
Benjamín Recacha García es el autor destacado del mes en Salto al reverso. Pueden ver sus obras para nuestro blog dando clic aquí y visitar su blog en benjaminrecacha.com.
Compartimos con ustedes dos de sus obras.
Dime viento
Cuéntame, mi viento amigo:
¿Dónde se fueron los sueños?
¿Dónde dejé los empeños?
Háblame, me voy contigo.
Sóplame, quiero sentirte.
Ya todo me queda lejos.
Rompí todos los espejos.
Tengo tanto que decirte…
Pero mi boca está muda,
mis ojos quedaron ciegos.
La realidad es tan cruda,
que devoró los sosiegos.
Y dime, mi dulce brisa:
¿Vale la pena esperar?
¿Sirve para algo luchar?
Aguarda, no tengo prisa.
Ya no.
Ay, viento… Nada comprendo.
Hay tantas cabezas bajas,
tantas voces decayendo,
y gritos que son navajas…
Hay tanto rencor oculto,
tanta herida mal curada,
tanta dignidad chafada,
que pensar es un insulto.
No quiero pensar.
Ya no.
Ni saber.
Ni sentir.
Ya no.
Viento, dime: ¿tú lo sabes?
¿Qué nos depara el futuro?
¿Superaremos el muro?
¿Encontraremos las llaves?
He esperado año tras año…
Han saltado tantas chispas…
Pero el fuego nunca prende.
Ya no sé de qué depende,
que reaccionen las avispas.
Dóciles en el rebaño.
Pero ya no importa.
Ya no.
Llévame, viento a volar.
Sácame de este lugar.
No quiero ver ya más gente
con esa mirada ausente.
Llévame ya, sin demora,
antes de que acabe igual,
con el yugo y el bozal.
Siento que mi alma llora.
No quiero llorar.
Ya no.
No es pena lo que yo siento,
sino un pinchazo de ira.
¿Todavía tengo aliento?
Mi dignidad aún respira.
Mi viento, sé un huracán.
Llama a tu amiga tormenta.
Poned fin a tanta afrenta.
Se acabó implorar el pan.
No me rindo.
Aún no.
La mujer de la montaña
Originalmente publicado en: «40 colores, incluido el negro» de la Asociación de Escritores Noveles (AEN)
Me gusta sentarme junto a la ventana, sobre todo en invierno. A mediodía el sol inunda la oficina y entonces llega mi momento. Cierro los ojos y me dejo acariciar por la calidez de los rayos, que me transportan a aquellos días de mayo en la Sierra de Espierba.
Ha pasado mucho tiempo, pero aún hoy, cuando lo recuerdo, me entran las dudas sobre si fue un sueño.
Me levantaba temprano para caminar por el bosque. Me gustaba escuchar a mirlos, petirrojos y ruiseñores dándome los buenos días. Era la mejor compañía que por entonces podía esperar. En verdad, no deseaba otra.
El aire frío de la mañana me hacía sentir vivo. Agradecía aquellos zarpazos que se agarraban a mi cara y sentir cómo se abrían paso hasta los pulmones.
Había llegado hasta aquella diminuta aldea perdida en el Pirineo Aragonés rebotado de una lamentable experiencia laboral y una no menos lamentable relación (des)afectiva. En aquel momento detestaba a la especie humana y aborrecía la civilización, así que me había fabricado la ilusión de que podía apearme de ella.
La dueña de la casa donde me alojaba me recomendó la ruta. Se internaba en el bosque por la pista que, una hora de suave ascensión después, desembocaba en un apabullante mirador natural. Desde lo alto de la sierra se admiraban las imponentes moles pirenaicas y los verdes valles que, muy abajo, aparecían surcados por brillantes hilos de plata.
La primera vez me quedé allí embobado, disfrutando de la ausencia del tiempo. El desfile de las nubes juguetonas era el único síntoma de que no me encontraba dentro de una postal. Bueno, las nubes… y mis tripas, que al cabo de un rato me recordaron que necesitaba alimentarme, así que saqué el bocata de la mochila y lo degusté como el más delicioso de los manjares.
Los días siguientes el ingrediente de la sorpresa dejó paso al del deseo por regresar, y una semana después la excursión se había convertido en una necesidad vital.
Aquella mañana el bosque era el mismo, con sus educados habitantes alados, que saludaban a mi paso, las mismas ardillas que saltaban huidizas de rama en rama, la misma brisa que me hacía sentir vivo y el mismo sendero que conducía a la cima desde donde contemplar las moles calcáreas y las nubes con sus formas caprichosas.
Me senté en la misma roca, saqué el bocata y lo saboreé con el mismo placer de cada mañana. Aquella era una rutina muy diferente de la que había acabado despojándome de alicientes. En aquel momento lo que más deseaba era que cada jornada fuera una repetición de la anterior.
Y entonces la vi.
(…)
Puedes leer el relato completo aquí.

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