
por Reynaldo R. Alegría
Llegué a tiempo. Algo que no es usual en esta parte del globo terráqueo. Dicen que es el agua que se toma en El Palacio del Presidente. O las cañerías por donde se regodea el insípido líquido. Aunque sea un mito a mí me gusta creerlo. Me gustan los mitos. Me gusta creer que hay un punto, una válvula particular de no retorno, en esta isla que está bañada por tibios mares, por donde atraviesa todo el líquido incoloro. Y se marca. Y nos hipnotiza como brebaje de la más deliciosa de las magias.
Era mi primera Junta.
Cuando entré a la Sala de Junta todos estaban sentados. Me esperaban. Me dispensaban el asiento de mayor prominencia. A la cabeza de una mesa rectangular. Breve. Con tope de vidrio transparente. No miré a más nadie. Solamente a ella.
La Directora Ejecutiva me dio la bienvenida. Me presentó al equipo. Me explicó el propósito de la reunión. Y de inmediato le pasó la palabra.
Ella se puso de pie.
–Muchas gracias.
–Gracias a usted.
Marilyn es una mujer muy blanca. Rubia. Lleva el pelo a la altura de los hombros. Rizado. Los labios muy rojos. Y los ojos de un color que cuesta trabajo advertir. Podrían ser verdes. O azules. O morados. De esos que provocan irremediablemente la estúpida pregunta.
– ¿Esos ojos son tuyos?
– ¿Y de quién carajos van a ser?
Lleva un vestido color hueso. Con un bodice tipo halter. Como el que Marilyn –también– usó en The Seven Year Itch. Sus senos son grandes. Muy grandes. Al caminar su vestido danza. No hay rejas de ventilación en la calle, pero la suave tela se levanta y baila. Al darse la vuelta se le revela descubierta una amplia espalda. Dorada por el sol.
Lleva de rojo brillante el esmalte de las uñas. Recordando al espectro solar. Sus manos son largas. Sus dedos dadivosos. Las usa con prudencia. Cierra con delicadeza y mucho rigor los puños. Acomoda los dedos pulgares sobre los índices. Te mira a los ojos. Te captura. Sin señalarte.
Desde la silla que me asignaron se aprecia el litoral como si el agua estuviera servida en un plato y me lo hubiesen puesto a la altura de la barbilla. En esta parte del mundo han vendido las costas. La costa del mar está ocupada. Está secuestrada la orilla. Grandes edificios de oficinas. Hoteles. Apartamientos por piso. Y el mar vigilándonos. Invirtiendo la ecuación. De Vigías del Atlántico a observados insospechados.
Las arenas son tan doradas que reflejan al sol como una secreción sentimental. Involuntaria. Apabullante.
Marilyn ha vuelto a la mesa. No sé qué dijo.
Se sienta. A través del cristal puedo apreciar sus movimientos. Es segura. Sabe que la estoy mirando. Sigue hablando. No cruza las piernas. No es apropiado. Lleva puestas unas sandalias blancas de taco mediano que le descubren los delicados pies.
Se ha quedado descalza.
En una mano lleva los zapatos. De la otra mano me lleva a mí. Nuestros pies se hunden en el suelo caliente. Sabe a dónde me lleva. Hacia las uvas playeras. Las que crecen en las arenas. Siento cómo se adhiere a mi cuerpo la sal. Cristalina. Soluble. Siento que se funde con el sudor y nos sazona.
Recostada sobre el arbusto de hicaco me ofrece su cuerpo. Veo cómo se contorsiona según voy lamiendo su piel con mi lengua. Chupándome su sabor. Queriendo deglutirla. La brisa se encarga de su vestido y descubre una diminuta pieza amarilla que apenas cubre su sexo. Meto las manos bajo el vestido y la agarro por las caderas mientras la sigo degustando. Estoy de rodillas. Adorándola. Cubriendo de saliva sus muslos. Ablandando su carne. Para facilitar la digestión.
Con un movimiento circular. Y ritmo. Sobre las bragas. A través. Con mis labios. Extraigo sus jugos. Su sustancia. Toda mi cara se humedece. Ella se divierte. Se entretiene. Goza. Disfruta. Se exalta. Se aviva. Se aumenta. Se eleva. Se culmina.
– Eso es todo, Presidente. ¿Tiene alguna duda?
– Ninguna. ¡Muchas gracias, Marilyn!
Dedicado a M., lo debía.
Foto: Planeta Zoo, Fundación Botánica y Zoológica de Barranquillas, http://www.zoobaq.org/
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