Sentado bajo las ramas del roble, veo comer al cernícalo. Arranca un pedacito de carne, levanta la cabeza, mira en torno y repite la operación.
Escucho el aleteo de los cuervos y sus graznidos, indolentes, burlones, alarmantes.
Las aves cantarinas animan el ambiente con sus silbidos multicolores.
Un búho, o quizás un cárabo, ulula en el bosque, y el pico de un picapinos percute contra un tronco.
De vez en cuando, se oyen mugidos y cencerros, y las ocas de la granja cercana graznan escandalosas.
A lo lejos, saluda el cuco.
Un zumbido proclama la resistencia de las moscas ante el invierno cercano.
Una urraca anuncia su presencia, y el arrendajo responde ruidoso, mientras despliega su colorido vuelo.
La brisa sopla, y oigo el roce de las hojas caídas del roble. Ya no quedan muchas en el árbol.
Una bellota se rinde a la gravedad y golpea contra el suelo. Otra. Unos metros más allá, también cae una pequeña manzana silvestre.
Dos ruiseñores aterrizan cerca de mí, saltironean nerviosos sobre la hojarasca, y enseguida se alejan con su vuelo vibrante.
De salto en salto, un mirlo inspecciona el terreno.
El sol de diciembre desciende en el horizonte. Todavía me acaricia las mejillas. Bajo las ramas del roble, aún me calienta el alma. Unos minutos más.
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