El brillo del acero
luce azul.
Vibran los tendones
oponiéndose a la herida.
Atropellan
filo y sangre.
Resistencia.
Mana roja y ordinaria,
sin realeza.
Coagula en el aire
la sequía.
No sabe de blasones ni abolengo.
Tampoco llegará al río,
tumba azul.
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El azul de El Salvador

¡Impulso azul!
Convierte tu dolor en ira.
Azul y rojo

Azul. La bebida era azul. Tú solo pensaste: «Qué extraña…».
—Te va a gustar.
Música estridente. Un beat incesante, una canción vieja. Aún no has intentado hablar. Abres un solo ojo, todo está en horizontal. El sofá conocido, la habitación conocida y él, el viejo amigo o, al menos, conocido. Pero esto es desconocido: esta situación extraña, somnolienta, drogada; junto con esta sensación alarmante, roja, desesperada. Si la bebida había sido azul, la alerta era roja. Cada fibra capaz de producir alarma se despertó de golpe, palpitando en rojo por detrás de tus ojos, en tus sienes, dentro del pecho. La respiración agitada, roja. El beat incesante, rojo. Como las luces de las sirenas. En azul y en rojo. Azul y rojo.
Tu mano tendida hacia el frente, casi paralizada. Tu mente ralentizada cobra consciencia cuando lo ves acercarse y entrelazarla. Hincado a la altura de tus ojos, lo escuchas por sobre la música, en una habladuría incesante:
—Tú y yo… Desde hace tiempo… Pero cuando te vi hoy… No niegues que también tú…
Y entonces comprendes. Cuando su mano recorre tu cuerpo paralizado, comprendes del todo pese al sopor y el aturdimiento azulado. La música a todo volumen: «Well, I know we’re dying and there’s no sign of a parachute». Bueno, estás cayendo y nadie va a ayudarte.
Entonces gritas. Tu voz retumba en ecos como en una catedral, ahogada por el beat incesante, por las voces de la fiesta que sigue afuera, por completo ajena a ti, a tu pedido de ayuda. El eco hacia la nada.
Entonces, ningún salvavidas. Entonces, el esfuerzo sobrehumano.
Como puedes, te pones de pie. Buscas en la mesa, por detrás de su espalda, un arma, una defensa. Aferras lo primero que encuentras. Lo miras entre el mareo, es un abrecartas: el puño en forma de sirena y el extremo bien afilado. A falta de movimiento, la mente debe tornarse también afilada.
El beat sigue incesante. Sus manos siguen incesantes por todo tu cuerpo. Pero la habladuría se ha detenido. Ya ni siquiera hay labia fingida: el intento de elegancia ha salido por la puerta. «Can’t we get a little grace and some elegance…?». Tú solo quieres salir también por esa puerta. Ya no queda nada azul; ahora todo es rojo.
El grito que sigue nace de tu centro, acompañado del movimiento conjurado por la suprema fuerza de la supervivencia. La cola de la sirena, afilada, penetra su ojo izquierdo, por sorpresa. La sangre fluye en rojo. El chillido de dolor, amortiguado por el clímax del tema, mientras te sueltas de su abrazo y abres la puerta. «Why does there gotta be a sa-sa-sacrifice?». Tu mano abre la puerta; la libertad tras la puerta. Más allá se ve el cielo, que ya ha perdido su luz; el azul del cielo nocturno hacia el que corres y te liberas.
Garra azul (poética)
te asomas desde los abismos
como el junco
al río
te asomas
al infinito helado
de la hoja en blanco
pero la chispa quedó
te asomas
—solo te asomas—
divina
garra azul
el insomnio del animal que busca
Nuestro azul
Después de comer, te pregunté si te apetecía dibujar. Se te iluminó la carita.
Fuimos a mi habitación. Te enseñé todas las ceras de colores que tenía; vi como tus ojitos se posaban en cada azul que veías. Decidiste que utilizaríamos esa gama que habías descubierto y que tanto te había sorprendido.
Señalaste una de las ceras. Me preguntaste cómo se llamaba. Te respondí: «Azul marino». Te reíste mucho.
Empezaste a dibujar líneas sin sentido. El significado lo ponías tú: una ballena.
Yo cogí el azul zafiro para dibujar nuestros nombres. Te quedaste mirando para ellos; para ti no tenían sentido, así que seguiste con tus líneas azul ballena.
Empecé a dibujar una casita. Me preguntaste qué era. Me pareció raro. Te lo expliqué.
Me dijiste: «Mira, una casa es así». Trazaste un rectángulo; dentro de él, otro más pequeño y a los lados ventanas por donde pasaba el sol.
No podía creer lo que veía. Tan pequeño y ya sabías mirar desde las alturas.
Te ayudé a poner ladrillos azul piedra.
Comenzaste a dibujar rayas verticales sin parar. Te pregunté por qué lo hacías. Así que dibujaste un niño tumbado. Me explicaste que la casa ahora estaba en la cárcel porque se había incendiado y le había quemado las piernas. Metiste también al niño en la cárcel porque había mordido a un cocodrilo; y al cocodrilo porque sí. Me dejaste claro que querías ser policía; te vestirías de color azul celeste.
Me preguntaste, precioso mío: «¿Qué quieres que te dibuje?».
Yo te dije: «Quiero que me dibujes una flor».
—¿Qué es una flor?
—¿Qué crees que es una flor?
—No lo sé.
—Tú dibuja lo que crees que es una flor.
Empezaste a dibujar un círculo y del círculo salían líneas como rayos de sol lapislázuli.
—¿Es esto una flor? —preguntaste.
—Si tú crees que es una flor, entonces es una flor.
Te me quedaste mirando pensativo y vi un brillo pillín en tus ojos.
—Pues, ¿sabes qué? —me soltaste—. Que la araña se comió a la flor.
Abrí la boca y los ojos, pasmada, y me salió ese «ha» que sale del corazón.
—¿Qué pasa? —me dijiste.
—Pasa que te quiero mucho, principito mío.
Enmarqué nuestro dibujo lleno de tachones. Los azules se mezclaban aquí y allá.
Todo tenía un sentido para nosotros, un sentido azul hermoso creado por los dos.
M. L. F.
Esperando al azul

En cuanto se cerró la puerta, en su cerebro se activó un mecanismo que le reveló la nueva situación con toda su crudeza. Estaba solo. Por primera vez en su vida. Solo.
Una insoportable sensación de fracaso le nació en el estómago, y le subió por la garganta como un tsunami que arrasaba con todo. El endeble armazón de autoconfianza que había ido tejiendo con hilos de esperanzas inciertas durante semanas, desde que fue evidente que la situación era irreversible, quedó destrozado en un instante, sin piedad.
Se dejó caer de rodillas en el frío suelo del pasillo, paseó la mirada desconsolada, la mirada de quien en el momento de la verdad se daba cuenta de que no entendía nada, de que todo había pasado sin apenas ser él consciente de que no había vuelta atrás, la paseó por las paredes desnudas del comedor, la posó en cada rincón vacío de aquel espacio donde durante tanto tiempo habían reinado el cariño y las risas, y surgió el llanto, a borbotones, impulsado por la fuerza desgarradora que, tras el largo asedio invisible, lo había invadido sin hallar la más mínima resistencia.
…..
El nuevo piso no estaba mal. Era pequeño (no necesitaba más espacio) y luminoso. Aunque tenía más de cuarenta años, lo habían reformado hacía poco, y el alquiler era asequible. El olor a recién pintado, y a muebles nuevos en la cocina, lo reconfortaron un poco.
Había permanecido dos días más en el piso anterior, sin apenas levantarse de la colchoneta hinchable donde había dormido durante las dos últimas semanas de convivencia. Había llorado, y se había dado pena a sí mismo. Caer en el derrotismo y en la autocompasión era tentador, así que durante cuarenta y ocho horas se había entregado a ello con esmero. Hasta esa mañana.
Al despertarse, se había dado cuenta de que no le quedaban lágrimas y de que continuar con el martirologio le producía una pereza inmensa. De modo que se levantó y, con caminar renqueante, subió la persiana hasta arriba. Estaba nublado, pero no llovía. «Así me siento yo, tan gris como este cielo».
Le quedaban aún tres días de margen para entregar las llaves del que había sido su dulce hogar durante cinco años largos, pero en aquel momento, con la vista fija en el gris compacto que había pintado el cielo, decidió que ya estaba bien de comportarse como un alma en pena. Se mudaría esa misma tarde.
…..
Al principio, lo que más echaba de menos era el despertarse cada mañana con su hija saltando sobre él en la cama. «¡Al abordaje!», gritaba, entrando como un vendaval en la habitación, y saltaba, cual pirata sanguinario, sobre el desdichado navío que trataba de mantenerse a flote, sin saber por dónde le venían los zarandeos.
Algunas mañanas, el abordaje pirata lo hacía despertar de mal humor, pero ahora sólo recordaba las guerras de cosquillas y a Laia deshaciéndose en carcajadas.
Y dolía.
Había momentos en que la soledad era apaciguadora, pero en otros, los más, aquel silencio se le hacía ensordecedor. Esa mañana, por ejemplo. Había pasado una semana. Llevaba un rato despierto. La luz entraba por las rendijas de la persiana, y él estaba tumbado boca arriba, con los ojos clavados en una pequeña grieta en el yeso del techo. Por un instante, imaginó que un rayo de sol se colaba a través de ella.
Sacudió la cabeza, se liberó del edredón, y abandonó la cama. Se dirigió hacia la ventana y, despacio, levantó la persiana. Estaba nublado. Un día más. Aquel principio de otoño, el sol apenas se había dejado ver. «Se está solidarizando con mi estado de ánimo», pensó, con una sonrisa triste en los labios.
Las vistas eran bonitas. La ventana daba a un parque grande, sin edificios colindantes. Más allá se extendían los campos de cultivo y las montañas forradas de verde, de cimas redondeadas. Se detuvo en una de ellas, y, al levantar la mirada hacia el cielo, el agujero azul en las nubes le provocó un leve hormigueo en el estómago.
…..
Lo peor era cuando se tenía que despedir de Laia. Aunque la veía alguna tarde entre semana, los días que lo separaban del siguiente fin de semana en que la tendría sólo para él transcurrían con una lentitud exasperante, lentitud que contrastaba con la rapidez desesperante con que las horas juntos se le escapaban entre los dedos.
La niña siempre tenía un aspecto inmejorable. Se había adaptado bien a la nueva situación y crecía sana y feliz. Disfrutaban al máximo el tiempo compartido y, a la hora de la despedida, ella lo abrazaba fuerte y le pedía que se cuidara, mientras que a él el nudo en la garganta le impedía hablar. No quería que lo viera llorar.
Ese domingo de noviembre, el cielo estaba inusualmente estrellado. Mientras apuraba un cigarrillo asomado a la ventana, pensaba en la conversación que había mantenido con su hija de cinco años mientras comían. Tenía frío en los brazos; la temperatura había bajado unos cuantos grados desde la tarde, pero eso no lo ahuyentó. Al contrario, la sensación de frío lo hacía sentir más vivo. Dio una nueva calada al cigarrillo y expulsó el humo hacia las estrellas.
«Papá, te tengo que contar algo que a lo mejor no te gusta», le soltó, muy seria, entre bocado y bocado de su escalopa de pollo. Él la miró con las cejas arqueadas y la animó a continuar. «Pues, verás, es que mamá tiene novio».
Aquello fue como una bomba atómica. Por previsible que fuera que una mujer simpática e inteligente continuara con su vida, él no estaba preparado todavía para pensar en ello. «¿Te has enfadado?», le preguntó Laia, con la misma seriedad, y, sin esperar respuesta, concluyó: «Creo que no te lo tendría que haber contado, pero no te preocupes, que, aunque David parece simpático, yo sólo te quiero a ti como padre».
Dejó escapar la última bocanada de humo venenoso y, respondiendo a un impulso inconsciente, se puso a reír. Rememoraba la expresión de adulta en miniatura de su hija, imaginaba a su ex flirteando con aquel desconocido, y una risa incontrolable y catártica lo dominaba. Rio a carcajadas, liberando la tensión acumulada durante meses, hasta que, exhausto pero satisfecho, regresó al interior de su nuevo hogar.
…..
Aquella noche durmió como no recordaba. Ocho horas de un tirón. Al despertar, había recuperado una seguridad en sí mismo de la que apenas era consciente haber sido poseedor. Estaba descansado y de buen humor. Notaba los músculos relajados y las extremidades ligeras. «Pues igual me voy a correr antes de trabajar», fue el loco pensamiento que surgió de su mente mientras se incorporaba.
Bajó de la cama de un salto, y en dos zancadas se plantó junto a la ventana. Descorrió la cortina y levantó la persiana con movimientos enérgicos.
El sol brillaba espléndido en un cielo tan azul que alimentaba los sentidos.
Ya dolía un poco menos.
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