Cárabo


Asomado en el balcón

el anciano

con boina y pantalón de pana

busca

los horizontes perdidos en el pueblo.

Quizás haya venido

a pasar el invierno

porque su hija —preocupada—

no le quiere dejar

solo.

Y sin embargo,

es aquí,

en esta jaula de ladrillos

sin atardeceres

sin estrellas

donde el cárabo tiene

el ala rota.

Asomado al balcón

ve cruzar a la gente:

una niña

pasea de la mano de su padre.

Su pelo le recuerda

el vaivén de los abedules en el monte.

Egod-19


Hoy el cubo apesta,
el agua rebosa
llena de ego,                                                                                                                          de engaño,                                                                                                                         son el centro de atención.

Ni las lágrimas
limpian mi alma…
fruncen el ceño,
erosionan mis arrugas
quienes dan por hecho
que no verán                                                                                                                     un mundo mejor.

Deseo mascarillas
para el egoísmo.
Deseo «Haters»
del Egod-19.

Desnudo


Desnudo (vídeo)

El otro día me desnudé en el balcón,
a los ojos de un gato cojo
que se relamía viejas heridas.

Empecé con la chaqueta,
aparentemente tan fría
como el calor que guarda dentro.
Seguí con las gafas
pues para ver a las estrellas
sobran dioptrías…

Me dejé la camisa abierta
por si asustaban las cicatrices.
El pantalón no soportó la situación,
cayó, la arena en los bolsillos
hizo acto de presencia.

De aquellos castillos
son estas almenas…

Solo me quedaban un par de zapatos
con tapas recién cambiadas,
con algo de tacón
pues me gusta vivir en las alturas
y bailar haciendo mucho ruido.

Me desnudé por si no hubiera
una segunda vez.
Prefiero pasar frío
que calentarme y después tiritar
de nuevo.

No quería que me viera nadie
porque no hay mejor secreto
que el que guarda un corazón.

Desayuno con vistas


Desayuno con vistas, Serie collage Bali

Me gusta desnudarme en el balcón


Image

por Reynaldo R. Alegría

Me gusta mi nombre.  Me fascina llamarme Elena.  La Santa, hija de Zeus y de Romano, madre y mujer de Constantino, la de Troya, la que brilla en la oscuridad, la Princesa del Gran Duque, la de Pávlovich, la Emperatriz, la de Bizancio.  Aunque cuando me siento sexy prefiero decir que me llamo Jelena.  Entonces digo que soy la de Borbón y Grecia.

De día soy Elena y vivo entre libros.

Tengo sencillas rutinas.  En la semana me despierto a la misma hora.  O un poco más tarde.  O algo más temprano.  No soy predecible.  Siempre hago lo mismo.  Aunque suelo alterar mis patrones.  Por seguridad.  Cuando me salgo de la cama me tomo una píldora que previene los calambres.  La tengo al lado de la cama. Un frasco grande.  Y medio vaso de agua que amanece fría cuando enciendo el acondicionador de aire.  Hace años que el espasmo muscular en el estómago me persigue.  Creo que el exceso de ejercicio y la acumulación de ácido láctico me matan poco a poco.

Disfruto fatigar los músculos.

Preparo un desayuno liviano.  Aunque no siempre lo hago.  Tomo un baño de agua caliente.  O puede ser fría.  En ocasiones me gusta depender de la época del año.  Me lavo siempre el pelo primero.  Para que el agua imperfecta aparte el desaseo de mi pelo rizado.  Y de los pies pase al desecho desaguador cualquier impureza malquerida de mi cuerpo.

Trabajo en el Depósito de Libros de la Biblioteca de la Universidad.  Siempre hago lo mismo.  Leo.  Y me encargo de los libros raros.

Lo más raro que tenemos es el primero de los seis volúmenes de la Biblia Políglota Complutense.  Para ella se compró una enorme jaula de acero en la que descansa junto a todas las cosas raras que sobran en cada esquina de la Biblioteca.  El volumen fue regalado por el “Benefactor”.  Un viejo profesor de historia que huyó de la España de Franco con el fruto del pecado bajo el brazo.  Creo que lo excitaba el texto en arameo que se había incluido en cada página del Pentateuco.  Le molestaba que llamaran raro a su regalo.

–Más raro es ese sable que le han puesto al lado y que solo los dioses saben de qué tienda de disfraces lo han sacado.

La jornada ocurre rápido.  Siempre aparece un estudiante que pregunta por algo raro.  Lo que usualmente no existe.  Pero disfruto tratando.  Buscando.  Aunque no encuentre.  Siempre evitando las rutinas.  Para no encontrar.  Porque el que busca, dicen que encuentra.

En las tardes tomo el tren y camino unas pocas cuadras para regresar a la casa.  Hago una cena liviana.  Miro la televisión un rato.  Entonces me baño.  Cuando empieza a caer la noche.

El baño de la noche me lo tomo con calma.  Lleno la tina con agua tibia.  Le añado al claro líquido algunas sales de baño aromatizadas.  Sales del Mar Muerto.  Con perfumes afrodisiacos de la flor de loto.  Que tiñe de verde mi improvisada laguna.  Navego.  Olas.  Sin arena.

Me siento para quitarme el exceso de agua.  Los pies primero.  Tratando que la humedad restante del baño se me seque sobre la piel.  Evitando que el paño seco retire de mi cuerpo los residuos de mi intimidad.

Me visto con ropas suaves y cómodas.  Vestidos breves.  Que no me pesen sobre los hombros.  Cuyas telas me adulen el cuerpo.  Livianas.  Tacones altos.

Me sirvo una copa de vino rojo y salgo a sentarme en el balcón de mi piso.  A verlos pasar.  Al tiempo.  A las vidas.  Al amor.  A la traición.  A la luna si anda de ganas.  A ver si esa noche me visita.  Ella o él.  Aunque no siempre hago lo mismo.

Me gusta deshacerme de la ropa poco a poco.  Todas las noches.  Mientras ellos me gozan o me gozo yo misma.  Haciéndome la desentendida.  Mientras soy observada.  Cuando él me visita, le ofrezco abundante vino para que me coja en el balcón.  Recostada contra el muro que define mi casa del espacio abierto donde todo pasa.  El susto que él siente de que lo adviertan me ofusca.  Saber que él sabe.  Saber que ella sabe.

De noche soy Nanette y me gusta desnudarme en el balcón.

 

 

Foto: Balcón de DavidJGB (Madrid, España)