Cerró los ojos y sopló las velas sin arrepentimiento. Sacó uno por uno los pequeños cirios humeantes dejando los quince huecos desamparados. Se chupó sonriente la última velita. Levantó del suelo el cuchillo ensangrentado. Partió un trozo de bizcocho. Saboreó sus dedos. Se puso la corona de princesa a pesar de estar semidesnuda y golpeada. Miró a lo lejos su elegante vestido rosa colgado de la escalera que da acceso a las habitaciones. Sus padres aún no llegaban de buscar a la abuela para ir a la iglesia. Fijó la vista en el cadáver. El olor a velas apagadas le recordaba los innumerables acercamientos indebidos de su hermanastro. Mientras intentaba vestirse para practicar el baile del quinceañero, las lágrimas susurraban la canción favorita de cuna.
Suena el timbre. Abre la puerta.
—¡Sorpresa!