando al derecho de réplica. No se siente con fuerzas para hacerlo, y se tiene que ir a trabajar. El dedo índice acciona por fin el pestillo, y el click retumba como un bombazo en su cabeza.

—De todas formas, lo hecho hecho está… Nuestra amistad está por encima de todo.

Tere prolonga el silencio unos instantes más. «Amistad», bonita palabra. Valiosa. Y, sin embargo, escucharla de labios de Sara le produce amargura. Nota cómo la presión crece en las sienes, hasta que, a punto de estallar en un llanto silencioso, abre la puerta, sale al rellano, despacio, cierra con suavidad y se va, saboreando el triste sabor amargo de sus lágrimas.

Sara engulle el último trozo de magdalena, de forma mecánica, sin saborearla.

—Que tengas un buen día… hermana. Nos vemos pronto —concluye en un murmullo.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXX)


Centrifugando recuerdos

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Son las seis de la tarde. El sol ha recuperado el terreno perdido y vuelve a caer a plomo sobre Granada. Luis ha dado cuenta de varias jarras de cerveza entre platos de chipirones, patatas bravas y mejillones al vapor. Está sudando y se siente pesado; sobre todo le pesan los párpados, empujados por la nube turbia que el exceso de alcohol ha colocado en su mente.

Se ha pasado buena parte del tiempo consultando la pantalla del móvil, esperando un mensaje que no ha llegado, hasta que, derrotado por la evidencia, ha decidido beber (más) para olvidar (más). Pulsa de nuevo una tecla cualquiera —«Es la última vez, se acabó hacer el pringao», proclama, como en la última media docena de ocasiones en que ha llevado a cabo la misma operación— y, de nuevo, deja caer el aparato sobre la mesa.

—Soy el campeón mundial de los pringaos —sentencia en un murmullo de voz pastosa.

Y entonces nota cómo le sube una ola de calor desde el estómago, que enciende los fuegos artificiales.

—Ya está bien.

En un arranque de indignación, agarra el teléfono y, sin dejar lugar a la prudencia, le escribe a Sara: «La culpa es mía por dejarme engañar, pero ya te vale. Ni una triste excusa… Adiós, Sara». Pulsa el botón de enviar y espera, todavía con la adrenalina latiéndole en las sienes. Unos segundos después contempla la aparición del doble “check” junto a la hora de recepción del whatsapp. «Ya no hay marcha atrás», reflexiona, despacio, como si las palabras le fueran apareciendo por fundido en el cerebro, lo que contrasta con la excitación que le araña en el estómago y le hierve en el rostro.

«Estás borracho, y en un rato te arrepentirás del calentón», escucha, muy lejos, como si un alguien incierto se lo susurrara a través de un tubo larguísimo acoplado al oído. Vuelve a soltar el teléfono sobre la mesa, pero golpea en el filo y cae al suelo. Algunos clientes de la terraza interrumpen sus conversaciones, desvían la atención atraídos por el incidente, e inmediatamente pierden el interés. Luis, con los movimientos aletargados, tarda unos segundos en agacharse para recuperar el cacharro.

—Mierda —maldice, al darse cuenta de que ha aparecido una grieta en la pantalla.

—Amigo, creo que necesitas una buena siesta.

Cuando Luis aparta la vista de la maltrecha pantalla se encuentra con la inevitable sonrisa de Aiman, que ha tomado asiento acompañado por una botella de agua de litro y medio y un bocadillo.

—Por fin llegó el merecido descanso —declara, al tiempo que propina un señor mordisco al bocadillo—. Es de sardinas. ¿Quieres?

Pero Luis no escucha. Está ahí, sabe quién es el muchacho que lo acompaña, pero todo su esfuerzo mental está concentrado en la frustración por haberse cargado el teléfono y, sobre todo, en buscar razones que den sentido al arrebato que lo ha conducido a despedirse de la mujer a la que ama.

—Se ha roto —anuncia lacónico, mostrando el móvil sin ningún entusiasmo.

Aiman mastica, traga y, cogiendo la botella con una mano, bebe.

—Si quieres uno nuevo, muy barato, conozco a un amigo que tiene una tienda aquí mismo —responde, entre bocado y bocado—. Aunque esa cara no es por el móvil, ya la llevabas puesta hace un rato.

Luis vuelve a concentrarse en el teléfono. Con cierto alivio comprueba que la pantalla, aunque atravesada por una grieta, sigue funcionando. Con gesto torpe abre una vez más el whatsapp y tarda un par de segundos en comprender que la señal azul junto al mensaje enviado a Sara significa que ya lo ha leído.

—Ahora sí que está —sentencia, con aire de derrota.

—Sí que está ¿el qué? —interviene Aiman, que devora el bocadillo a una velocidad sorprendente.

Luis levanta la vista y se encuentra de nuevo con los ojos despreocupados del camarero. «Es el tipo de persona que se adapta a cualquier situación», se escucha reflexionar. «Yo, en cambio, vivo en un agobio continuo… Y eso que llegó en patera…»

—Amigo, ¿por qué no te vas a descansar un rato? —Aiman se levanta y, decidido, se planta junto a la silla de Luis y le ofrece los brazos—. Vamos, que te acompaño. Aún me quedan veinte minutos.

Luis lo mira, y durante unos instantes valora el ofrecimiento. Hasta que cierra los ojos y, despacio, empieza a mover la cabeza de izquierda a derecha al tiempo que le aflora una sonrisa que no sabía que aún tenía.

—Colega, eres todo un descubrimiento. Anda, siéntate y disfruta de tus veinte minutos. —Se recuesta en la silla y desvía la atención a la Alhambra, siempre tan hechizante. Suspira y, aunque la nube continúa enturbiándole la mente, nota que las palabras se dirigen a la boca, listas para salir—. La he cagado. Mucho. —Aiman, de nuevo sentado, presta atención, pero no dice nada—. Le acabo de decir a la chica a la que amo, la que me ha llevado a cruzar el país de arriba abajo, que me largo. —Se echa hacia delante, apoya los codos en la mesa y deja descansar la cabeza sobre las manos abiertas—. ¿Qué hago ahora? Me dijiste que eras psicólogo…

Aiman ríe, y antes de contestar da varios tragos a la botella. Ya no hay rastro del bocadillo.

—Cómo os gusta dramatizar, ¿eh? —Deja la botella en un lado de la mesa, acerca la cara a la de Luis y se coloca delante las dos manos abiertas, con ocho dedos levantados—. Ocho años me llevó convencer a Hamida de que estábamos hechos el uno para el otro. Y, ya ves, cuando lo conseguí, me vine a España. —Luis observa inexpresivo, intentando descifrar el mensaje—. Los españoles tenéis demasiada prisa para todo. —Se echa para atrás y agarra de nuevo la botella— ¿Crees que un mensaje de teléfono, que has escrito medio borracho, es el punto final a una relación que no ha empezado? —dispara, e inmediatamente se acopla la botella a los labios.

—Supongo que tienes razón —es todo lo que se le ocurre a Luis como respuesta.

…………………………

—Cómo odio que me siga tratando como a una cría.

Tere mira a Sara, que como siempre que mantiene una conversación con su madre se pone a la defensiva y acaba de mal humor. El móvil suele pagar las consecuencias. Ve cómo rebota en el cojín y aterriza en el suelo. Sara resopla y se deja caer, probablemente más frustrada que cabreada, contra el respaldo del sofá.

—Que por qué me vuelvo a ir, que qué voy a hacer en la Alpujarra, que lo que necesito es descansar y centrarme, que cuándo voy a dejar de comportarme como una descastá, que si parece que no quiera saber nada de mi familia, con lo que ella se desvive por mí… ¡Es insoportable!

Tere la deja desahogarse. No tiene ninguna intención de entrometerse y sabe que abrir ese melón seguramente acabe en una discusión que no quiere mantener. Ella ya tiene bastante con lo suyo. Le duele la lengua de tanto mordérsela y el corazón de tanto reprimir sus sentimientos, pero ha decidido aceptar las cosas como son. «¿Se quiere ir? Pues que se vaya. Tenerla aquí en este plan es para volverse loca».

Tere vuelve a ver a su amiga abrazada a Luis y aprieta los labios. Después de todo, si se va tampoco él podrá tenerla. «Supongo que se cansará y acabará largándose». Y ese pensamiento la tranquiliza. «Ni pa ti ni pa mí, ea. Por lo menos, yo no me he metío una pechá de quilómetros pa ná». Y con una mueca que recuerda vagamente a una sonrisa, se sumerge de nuevo en el desfile de microhistorias, tan reales como insustanciales, que amistades a menudo desconocidas exhiben en Facebook.

—Me voy, Tere.

Tere echa una ojeada al sofá. Sara sigue en la misma postura, hablando de cara a la pared.

—Es lo mejor. Hay que saber cuándo las cosas no pueden ser, y ahora no puede ser.

Las palabras surgen monótonas, copiadas del discurso de la mala actriz protagonista de una mala película romántica. Tere decide seguir ejercitando el dedo índice sobre la pantallita.

—¿Por qué no te vienes conmigo?

Los acordes de ‘Emborracharme’, de Lori Meyers, toman el relevo a la pregunta.

«Empiezo a quererte.
Empiezo a pensar
que no hay un día
que no quiera verte,
y demostrar
todo el amor
que te mereces…»

La punzada en el estómago. Otra vez. Tere se remueve en la silla. Una fuerza irresistible la empuja a soltar todo lo que lleva tanto tiempo ocultando. Aunque acabara en desastre seguro que se sentiría aliviada… Pero no, aún no; por ahora seguirá ejerciendo de amiga. Levanta la cabeza y se encuentra con los ojos de Sara, que ha echado la cabeza tan atrás que le cuelga del respaldo del sofá. La postura es tan ridícula que Tere ríe de forma espontánea.

—¡Oye! ¡No te rías de mí! Sólo me faltaba eso, además de pena doy risa.

Tere se deja llevar por las carcajadas, y enseguida Sara se contagia. Ríen con ganas, y no importa el desencadenante, el caso es que ríen como si fuera la última oportunidad de hacerlo.

Tere deja el teléfono, se echa hacia atrás en la silla y se coloca las manos sobre el vientre. Cierra los ojos, y las lágrimas, qué importa si de alegría o tristeza, le resbalan por la cara.

Cuando los vuelve a abrir se da cuenta de que ya sólo ríe ella. Sara está de pie, al otro lado de la mesa redonda, otra vez con la angustia reflejada en el rostro. Es una mesa pequeña, suficiente para que tres amigas compartan una botella de vino en noches de insomnio. Tere echa de menos esa botella. No le va a poder dar un trago antes de conocer el porqué de esa cara. Está cansada. «No, por favor, no me cuentes más penas».

Sara se coloca a su lado y deja el móvil en la mesa. No necesita que le diga de quién es el mensaje.

«La culpa es mía por dejarme engañar, pero ya te vale. Ni una triste excusa… Adiós, Sara».

Tere se queda con la vista clavada en la pantalla. Se siente mezquina por alegrarse y no quiere correr el riesgo de que su amiga la descubra. «Ahora, díselo ahora». Busca la botella con la mirada. Necesita vino. El efecto de las cervezas y la marihuana hace rato que pasó. Arrastra la silla hacia atrás y se incorpora.

—Siéntate. Voy a buscar una botella de vino y lo hablamos.

Con mano temblorosa acaricia el hombro de Sara y se dirige a la cocina. Pero de nuevo, como unas horas antes, esa voz que no soportaría que desapareciera de su mundo la detiene a medio camino.

—¿Por qué me duele tanto si yo ya había decidido marcharme? —Un sollozo ahogado la obliga a interrumpirse—. Te necesito, Tere. Sé que soy una cría estúpida, pero necesito que estés conmigo.

Sara la mira suplicante. A Tere no le hace falta verla para saberlo. Con la mano derecha apoyada en el marco de la puerta de la cocina, se vuelve a arrancar un trozo de labio con los dientes. El sabor de la sangre consigue liberar un poco de tensión, pero aun así se lleva a la boca el puño izquierdo, tan apretado que si tuviera las uñas largas se las clavaría en la palma, y se muerde los nudillos.

«No tienes ni puta idea de lo que siento yo, de cómo me duele escucharte y saber que lo más a que puedo aspirar es a contemplarte mientras duermes y a acariciarte el pelo como lo haría una hermana».

—Deja que coja esa botella —resuelve, y entra en la cocina.

Sara se sienta, con la cabeza entre las manos y un tiovivo de imágenes girando a toda velocidad en su mente. En casi todas aparece Luis, pero el subconsciente también la obsequia con escenas de las pesadillas que la acosan. Los ojos agotados de su hermanita, rodeada de cables, le siguen aguijoneando el alma.

Tere reaparece con el vino y dos copas. Una ya la ha vaciado y la rellena mientras camina. Cuando llega junto a la mesa le da la otra a Sara, le sirve, y antes de dejar la botella, llena su copa hasta el borde y se la bebe sin apenas respirar. «A ver si reviento», piensa.

Sara también bebe, un par de tragos antes de proseguir.

—Sé que no puedes venirte mañana, no te pido eso. Pero ¿subirás el viernes? —Y antes de esperar la respuesta, añade—: Es lo que tenías previsto antes de que yo volviera, ¿no?

Sara vuelve a ser la niña indefensa. Desconcertante para cualquiera, menos para Tere. Siente el impulso de abrazarla y acariciarle el pelo, de volver a ofrecerle su hombro, de ser la amiga infalible, el apoyo incondicional. Y también siente el impulso de decirle que sí, que se va con ella, que a la mierda el trabajo, que no hay nada en la vida más importante que compartirla con la persona que amas… «Eso es lo que tendrías que decirle, que estás loca por ella. Ya está bien de disimular». Pero no, de nuevo reprime los impulsos. Los de amiga, porque el dolor que siente es lo bastante intenso como para desecharlo; los otros, porque todavía no ha bebido suficiente vino.

—Tere… ¿Estás bien?

Rellena la copa —ya sólo queda un dedo de vino en la botella— y hace desaparecer su contenido en un suspiro. Ahora Sara la mira preocupada.

—No, no estoy bien. —Tere toma aire, lo expulsa de golpe y se sumerge en esos ojos verdes asustados que la contemplan sin comprender qué ocurre—. No estoy nada bien.

—¿Qué… qué te pasa? —pregunta Sara, con la inquietud de quien intuye que preferiría no conocer la respuesta.

Tere vuelve a respirar hondo. Inspira tanto que imagina que le explotan los pulmones, y ahora deja escapar el aire despacio mientras nota cómo le tiemblan todos los músculos. Antes de hablar ve la botella sobre la mesa, la coge, y exprime hasta la última gota de vino.

Sara cierra los ojos.

—Te quiero.

Las palabras recorren el trayecto despacio, flotando a duras penas, como si corrieran el peligro de caer al suelo, desde los labios de Tere hasta las orejas de Sara. Ascienden pesadamente por los conductos auditivos, y las neuronas, perezosas, se resisten a decodificar el mensaje, pero acaban haciéndolo. «Te quiero», resuena en el cráneo de Sara, que mantiene los ojos cerrados.

Tere aguanta la respiración, ansiosa por conocer la respuesta, pero a la vez aliviada por haberse atrevido a dar el paso. Y entonces Sara la mira y, con toda la dulzura del mundo, toma la mano derecha de su amiga del alma entre las suyas. En su expresión hay ternura.

—Yo también te quiero.

Durante un par de segundos Tere busca algo más en esa mirada cálida que la abraza, pero no, sólo hay ternura, y siente cómo la invade la tristeza, una tristeza como no la ha sentido nunca, que la obliga a bajar la mirada. Con suavidad, aparta la mano, se levanta lentamente y, sin pronunciar palabra, se aleja por el pasillo como un alma en pena.

—Yo también te quiero —murmura Sara, con las lágrimas brotando despacio y en silencio.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXIX)


Centrifugando recuerdos

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Por primera vez en días Luis siente que la ducha sirve para algo. La consecuencia más evidente de la tormenta es el descenso de la temperatura, que hace que pasear por las callejuelas del Albayzín, sometidas un par de horas antes al tormento solar, ahora sea un ejercicio agradable. Incluso hay momentos, cuando una nubecilla despistada se interpone entre el sol y sus víctimas, en que la brisa proveniente de Sierra Nevada provoca algún escalofrío entre los más frioleros.

A Luis esa sensación de frescor lo reconforta. De camino al garito donde trabaja Aiman le da vueltas a su ardiente encuentro con Sara. No ha dejado de hacerlo desde la extraña despedida, al principio bastante molesto, pero luego más animado, tratando de relativizar la manera en que ella se lo quitó de encima. Ya la conoce lo suficiente como para empezar a acostumbrarse a sus reacciones imprevisibles. Y aunque que lo despidiera le sentó como una jarra de agua fría, conforme recorre las calles, momentáneamente a salvo de la insolación, trata de quedarse con la parte positiva. «Luego nos volveremos a ver, no va a pasar como en el cámping», se repite a cada pocos pasos, y cierra los ojos para volver a sentir los besos y las caricias.

Instintivamente se echa mano al bolsillo del pantalón y saca el teléfono móvil. Como hizo cinco minutos antes, comprueba que no ha recibido ningún mensaje, y de nuevo reacciona con un resoplido de fastidio. «No seas paranoico, aún no son ni las —vuelve a mirar el móvil para consultar la hora— cuatro. Déjale un margen de tiempo». Guarda el teléfono y coge un cigarrillo; lleva unos cuantos desde la despedida. Se detiene un momento para encenderlo y cuando levanta la vista se da cuenta de que casi ha llegado.

Aspira una bocanada de humo y la expulsa lentamente, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, sintiendo la calidez agradable de un sol momentáneamente aplacado. Y entonces, acudiendo a la llamada del bienestar, aparece en su mente la cara de Sara, salpicada por incontables gotas de lluvia, con las mejillas encendidas, los ojos sonrientes, y el pelo cayéndole en bucles chorreantes sobre los hombros desnudos. Necesita otra calada, aún más intensa que la primera.

Se da cuenta de que la mano derecha ha regresado al bolsillo del pantalón.

—Basta —se reprocha al tiempo que abre los ojos y retira la mano.

Enseguida localiza la terraza del bar que está buscando. Aiman se mueve entre las mesas con la habilidad de un camarero experto, transportando bandejas cargadas de jarras de cerveza y platos con patatas bravas, chipirones, pinchos morunos, olivas y otras exquisiteces. Entre viaje y viaje se detiene unos segundos a limpiar las mesas que quedan vacías con la bayeta que lleva colgada en el pantalón, y ante cualquier llamada, invariablemente levanta la cabeza y responde con una sonrisa.

—Perdona, ¿tienes una mesa para mí?

—Un segundo, señor —responde Aiman a la pregunta del nuevo cliente, mientras acaba de cargar en la bandeja los restos de una mesa que ha dejado libre un animado grupo de jubilados franceses.

Luis aguarda a un par de metros, conteniendo a duras penas la sonrisa que tiene preparada para cuando el camarero se dé cuenta de quién está esperando.

—Hombre, mira a quién tenemos aquí. —Ambos ríen, y Aiman lo saluda con una palmada cómplice en el hombro—. No me digas que te acabas de levantar —le suelta, burlón.

—Qué va, no he currado tanto como tú, pero tengo la sensación de que han pasado dos días desde que me levanté. La verdad es que llevo una semanita que más bien parece un mes.

—Ya, ya. Bueno, ahora no tengo tiempo de cháchara. —El muchacho hace un gesto con la cabeza señalando el trabajo que se le acumula—. Después de la tormenta han salido todos como caracoles y se me están amontonando. —Ríe—. ¿Qué te pongo?

—Una jarra de cerveza y unas bravas.

—Marchando.

Aiman, bandeja en mano, da media vuelta con la agilidad de un gato, propina otra palmadita a Luis, y se escurre entre las mesas, recuperando jarras, copas y platos en su camino hacia el local.

Luis se sienta, otra vez frente a la Alhambra. Durante unos segundos la maravilla nazarí desaloja al resto de pensamientos, pero enseguida debe compartir espacio con la imagen de Sara contemplándola con devoción desde los jardines del Palacio de los Córdova. Ahora Luis ya sólo ve su vestido floreado, su espalda desnuda y su cabello flotando sobre los hombros.

Suspira. Piensa en encender otro cigarrillo, pero consigue resistirse y en lugar de rebuscar en el bolsillo repiquetea con los dedos sobre la mesa metálica. «¿Me habrá escrito ya?». Ahora necesita volver a comprobar el móvil, pero la oportuna llegada de Aiman pone freno momentáneo a la obsesión.

—Una jarra bien fría. —El camarero deposita la cerveza en la mesa, acompañada por unas olivas y unas anchoas—. Ahora traigo las bravas —añade, sin detenerse un segundo más de la cuenta.

Antes de cogerla, Luis se fija en las gotas que resbalan por el vidrio y se van depositando en la base, formando un charquito. Inmediatamente lo asalta el recuerdo de la noche en el cámping, cuando Sara lo sorprendió dibujando con el dedo mojado en la mesa. Sonríe, es un recuerdo agradable. Aquella noche fue el desencadenante de todo. «O no». Se remueve en la silla, no es la reflexión que esperaba, pero su cerebro suele hacerlo, poner en duda sus decisiones.

Da un largo trago a la jarra, con los ojos cerrados para concentrarse mejor en el placer de sentir el líquido helado deslizándose por la garganta. Cuando la deja de nuevo en la mesa vuelve a centrar su mirada en la Alhambra.

«No es sano que toda tu vida gire en torno a alguna mujer». Luis no quiere oírse, menos en un momento en el que lo que tocaría es disfrutar, del paisaje, de la cerveza, de la libertad de hacer lo que quiera… «¿Lo que quieras? ¿Lo que quieres es estar siempre a merced de las decisiones de otra persona? ¿Y si no te llama? ¿Y si Sara pasa definitivamente de ti? ¿Qué harás? ¿Lo aceptarás, o seguirás arrastrándote detrás de ella?»

—Mierda —farfulla entre dientes. Agarra la jarra y bebe hasta que el frío y el gas amenazan con hacerle explotar la cabeza.

—Eh, pues sí que estabas sediento. —Aiman deposita en la mesa el plato con las patatas bravas—. ¿Te traigo otra?

Luis lo mira algo desconcertado, como si fuera la primera vez que ve al camarero, como si no comprendiera lo que dice.

—Uf, a ti te pasa algo. Llevo tanto tiempo sirviendo cervezas a tipos solitarios que me conozco todas sus expresiones. —Luis amaga con objetar algo, pero sólo balbucea sin convicción—. No hay que ser un lince para adivinar que tiene que ver con la chavala que nos abrió la puerta. ¿Me equivoco? —El camarero acompaña sus palabras con un guiño, y vuelve a escurrirse mientras anuncia—: Ahora te traigo otra birra.

Luis se recuesta en la silla. «Siento algo fuerte por ella, no es un capricho, ni una necesidad enfermiza. Y sé que ella también lo siente por mí, aunque haya algo que la frena». Ya no queda cerveza, y en el lapso de decidir pinchar una patata aparece el impulso de consultar el teléfono. Esta vez no lo reprime, y una mueca de decepción es la respuesta a la falta de novedades.

Con un gesto brusco deja el móvil sobre la mesa, que se desliza hasta la otra punta. Sabe que tendrá que ser él quien le escriba, y quien la llame después de que no responda a sus mensajes.

Se lleva una patata a la boca, y mientras la saborea con gesto resignado acude a su mente una tarde cualquiera en una terraza de Barcelona junto a Laia. No hace mucho de eso. Recuerda lo bien que se sentía estando con ella, cada una de esas tardes de las que sólo cambiaba el escenario; era todo lo que necesitaba, saber que ella estaba allí, con él. Pero también recuerda la angustia, esa sensación que conforme pasaba el tiempo se hacía más intensa. Luis sabía que la estaba perdiendo, que aquella rutina a ella la estaba matando. Una de esas tardes, una cualquiera, dejó de hablar. Hasta entonces había aprovechado aquellos momentos de complicidad, de estar juntos por el gusto de estarlo, porque era lo que querían hacer, para exponer sus sueños, sus inquietudes, sus dudas, para hablar sobre lo mal que estaba el mundo y buscar soluciones. Pero en realidad no era un diálogo, él nunca cumplió su parte del trato; se limitaba a escuchar y a asentir. Porque ella era la protagonista de todos sus sueños e inquietudes. Su mundo giraba en torno a Laia, la posibilidad de perderla era el único mal que ocupaba sus pensamientos.

«No se lo decías para no asustarla. Te conformabas con escuchar porque toda tu ambición era estar con ella, y la mataste de aburrimiento».

—No quiero pensar más en Laia. Ese capítulo está más que cerrado —murmura, y se lleva una oliva y una anchoa a la boca.

«Eso es lo que dices, pero pregúntate esto: ¿la querías de verdad? ¿O simplemente querías que estuviera contigo? Sé sincero: en realidad nunca te interesó nada de lo que te contaba».

—Vete a la mierda —maldice entre dientes, y en ese momento llega la jarra salvadora. Se la arrebata a Aiman de las manos y se bebe la mitad de una vez.

—Amigo, estás fatal. Si puedo, me escaqueo un rato y me lo cuentas. Aquí donde me ves, me llaman el psicólogo del Albayzín.

Luis posa la mirada en la sonrisa triunfal del infatigable camarero y no puede evitar que se le dibuje también a él un esbozo de sonrisa.

—Creo que ni el mismísimo Freud encontraría explicación a lo mío.

 …………………………

Tere observa a Sara. Dormida transmite toda la paz que le rehúye cuando está despierta. Querría acariciarla, despacio, y tomarse su tiempo para besarla por todo el cuerpo. Podría. Si lo hace con la suficiente suavidad seguramente ni llegaría a despertarse. Se ha quedado dormida en el sofá, con el murmullo de fondo de uno de esos programas odiosos de la tele.

Tere está apoyada en la ventana, fumándose un porro y bebiendo cerveza. Lleva unas cuantas latas desde que llegó del hospital. «Te sientas con su cabeza apoyada en el regazo y puedes empezar acariciándole el pelo y besándole la frente». El impulso es grande, más con la acumulación de alcohol en la sangre y el aliño de la marihuana. Pero aún no ha desaparecido del todo el punto de consciencia que la hace contenerse, que le advierte que cruzar esa frontera sería poner el punto y final a toda una vida juntas.

—Mírala, cuánta inocencia transmite, cuánta necesidad de cariño, de que alguien cuide de ella de verdad. —Tere se da la vuelta, expulsa el humo por la ventana y da otra calada con vistas a la Alhambra—. Yo puedo hacerlo, cuidar de ella… Es lo que hago. —Apura la cerveza y apaga el porro contra el alféizar, con presión creciente conforme aumenta su frustración—. La mayor putada que le puede ocurrir a una estúpida bollera es enamorarse de su mejor amiga hetero…

Se fija en la lata, y un segundo después la estruja con rabia. Sara duerme plácidamente.

—¡Una puta mierda! —grita Tere desde la ventana, como si quisiera que se enterase toda Granada.

Algunos transeúntes levantan la cabeza, a tiempo para asistir al vuelo de la lata.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXVIII)


Centrifugando recuerdos

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Cuando Tere abre la puerta se encuentra con la mano de Sara sosteniendo una llave huérfana de cerradura. Tras la sorpresa inicial, las dos ríen, algo nerviosas, pero enseguida se hace un silencio incómodo, como si cada una tuviera en mente algo de lo que prefiriese no hablar en ese momento (o en ningún otro), pero temiese ser descubierta.

Tere se debate entre la atracción y el dolor de tenerla tan cerca y, sin embargo, tan inalcanzable. Pero quiere huir de eso, necesita poner distancia. En ese momento no quiere ser la amiga incondicional, confidente y consejera. No quiere ser el hombro sobre el que llorar ni la sonrisa siempre dispuesta. Eso es lo que se dice.

Sara, empapada, nota cómo el frío le sube desde los pies mojados, a la vez que le desciende por la espalda. Está confusa, una vez más, y se siente frágil. Su cuerpo, que sólo unos minutos antes vibraba espléndido, ahora lo nota encogido, necesitado de refugio. Pero no quiere alarmar a su amiga. Un escalofrío le recorre la columna e instintivamente se protege con los brazos.

—Vas a pillar una pulmonía —reacciona Tere.

Sara la mira con expresión culpable, como lo haría una adolescente pillada in fraganti por su madre, y entonces se da cuenta de que algo no anda bien en esos ojos siempre risueños.

—¿Te pasa algo? Haces mala cara.

A Tere la pregunta la pilla por sorpresa. Normalmente es ella la que se preocupa por su amiga. Intenta disimular con una sonrisa forzada.

—Pues no sé, será por el curro. Estamos un poco estresaos en el hospital…

—Ya imagino —asiente Sara. quien, por fin, accede al piso. Tere se hace a un lado para dejarla pasar, sin soltar la puerta. Cuando ha avanzado un par de metros por el pasillo se detiene y se da la vuelta—. ¿Esperas a alguien más o es que vas a salir?

Tere duda. No le apetece nada una conversación que no sabe en qué puede desembocar, pero por otro lado, y aunque no quiera admitirlo, estar cerca de Sara es lo que más desea en el mundo.

Se sostienen la mirada un segundo, hasta que en Tere se impone la amiga, o puede que la silente enamorada, así que cierra la puerta y los ojos, toma aire y, despacio, la sigue hasta el comedor. «Eres su mejor amiga, su hermana… Te necesita. Siempre lo ha hecho y siempre lo hará. No puedes fallarle», se repite mientras arrastra los pies, descalzos después de dejar las sandalias en el recibidor.

A Sara vuelven a asaltarla los miedos. Rememora su cita bajo la lluvia. Agradable y excitante. Pero la sensación de que no controlaba la situación la inquieta. Agradable y excitante, sí. Pero no puede ser, porque aquello que se escapa a su control acaba dañándola.

A ratos consigue rebelarse y someter a ese yo odioso que le impide vivir. Sólo a ratos.

—Vete a la ducha y ponte algo seco de una vez. Mientras prepararé algo para comer.

Sara se detiene y gira la cabeza, y aunque Tere ve que sus ojos la miran, en realidad no la enfocan a ella, sino a algo, a alguien, que no se encuentra en la sala. Alguien con quien un rato antes se estaba besando y dejándose abrazar. Y entonces cae en la cuenta de que algo sucede. «¿Por qué ha vuelto sola? ¿Qué ha pasado después del beso?», se pregunta, al tiempo que nota cómo en su interior crecen paralelos sentimientos encontrados: la preocupación porque hayan vuelto a hacer daño a su amiga, y el alivio rastrero de saberla de nuevo para sí. El privilegio de consolarla le pertenece sólo a ella, y eso le produce una satisfacción inconfesable.

Sara avanza hacia el baño. Recuerda su compromiso con Luis, y le agobia pensar en volver a salir. Siente sus caricias de nuevo; su lengua cálida y ansiosa. Ella también lo estaba, ansiosa. Pero aquello ahora le parece más un sueño que una experiencia vivida. El viento, la lluvia rabiosa, el rugido de la tormenta. «¿Realmente ha pasado?», se pregunta absurdamente, parada a la entrada del baño. Ella misma es la respuesta, reforzada por las huellas que van dejando en el suelo sus pies mojados.

En su camino hacia la cocina, Tere pasa a su lado. Ese halo de fragilidad que desprende le despierta las ganas de abrazarla, pero consigue reprimirse. Aprieta los puños y sigue adelante.

—Te he hecho caso.

Tere se detiene justo antes de entrar en la cocina y se gira despacio. No quiere saberlo. Ya lo sabe, pero no quiere que Sara le relate lo maravilloso que ha sido magrearse bajo la tormenta con ese príncipe azul de estar por casa. Y no quiere volver a escuchar lo desgraciada que es su amiga, incapaz de disfrutar el momento, incapaz de deshacerse de los fantasmas que la acosan, condenada a vivir lastrada por el recuerdo… No quiere hacerlo y, sin embargo, se esfuerza por poner su expresión más dulce, ésa que sólo conoce Sara, y escuchar con toda la atención.

—Leí tu nota y fue como si de repente todo fuera a salir bien.

Sara está apoyada en el marco de la puerta, con la cabeza hacia atrás y la mirada clavada en un punto indeterminado de la pared, junto a la entrada de la cocina. Por un momento la desvía para encontrarse con los dulces y comprensivos ojos de su amiga del alma.

—Muchas gracias por el desayuno. Eres la mejor.

Tere sonríe. Está nerviosa, como no recuerda haberlo estado antes en presencia de Sara. Nunca antes le había costado tanto contener sus sentimientos hacia ella. Carraspea.

—Oh, eso. No ha sío ná —balbucea.

La mirada de Sara vuelve a perderse, ahora en el interior de la cocina.

—Lo llamé. Estaba contenta, me sentía atractiva, segura. —Vuelve a mirar a Tere, que se muerde los labios— ¿Te lo puedes creer? Yo me sentía segura. Yo. —Sonríe con tintes amargos y desvía de nuevo la vista—. Me puse mi vestido favorito y me pinté los labios. Ya sabes lo poco que suelo hacerlo. Ni me acuerdo de cuál fue la última vez…

Tere sí se acuerda. Fue la tarde que aquel gilipollas le rompió el corazón. Entonces aún no era consciente de que la amistad entre ambas para ella era un premio de consolación. «¿Qué te pasa, Tere? ¿Por qué sales con ésas ahora? ¿Por qué esta mañana deseabas que lo de ese chico fuera bien y ahora estás tan desquiciada?», se pregunta a sí misma, mientras escucha un relato del que ya conoce el final.

—Está colado por mí, y eso en el fondo me gusta. Por un rato me he sentido muy especial, como si yo fuera lo más importante del mundo. Tenía derecho a estar a gusto, a no pensar en nada más que en mí misma.

Suspira. Lleva un rato hablando, desahogándose con su amiga, la única persona a la que puede contar sus neuras, la única a la que se las contaría, y Tere escucha y asiente, mientras en su interior se libra la batalla entre la amiga incondicional y la mujer que sabe que sus sentimientos jamás serán correspondidos. Eso le duele, cada vez más.

—Pero conforme nos acercábamos aquí la Sara de siempre reclamaba su espacio. Otra vez el miedo, la inseguridad, el recuerdo… Y no sé qué hacer. Hemos quedado esta tarde —A Tere le cambia la cara. La nueva información la toma por sorpresa, y de repente la batalla interna se recrudece. Sara se da cuenta del cambio y la mira extrañada—, pero no sé, esto no puede salir bien… ¿Qué te pasa?

Tere se sobresalta ante la pregunta directa. Una parte de su cerebro le pide que le cante las cuarenta por ser tan egoísta, por estar siempre dando la vara con sus problemas existenciales, como si fuera la única persona en el mundo que carga con tragedias a las espaldas… por no darse cuenta de lo que siente por ella… por no ser lesbiana…

Pero la sensatez aún logra imponerse y a fuerza de morderse la lengua y los labios salva la situación. Un hilillo de líquido caliente de sabor metálico se mezcla con la saliva, y con la lengua palpa el punto donde se acaba de arrancar un trozo de carne. La punzada de dolor le devuelve la lucidez.

—Nada, ya te he dicho que las cosas en el hospital no andan bien.

Tere nota cómo esos ojos verdes que no la abandonan ni en sueños buscan la respuesta en sus pupilas, pero antes de revelarle la verdad aparta la vista y se lleva la mano a la boca para tapar la tos más falsa de la historia.

—Bueno, ahora sí que voy a preparar algo para comer, que me voy a desmayar de hambre. —Entra en la cocina sintiendo que la sigue la mirada extrañada de Sara—. Va, espabila con la ducha —le exhorta, sin girar la cabeza. «Ha tenido que estar dos meses fuera para que te dieras cuenta de todo lo que llevabas escondido ahí dentro», concluye mentalmente mientras abre la nevera.

Sara sigue en el mismo sitio, otra vez con la cabeza echada hacia atrás, hasta donde le deja el marco de la puerta. El extraño comportamiento de Tere le ha hecho perder el hilo de lo que quería decir. «¿Qué leches le pasa? Se supone que la paranoica soy yo». Finalmente, se incorpora y entra en el baño. Deja caer el vestido mojado, corre la cortina y se mete en la bañera.

—Ah, ya me acuerdo de lo que quería decirte.

Tere se queda inmóvil, con un tomate en la mano izquierda y un cuchillo en la derecha, y aguanta la respiración.

—He decidido que mañana me voy a La Alpujarra, con Merche.

Lo siguiente que Tere oye es el sonido de las arandelas de la cortina de la bañera recorriendo la barra que las aguanta, y el agua de la ducha.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXVII)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

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Después de salir de la ducha, Tere saca una cerveza de la nevera y se dirige a la ventana del comedor para bebérsela despacio mientras contempla cómo se deshacen las nubes sobre la Alhambra.

Como a media Granada, la tormenta la pilló por sorpresa y llegó a casa hecha un asco. La habitual mezcla del sudor propio con los inevitables aromas corporales de los pacientes de urgencias que impregnan la ropa, y que siempre tiene la impresión de que es imposible hacer desaparecer del todo, había adquirido una consistencia extra con las salpicaduras rebozadas en polvo, barro y las múltiples sustancias que habitan en el pavimento. Ser víctima de la tormenta más furiosa que recuerda era el epílogo perfecto a otra agobiante jornada en el hospital, con las urgencias colapsadas, sin aire acondicionado, con los vestuarios eternamente en obras.

El sistema de climatización lleva una semana en “huelga”, por mucho que desde dirección se hagan los ofendidos ante la acusación de que, para ahorrar, sólo lo ponen en marcha unas pocas horas al día.

Tere da un trago a la cerveza y cierra los ojos mientras disfruta del frío líquido que le baja por la garganta. «Qué bien sienta», piensa, y cuando abre los ojos se queda mirando el botellín entre las manos. Entonces regresan a su mente las patéticas escenas que se repiten a diario en el hospital. Apenas lleva seis meses trabajando allí, pero le bastaron un par de semanas para comprenderlo todo.

Apoyada con los brazos en el alféizar, niega con la cabeza, y un segundo después vuelve a ahogar la indignación en cerveza, un trago largo que le sienta maravillosamente.

Ella se mantiene al margen de las disputas políticas, pero lo que está claro es que en urgencias los termómetros revientan, y por mucho que hayan colocado unos cuantos ventiladores, aquello es insufrible. Frío en invierno, calor en verano. «La crisis, claro. No hay dinero para gastar en la sanidad pública», se dice, acompañando el pensamiento con una sonrisa irónica y un último trago que vacía el botellín.

Las quejas de los usuarios, que esperan hacinados, se multiplican con cada nuevo día, y ella no puede por menos que escuchar y asentir con la cabeza gacha. Significarse más allá no es una opción prudente cuando eres la nueva y sólo puedes perder.

—Vaya mierda de país —sentencia, y enseguida se da cuenta de lo ridícula que suena la frase pronunciada frente a la Alhambra y las magníficas montañas de Sierra Nevada. En ese momento, además, un espléndido arco iris pone la guinda a la postal.

No puede evitar que se le dibuje una sonrisa mientras contempla embobada el paisaje, hasta que un retortijón le recuerda que necesita comer. Se incorpora, y cuando se dispone a dar media vuelta para dirigirse a la cocina, sus ojos captan un movimiento en la calle, a pocos metros del portal.

Podría no haberle dado importancia. Total, continuamente pasa gente por la calle, y no es raro que haya quien se pare cerca del portal. Tampoco lo es sorprender a parejas besándose o en actitud cariñosa, como ésa en la que se posa su mirada. Un chico y una chica empapados, como lo estaba ella sólo un rato antes, cogidos de la mano, de pie uno en frente del otro, ajenos a lo que ocurre a su alrededor. Y entonces se acercan, juntan sus cabezas y se besan, despacio; un beso dulce e intenso.

Tere se queda ahí, clavada al suelo, como lo están sus ojos en la pareja, y entonces nota el frío. Se lleva los brazos al pecho y se frota suavemente los hombros descubiertos. Aunque en realidad la temperatura no ha bajado tanto como para tener frío. Una parte de ella encuentra la explicación en lo mucho que echa de menos un abrazo como el que en ese instante conforma todo el mundo de la pareja de abajo. Un abrazo de ella.

Porque aunque sólo lo reconozca en los momentos más bajos, y sólo en la soledad de su cama vacía; aunque bromee sobre sus sentimientos con la mujer que ahora besa al chico que ha venido en su búsqueda desde la otra punta del país, la quiere para ella, y por eso íntimamente repudia ese beso y ese abrazo. Por eso mira a Sara con rencor, y al tal Luis con rabia. Aunque jamás vaya a admitirlo.

«Es mi amiga, es como una hermana. Sólo puedo alegrarme porque por fin encuentre a alguien que la quiera de verdad», se escucha reflexionar, y se abraza más fuerte, porque el frío se hace más intenso. «Como la quiero yo», remata desde el inconsciente.

En la calle el sol continúa ganándole terreno a las nubes. Ya no llueve, ni siquiera chispea. De vez en cuando se oye un trueno lejano, como advirtiendo que la tormenta se va, pero sólo a reponer fuerzas. Ya tampoco hay arco iris. La calle recupera su actividad habitual. La lluvia pronto será un recuerdo curioso en la memoria de granaínos y visitantes.

Finalmente, Tere se retira de la ventana y, arrastrando los pies, aún refugiada en sus brazos y con la mirada perdida en imágenes que nunca llegarán a materializarse, se dirige a la cocina. Con movimientos ralentizados deja el botellín sobre el mármol, el mismo mármol donde esa mañana, muy temprano, dejó un plato con piononos para Sara, y una nota, «la maldita nota donde la animaba a quedar con él», se reprocha, demasiado tarde ya.

—Ya está bien. Tú no eres así. No eres el tipo de persona que se arrepiente de sus decisiones, ni que se recrea en su desgracia.

Tere agarra el tirador de la puerta de la nevera y la abre con decisión, molesta consigo misma por dejarse vencer por la autocompasión. Recorre el contenido con la vista, tratando de decidir qué comer, pero entonces toma conciencia del nudo que le oprime el estómago, y el cabreo aumenta.

—¡Idiota! —sentencia, con un portazo que hace temblar el frigorífico.

Se golpea las sienes con las manos y se queda inmóvil durante unos segundos, con los dedos aferrados al pelo.

«¿Qué mierda vas a hacer ahora que te has dado cuenta de que te duele más verla feliz con un tío que acosada por los recuerdos?»

—Nada, no voy a hacer nada más que alegrarme por ella —se fuerza a afirmar, como si así se borraran de un plumazo todos esos sentimientos traicioneros.

…………………………

Sara se siente como una de las hojas secas que, en el jardín del Palacio de los Córdova, bailaba con el viento. Se deja llevar por los sentimientos, sin oponer resistencia, y una oleada de sensaciones arremete contra ella, sin darle respiro ni dejarle opción de pensar.

No piensa; sólo siente. Y aunque todo en ella es sentir, no sabe qué siente por Luis; no se ha parado ni un segundo a pensarlo. Sólo sabe que eso que está viviendo le gusta. Disfruta de la excitación, del contacto físico, de sus ropas mojadas, del pelo chorreante, y desearía que la tormenta no cediera ante el rey sol, porque la lluvia salvaje formaba parte de la magia, y no quiere que el hechizo se rompa.

Mientras recorren las empinadas calles del Albayzín, solitarias aún bajo los coletazos de la tormenta, Sara se siente libre, despojada del lastre de los recuerdos, como si no fuera ella…, como si fuera más ella que nunca. Pero ya no llueve, ni siquiera chispea. Las nubes han huido, cediendo ante los rayos implacables de un sol al que todavía le quedan largas horas de reinado. Las calles recuperan su actividad habitual, la magia desaparece.

Y ahí está él, devorándola con ojos rendidos, con la mirada de quien tampoco piensa, súbdito entregado del imperio de los sentidos.

Se abrazan y se besan una vez más, aunque ahora Sara ya no puede evitar mirar de reojo, concurrida como vuelve a estar la calle, ni frenar el impulso que la empuja a saborear cada instante. Las manos de Luis vuelven a descenderle por la espalda, y antes de que lleguen más abajo ella deshace el abrazo, con suavidad, mientras le toma una de las frustradas extremidades exploradoras.

—Ya hemos llegado —anuncia, con un rápido giro de cabeza que confirma dónde se encuentran.

—Pues subamos… —se aventura a sugerir Luis. Sus dedos juguetean con los de ella.

Sara duda. Su cuerpo no podría desearlo más, pero sin el poder de la magia influyendo en su cerebro, ya vuelve a pensar, y hay muchas cosas a tener en cuenta antes de entregarse a una tarde de sexo. El después, por ejemplo.

—Vas muy rápido —responde con una media sonrisa que Luis no sabe si interpretar como parte del juego. Para comprobarlo, trata de besarla otra vez, pero Sara se aparta hábilmente—. No, de verdad, mira cómo vamos. Estamos hechos un asco. Necesito otra ducha y descansar un rato.

Luis sonríe.

—Pues eso. Subo, nos duchamos, descansamos, y…

Con movimientos suaves, intenta atraerla hacia sí, pero ella se escurre como una anguila y se planta ante la puerta cuya apertura, sólo unas horas antes, lo puso a salvo de aquellos salvajes.

—En serio. Ha estado muy bien, pero Tere debe estar a punto de llegar, si no lo ha hecho ya —mira hacia la ventana del comedor, de donde cuelgan dos tristes macetas que no hace tanto contenían dos hermosos geranios que le regaló su madre. Tere ya no está asomada. En ese momento ya ha salido de la cocina y se dirige a su habitación—, y necesito ordenar mis ideas —murmura, tan flojo que Luis no la escucha.

—¿Necesitas qué? —El joven se aferra a la mano de ella, deseando con todas sus fuerzas que Sara siga dejándose llevar por el impulso animal. «Tú lo deseas tanto como yo, y sin embargo hay algo que consigue que te resistas», piensa, mirándola a los ojos con toda la intensidad de que es capaz.

Antes de contestar, Sara recupera su mano y se cruza de brazos. Empieza a mirar a un lado y a otro con nerviosismo creciente —«Vaya pintas, estamos dando el espectáculo», interviene su parte racional, contribuyendo a incrementar su incomodidad—, se muerde la parte interior de los labios y mueve los pies, inquietos. Ahora ya no le da igual que sus sandalias estén empapadas.

—Pues eso, una ducha, y tú también. —De repente se le ilumina la bombilla—. No puedes ir con esa ropa toda la tarde, vas a coger una pulmonía. Mira, si te parece nos damos un rato para arreglarnos y luego quedamos para tapear algo.

A Luis le suena un poco a estrategia para librarse de él y empieza a mosquearse. «¿Qué más da Tere y la ropa mojada? ¿Tú crees que estoy pensando en mi ropa? Si lo que quiero es quitármela y quitártela a ti, y tú también lo quieres… Al menos hace cinco minutos lo querías». Pero nada de eso sale de su boca. Sabe que lo único que puede hacer es aceptar la situación y confiar en que la propuesta siga en pie cuando el sol decida retirarse a descansar.

En la mano derecha de Sara ha aparecido un juego de llaves, y sin que él haya tenido conciencia de ello, se ha ido acercando tanto a la puerta que ya está apoyada contra ella. Sólo espera el trámite de la aceptación de él para abrir y desaparecer en el interior.

—Vale, nos vemos luego.

Sara asiente con la cabeza y un atisbo de sonrisa, pero no repara en la expresión resignada de él. Ya ha abierto, y cuando la puerta vuelve a cerrarse, Luis sigue ahí, preguntándose con qué parte de lo vivido durante las tres últimas horas debe quedarse, incapaz de discernir qué Sara es la real. «Las dos lo son, y no debe ser nada fácil que convivan en una misma persona», concluye, mientras comienza a alejarse, con andar cansino, rumbo a la pensión.

—Me ducho y me bajo a donde Aiman. Necesito unas bravas y una cerveza para pensar con más claridad. —Se detiene un instante y levanta la vista hacia el cielo—. Por lo menos, parece que el calor nos da algo de tregua.

Retoma la marcha y echa mano a un cigarrillo.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXII)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com
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La mano que sostiene el móvil tiembla. «Llámame. Dice que la llame». Luis siente todo el cuerpo revolucionado. «¿Por qué reaccionas así? Es ridículo», le reprocha una voz en el cerebro, pero él no escucha porque Sara le ha pedido que la llame. Lee el mensaje una y otra vez mientras con la mano libre, sin darse cuenta, arranca trocitos de servilleta, que va apilando en un montoncito junto a la taza.

—¿Qué quieres, Sara? ¿Has cambiado de opinión? —murmura en el momento en que la perrita regresa y se tumba bajo la misma silla de antes. Se lo queda mirando con esos ojos semiescondidos que parecen de un muñeco de peluche— Dice que la llame —le comunica Luis. El animal levanta la cabeza, como si estuviera realmente interesado en los asuntos sentimentales del humano—. Por fin vamos a poder hablar como personas adultas.

La perrita ladea la cabeza y sus largos rizos lanudos se mueven como un muelle. Luis vuelve a concentrarse en el móvil. Siente como si un ejército de hormigas estuviera recorriendo su estómago. Suspira sonoramente, a lo que la perrita responde con un bostezo que descubre una boca hasta ese momento oculta tras cascadas de tirabuzones marrones.

—Vamos allá —anuncia Luis.

…………………………

Cuando Sara abre los ojos lo primero que nota es el sudor en el cuello y el pelo mojado. La camiseta de tirantes que no se quitó para dormir se le ha quedado pegada a la espalda; la almohada y la sábana también están mojadas. Está tumbada boca arriba, con las piernas abiertas y los brazos estirados, buscando de forma inconsciente la postura menos sofocante. Y está sola. Tere ya hace rato que se ha ido a trabajar.

Tarda unos segundos en recordar qué hace en la cama de su amiga. Ha dormido profundamente y, a pesar del calor pegajoso, se nota descansada. Se incorpora y permanece un momento sentada en el borde del colchón mientras su memoria retrocede unas horas, hasta el despertar doloroso en el sofá que la llevó a pedirle a Tere que se marcharan a la Alpujarra con Merche cuanto antes.

Y Luis. También recuerda el reencuentro con Luis. Le aparece envuelto en una nube de irrealidad, como si hubiera sido producto de un sueño surrealista.

«No tendrías que haber venido». Las palabras regresan, provocándole un escalofrío y una mueca de disgusto. Pero también regresan los ojos hipnóticos de María, la zíngara. «Es un buen hombre… Te va a encontrar… Tú decides si lo dejas entrar en tu vida…» Sin el alcohol contaminando sus arterias, las dudas vuelven a asaltarle. Cerebro y corazón retoman la batalla, que resuelve de forma momentánea con un sonoro suspiro.

—Me voy a desayunar —decide, y al apoyar el pie en el suelo un dolor agudo en el dedo meñique le arranca un quejido. Levanta la pierna y se la coloca sobre la rodilla—. Joder, menudo morao.

Se chupa el dedo y aplica la saliva sobre la herida, como si así fuera a curarla, como hacía su madre cuando acudía a ella llorando después de golpearse jugando, como hacen todas las madres. Y durante unos instantes se queda pensando en ella, en lo mal que la trató ayer, cuando se la encontró esperándola en el comedor, preocupada por su hija, por su vulnerable e inestable hija adulta. «Ojalá todas mis heridas se curasen con un poco de saliva», piensa.

—No, prohibida más autocompasión, prohibido sentirse culpable por ser una mala hija.

Ahora sí, se levanta y se dirige renqueante al baño. Frente al espejo comprueba que su aspecto, sin ser para tirar cohetes, ha mejorado respecto a la madrugada. Ve las pequeñas gotas de sudor que le resbalan por las sienes y los crecientes lamparones de sudor en la camiseta.

—Dios, qué calor.

Y sin pensarlo dos veces se desnuda y se mete en la ducha. El primer contacto con el agua fría le provoca un escalofrío, pero enseguida se deja abrazar por ella. Las imágenes de la noche se le aparecen como un pase de diapositivas desordenadas, y tiene la sensación de estar recordando algo de lo que no fue protagonista. Cierra los ojos, levanta la cabeza y recibe la fría lluvia torrencial con placer. Las gotas le repiquetean insistentes en los párpados. Se lleva las manos a la cara y, poco a poco, deja que resbalen, por el cuello, el pecho, el vientre, las caderas, los muslos… Es agradable. «¿Cuánto hace que no te dejas acariciar?» Irremediablemente, su memoria se remonta al verano pasado, y vuelve a experimentar las caricias de aquel capullo despreciable que tan bien la hizo sentir durante unas semanas de espejismo. Se le eriza la piel, pero no quiere echar de menos aquello, así que ruge de rabia, de impotencia, de desesperación por ser incapaz de seguir un rumbo en su vida, por perderse en los recuerdos, martirizarse por ellos y ponerse todas las trabas posibles a la posibilidad de ser feliz.

Se agarra las manos, baja la cabeza, de forma que ahora el agua le golpea en la coronilla, y junta las palmas sobre los labios. Empieza a mover los dedos en una especie de bamboleo a izquierda y derecha con el que se acaricia las yemas, y entonces regresa a su mente la escena bajo la noche pirenaica, la charla con Luis y, sobre todo, el enlace de sus manos. Se le vuelve a poner la piel de gallina; lo echa de menos, y esta vez no se reprocha por ello, si acaso por no haberlo prolongado. «Tú decides si quieres que entre en tu vida».

—Mierda —concluye, en un grito reprimido.

Cierra el grifo, abre la cortina, alcanza la toalla colgada en la pared y se seca. Se dirige a su habitación, donde rescata unas bragas y una camiseta de tirantes limpias, y luego a la de Tere para quitar las sábanas sudadas. Se mueve rápido, tratando de mantener ocupada la mente con actividades rutinarias: llevar la ropa sucia a la lavadora, hacer la cama, poner un poco de orden en el comedor…, pero su mente traicionera actúa por su cuenta y sigue martirizándola.

—Joder, ya está bien. Necesito desayunar.

La actividad ha acelerado el inevitable proceso de recalentamiento y Sara vuelve a sudar. Antes de dirigirse a la cocina, decide tomarse un respiro asomándose a la ventana para saludar a su querida Alhambra. Ahí sigue, reinando sobre el paisaje, ajena a las comeduras de cabeza de los humanos. Como siempre, la visión la relaja. Sin embargo, una voz llama su atención enseguida. Abajo, junto al portal, una barrendera reniega sonoramente mientras recoge los trozos de vidrio de una botella que algún simpático hizo añicos durante la noche. Sara rememora entre nieblas la escena con el grupo de gamberros al que se enfrentó desde la ventana, y automáticamente Luis, empujando la puerta y apareciendo en el comedor con cara de haber visto un fantasma, reclama su espacio.

La joven resopla, da media vuelta y se va a la cocina. Y entonces sonríe. «¿Por qué narices nos cuesta tanto ver las cosas positivas? ¿Por qué esa manía con magnificar lo desagradable, lo doloroso?» En la encimera reposa una cafetera que aún conserva caliente su valioso contenido, como revela el penetrante aroma que desprende, y sobre el mármol, su taza del Central Perk, con una cucharadita de azúcar moreno. A su lado, en un platito, un hermoso croissant y un par de piononos.

Sara coge la nota decorada con dibujos de corazoncitos y caramelos de colores, dispuesta entre la taza y el plato, y se dispone a leerla vestida con una reparadora sonrisa de oreja a oreja.

«Buenos días, corazón. Por increíble que parezca, me he levantado con tiempo (quizás tenga algo que ver el hecho de que, despatarrá y con los brazos abiertos, dejas poco espacio en la cama…) y he pensado que te sentaría bien un típico desayuno granaíno. Así que he bajado a por unos piononos y unos croissants bien “ligeros” de calorías y te he preparado el café. No te he puesto la leche porque no sabía cómo lo querrías de cargado, que la noche (y la madrugá) fue muy larga…

PD: He barajado la posibilidad de despertarte para desayunar juntas, pero se te veía tan a gustito que me ha dado pena. Bueno, también podía pasar que me mandaras a tomar viento, así que he preferido no tentar a la suerte… y así he podido comer más piononos que tú. 😛

PD2: Esto… ¿Por qué no llamas a ese chico tan majo…? ¿Cómo se llamaba…? Ah, sí, Luis, ¿verdad? Pues eso, que lo llames y charláis con calma. ¿No crees que te lo mereces?

PD3: Está buenísimo… El pionono, digo. 😉

Incondicionalmente tuya,

Tere»

—Qué loca estás, y cómo te quiero.

Sara mantiene la sonrisa, pero le asaltan las dudas. Nota el corazón acelerado, impaciente por cumplir con la petición de su amiga, pero también escucha la voz insidiosa de su yo cobarde y rencoroso. Opta por atacar a un pionono.

—Mmmmmm… Buenísimo.

El primer bocado hace desaparecer la corona de crema tostada, y con el segundo le inunda la boca el delicioso líquido que emborracha el bizcocho.

Con las papilas gustativas retozando de placer, la voz insidiosa tiene la batalla perdida y el corazón se apresura a proclamar su victoria aplastante.

—Le envío un mensaje —decide Sara mientras vierte el café en esa taza que ha sido testigo de tantas tardes de sofá y carcajadas junto a sus amigas.

«Es un buen hombre… Tú eres la que decide si quieres que entre en tu vida».

—Eso no lo sé aún —le responde a la zíngara—, pero le daré la oportunidad de que me convenza.

Con la taza en una mano y el plato en la otra, se dirige al comedor para disfrutar del desayuno a la salud de la mejor amiga del mundo.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXI)


OriSensCoffee
Imagen cedida por OriSens Coffee

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Sara no sabe qué hora es, pero aún está oscuro, así que no debe hacer mucho que se acostaron. Tere duerme plácidamente tumbada boca abajo, agarrada a la almohada. Sara se sienta junto a ella y su mano derecha le acaricia la espalda desnuda, provocando un leve movimiento y un murmullo aparentemente placentero.

«A saber qué estás soñando; algo mucho más agradable que yo, seguro». La imagen de su hermana rodeada de cables regresa como un fogonazo, clavándosele en el corazón. Cierra los ojos y se aprieta el pecho. «Basta», se ordena a sí misma. Entonces suspira y vuelve a mirar a su amiga, envidiando la paz que transmite.

«Tienes razón… No tiene sentido que siga machacándome por mi hermana perdida. Ya hace mucho que te tengo a ti». Vuelve a acariciarla. «Pero no puedo evitarlo. Me gustaría saber cómo se hace. Nada me gustaría más».

Tere se da la vuelta. La tenue luz que entra por la ventana permite a Sara fijarse en el bonito tatuaje de la mariposa que le decora el pecho izquierdo. Se queda embobada durante unos segundos, hasta que el sueño empieza a vencerle. Cuando está a punto de tumbarse, Tere abre los ojos, revelando una expresión de desconcierto.

—¡Coño! —exclama por fin— ¿Qué haces aquí? Menudo susto me has dado.

—Perdona, pero es que tengo que decirte algo.

—¿Ahora?

—He vuelto a soñar con mi hermana. Era como si estuviera allí, en aquella horrible habitación de hospital, reviviéndolo todo…

—Jo, tía. —Tere se tumba boca arriba y se lleva las manos a la cara—. ¿Por qué no lo hablamos por la mañana? Tengo la cabeza como un bombo. Necesito dormir. No va a haber quién me levante para ir a currar.

—Lo siento, pero necesito decírtelo.

—¿Lo de la pesadilla? —Tere mira a su amiga, aún cabreada por haberla despertado, pero al percibir su angustia relaja el gesto y busca su mano—. Ay, perdona. —Se la besa—. Ya sabes que no tengo muy buen despertar. Cuéntame.

—Vámonos con Merche.

Tere tarda unos segundos en comprender.

—A la Alpujarra —añade Sara.

—Sí, claro. Genial. Mañana la llamamos. Se pondrá muy contenta de que te vengas.

Ambas sonríen.

—Pero ya. Vámonos mañana mismo.

Tere frunce el ceño.

—¿Pero qué prisa te ha entrao? Ya sabes que tengo curro.

Sara empieza a negar con la cabeza y a sentir el agobio que acabará por volverla loca.

—No puedo quedarme aquí. Necesito largarme a algún sitio donde pueda pensar tranquila.

—Ay, Sara, Sara… ¿En serio que no podemos hablarlo por la mañana?

—Si me prometes que nos marchamos cuanto antes.

—Es por Luis, ¿verdad?

Sara se muerde los labios y dirige la vista a la ventana.

—Es por muchas cosas, por demasiadas… —Vuelve a mirar a su amiga— Tere, me voy a volver loca. Lo digo de verdad, me vais a tener que ingresar.

—Anda, déjate de dramas y ven aquí.

Tere le alarga los brazos y Sara se deja caer en la cama para ser abrazada. A pesar del calor y del dolor de cabeza, se siente reconfortada, y con el recuerdo de aquella noche lejana, en que fue ella la que dio calor a su amiga desconsolada por la muerte de su madre, pronto se quedan dormidas. Y esa noche no hay más pesadillas.

…………………………

Cuando Luis se despierta vuelve a estar empapado en sudor. La mañana está avanzada y el sol parece dispuesto a demostrar que es capaz de superar la capacidad sofocante de jornadas anteriores. Tiene la sensación de no haber dormido apenas, pero la ausencia de aire acondicionado en la habitación lo empuja a levantarse.

Cuando se pone de pie se da verdadera cuenta de lo hecho polvo que está, después de tres noches consecutivas sin descansar apenas. El único analgésico que se le ocurre es otra ducha fría antes de un café con leche con mucho café.

El nuevo remojón consigue hacerlo parecer una persona en posesión de sus facultades mentales. Comprueba la hora en el móvil —«las diez, supongo que aún servirán desayunos. Aiman debe llevar un buen rato currando»—, y que, dada la ausencia de mensajes, su situación personal sigue sin interesarle a nadie. «¿Sara se acordará de lo de anoche?», se pregunta, y mientras cierra la puerta y baja las escaleras rememora el rato asomado a la ventana, víctima del insomnio y la incertidumbre. Golpea entonces la barandilla con la palma de la mano y se reprocha el continuar tan obsesionado con ella.

—Buenos días —saluda la propietaria de la pensión al verlo aparecer en el comedor. Es una mujer que pese a haber superado los sesenta mantiene un aspecto muy juvenil. El pelo largo color ceniza, recogido en un moño descuidado; el vestido amarillo de lino decorado con mandalas de distintas formas y colores, que arrastra por el suelo, y bajo el cual aparecen de vez en cuando sus pies descalzos; collares y pulseras de coloridos minerales, y una sonrisa calurosa.

—¿Has dormido bien?

La mujer recoge las mesas mientras tararea la música que suena en los altavoces del comedor. Luis reconoce la voz de la Mari de Chambao. «Muchos no llegan, se hunden sus sueños, papeles mojaos, papeles sin dueño…» Al momento se le dibuja en la mente la cara cansada pero alegre de Aiman.

—Sí, gracias. —Recorre con la mirada las mesas solitarias, algunas aún con restos de desayuno. Al fondo de la sala, junto a la ventana, queda una preparada para un único comensal—. Supongo que soy el último huésped en bajar.

La sonrisa cómplice es suficiente respuesta.

—¿Qué vas a tomar?

Antes de responder, a Luis le sorprende la presencia de una mopa que se mueve nerviosa.

—Ya veo que acabas de descubrir a Nala, es mejor que una aspiradora.

La mopa resulta ser una perrita que merodea en torno a su dueña, con la nariz pegada al suelo.

—Tomaré un café con leche, bastante cargado, por favor.

—¿Tostadas?

—Sí, gracias.

Luis se dirige a la mesa, se sienta y aparta un poco la cortina para mirar por la ventana. Abajo aparece una calle estrecha, ya bulliciosa a esa hora, y enfrente las casas blancas del Albayzín. «En una de esas está Sara. ¿Se habrá levantado ya?». Suelta la cortina y se queda mirando el cestito con las porciones de mermelada y mantequilla. Los dedos de su mano derecha se ponen a repiquetear sobre la mesa. «Mañana hablamos. Eso le dije, pero ella no respondió. Bueno, sí, dijo que no tendría que haberla seguido». Sus ojos se fijan ahora en la servilleta y en el tenedor y el cuchillo que reposan sobre ella. Su mano izquierda empieza a juguetear distraídamente con los cubiertos.

—Café con leche cargado y unas tostadas.

La llegada del desayuno concentra la atención de sus rugientes tripas. Su mirada, sin embargo, se desvía hacia el suelo, donde la perrita aspiradora ha levantado la cabeza para fijarse en el extraño. Luis adivina dos botones negros entre los temblorosos mechones de pelo rizado; un poco más abajo sobresale la pequeña lengua rosada que saborea por anticipado nuevas golosinas.

—Nala, no molestes —le riñe la mujer, a lo que el animal responde con un estornudo; da media vuelta y avanza un par de metros hasta dejarse caer a la sombra de una silla.

—Debe tener calor con tanto pelo —señala Luis.

—Sí, pobre. —La anfitriona agarra un pequeño cestito de otra mesa y se lo acerca a Luis—. Aquí tienes el azúcar.

—Gracias.

—Debería cortárselo. Lo hice una vez, hace un par de años, pero se quedó en tan poquita cosa que me daba miedo que alguien la chafara de un pisotón. —Le dedica una mueca cariñosa a Nala, que responde levantando la cabeza y meneando una ridícula colita—. Además —ahora dirige a Luis una mueca de desagrado—, estaba feísima, parecía una rata esquelética.

El joven ha empezado a untar una porción de mantequilla en la tostada. Sonríe al imaginar al pobre animal desprovisto de todo su encanto peludo.

—Así que ahora se tiene que aguantar. De todas formas, lo de este verano está siendo criminal —añade la mujer, que ya está recogiendo otra mesa—. De cría no podía imaginar que en algún sitio hiciera tanto calor como en Granada en agosto…

Luis atiende mientras mordisquea la tostada con mantequilla y mermelada de melocotón. Vierte medio sobre de azúcar moreno en la taza y menea la cucharilla con parsimonia.

—En Finlandia estábamos bastante fresquitos casi todo el año.

Luis comprende ahora por qué le resultaba extraño el acento de la mujer. Habla un castellano perfecto, y después de tantos años en España casi ha eliminado el rastro de su origen extranjero, pero sin haberse impregnado del contagioso acento andaluz.

—¿Eres finlandesa?

—Sí, de sangre sami. —La mujer advierte el desconcierto del joven—. Vivía en Laponia. Mis abuelos eran nómadas, pastores de renos. Mis padres montaron una granja de huskies y organizaban excursiones en trineo, pero aunque los perros eran muy cariñosos, el frío no iba conmigo y en cuanto pude emigré.

Luis se imagina montado en unos de esos trineos tirado por ruidosos y enérgicos huskies, sintiendo el gélido viento cortante en la cara, pero excitado por la sensación de velocidad al deslizarse sobre la nieve. Ella capta la expresión evocadora.

—Mi hermano heredó la granja y abrió un complejo turístico al lado, así que si quieres, te paso el contacto. Te hará buen precio.

—Oh, gracias, pero creo que ahora mismo no me llega el presupuesto.

Luis apura la taza y se acaba la tostada.

—¿Más café?

—Vale, un cortado.

La mujer se acerca con la cafetera en una mano y una jarrita con leche en la otra.

—Eres catalán, ¿verdad?

—Sí.

—Lo del cortado es muy de allí. —Le rellena la taza—. Estuve unos cuantos años viviendo en la Costa Brava, en una especie de comuna hippie. —Abre los brazos y con gesto teatral se señala el vestido. Luis se lleva la taza a los labios y asiente—. Fue una época bonita, pero una, por muy hippie que sea, acaba madurando, y aquí me tienes, regentando un próspero negocio.

Las últimas palabras las pronuncia con tono burlón y una sonrisa. Luis se la devuelve. No acaba de entender por qué le cuenta todo eso, pero la compañía es agradable, le transmite mucha calma.

—Bueno, te dejo que acabes de desayunar tranquilo. Si me necesitas, estoy en la cocina.

En cuanto da los primeros pasos, la perrita se incorpora y la sigue. Ambas desaparecen por la puerta, dejando tras de sí la estela de bienestar que ha envuelto a Luis desde que entró en el comedor.

Vuelve a retirar la cortina de la ventana. Abajo continúa el bullicio de gente que va y viene. Enfrente, los mismos edificios. «En una de esas casas está Sara», se repite absurdamente, y molesto consigo mismo por volver a ello, aparta la mirada, que fija ahora en la taza vacía. Coge la cucharilla y, sin pensar en nada, o mejor dicho, sin querer pensar en Sara, remueve los posos del café, hasta que el sonido de una vibración sobre la mesa le provoca un pequeño sobresalto.

Es el teléfono móvil, que hasta entonces había permanecido olvidado en una esquina. A Luis se le acelera el corazón. Lo coge, nervioso, y enciende la pantalla. Alguien le ha enviado un sms. «Ya verás cómo sólo es publicidad», se dice mientras pulsa sobre el icono.

«Hola, Luis. El encuentro de anoche fue muy raro. Ya que has venido hasta aquí, creo que mereces una charla en condiciones. Llámame».

Continuará…