No me busques, amor


Imagen: Davide Ragusa

No me busques, amor, que no te encuentro.

No susurres mi nombre,

borra de tu voz ese quejido noble,

calla esa lengua furtiva que devora.

No te pertenecen más las noches,

ni es respiro la furia de tus ansias.

No me busques, amor,

no me detengas con la piel de tu coraza.

Siénteme única, voraz, lejana.

Ya no vive mi música en tu aire,

y sin piedad te maldice mi silencio.

Deshojaste mi pasión con prisas contenidas

en un grito de dolor que ayer gritaba.

No me pidas, suplica por tu vida

que la mía se alejó por la ventana

dejando atrás tus puertas ya cerradas.

Difusa es la pintura que soñabas

envolviendo mis líneas y un aroma.

Frágil, suave y agitada

ha borrado mi pluma tu misterio.

No se muere el amor, ni la mañana.

Se ahogan los colores de dolor

y en tinta muere el alba y el deseo.

Amor, no me busques,

no dibujes con mis huellas caminos muertos.

Inventé para ti mil laberintos

y he cruzado sin tus manos

lágrimas e infiernos.

No me busques, amor, que no te encuentro.

Le pedí al espejo que te rompa

y a la luna que conjure tu veneno.

No me busques, amor,  borré tu cuerpo,

me escapé de tu beso y del recuerdo.

Besos en el viento


Valle de Pineta
Foto: Benjamín Recacha

La huella del alud atraviesa de forma dramática la ladera de la montaña.

Sigues con la mirada la cortina de árboles caídos que dibuja la nueva cicatriz en el corazón del bosque, y te maravillas de la exactitud con que se reproduce cada primavera.

Esta mañana la ascensión te ha costado más que de costumbre. Llevas un rato sentado en la roca de siempre y continúas exhalando espesas columnas de humo blanco.

A pesar del frío, tienes la camiseta interior empapada en sudor, y mientras recuperas el resuello el aire helado se te clava en los pulmones.

«Me hago mayor», concluyes.

Ayer no acudiste a tu cita diaria por culpa del temporal que ha dejado más de un metro de nieve en pleno mes de mayo.

Debilitado, sudoroso y boqueando como un pez fuera del agua, el caso es que aquí estás de nuevo, admirando la obra de la naturaleza implacable.

Piensas en los días de tu juventud, en las primeras veces que subiste hasta la atalaya desde la que dominas el valle. Entonces no lo hacías a diario; te gustaba descubrir nuevos rincones, aprovechando que tenías las piernas frescas y la mente ansiosa de conocimiento.

Miras en torno. El maldito cambio climático está dejando su huella. El glaciar pronto será un recuerdo, como los que ocupan la mayor parte de tu tiempo, pero la esencia es la misma; la magia del lugar te sigue proporcionando la energía que necesitas para superar un día más.

Sin ella, hace tiempo que te habrías esfumado como el vaho que sale de tu boca.

Detienes la mirada en la pequeña manada de sarrios. Te observan desde las rocas, con el cuello estirado. Han interrumpido su excursión matutina en busca de los brotes bajo la nieve. Saben quién eres; te ven cada día, pero el instinto no les permite bajar la guardia. El mismo instinto que dirige tus piernas y tu corazón.

«Prométeme que no dejarás de venir. Yo te esperaré todas las mañanas».

—Aquí estoy, mi amor.

…..

—Prométemelo, prométeme que lo harás. Necesito saberlo. —Sus ojos te imploran. Los vela la culpa, y necesitan tu perdón. «¿Qué quieres que te perdone? Estoy tan destrozado que sólo espero desaparecer junto a ti»—. Es nuestro rincón mágico. Recuerdo la primera vez que me pediste que te acompañara hasta aquí… Cuando llegamos no podía creer que tanta belleza fuera posible… Lloré de emoción —las lágrimas te resbalan silenciosas por las mejillas, impulsadas por un dolor tan intenso que en cualquier momento te impedirá respirar—, y me abrazaste.

La ves acercarse con los brazos extendidos; los tuyos cuelgan inertes.

—No podré seguir adelante sin ti… —No lo aceptas, no es posible que todo acabe sin más. Entonces levantas la cabeza y aprietas los puños, en un arrebato de rabia—. Tiene que haber algo que podamos hacer.

Te abraza y apoya la cabeza contra tu pecho. No puedes imaginarte sin ella; tiene que ser un error… Esa persona tan maravillosa, tan llena de vida, no puede desaparecer. Le besas el pelo, y ya no puedes controlar el llanto.

—Seguirás adelante, porque yo estaré aquí, en cada roca, en cada flor, en cada corteza de árbol, en cada insecto, en cada nube… —Te coge la cabeza con las dos manos, trata de secarte las lágrimas con sus dedos y te obliga a que la mires. Te sientes ridículo ante su entereza—. En cada soplo de aire. Cuando llegues cada mañana te recibiré con mil besos. —Te atrae hasta que vuestros labios se encuentran, y te regala un beso tan cálido que en ese momento sientes que nada malo puede pasar—. Pero necesito que me lo prometas.

Se lo prometiste, y durante unas semanas pareció que todo había sido una pesadilla. Hasta aquella mañana en que las fuerzas la abandonaron de golpe. Sin embargo, hasta el último momento conservó la sonrisa. «Prométemelo», te susurraba, y tú asentías, sin permitir que la desesperación que te consumía aflorara.

…..

—Aquí estoy, mi amor —murmuras, y entonces recibes sus besos a través del viento, esos besos que te proporcionan la energía necesaria para aguantar un día más.

Como cada mañana, tras unos minutos de alerta, los sarrios deciden que no supones ningún peligro y reanudan su paseo en busca del desayuno.

Besos y caricias imborrables


La Habana, octubre 12 de 2017

Pensé que solo vos me extrañarías.
Pensé que solo vos me recordarías,
pero un apabullante y exasperante cúmulo de sensaciones,
placeres y recuerdos me tienen loco y añorándote.

Mi cuerpo y mi ser se abruman con tu impecable y sencilla ausencia.
En ese momento me corroe una vil y mágica sensación
que reafirma que tus besos y tus caricias son imborrables
de mi ser, de mi mente y de mi corazón.

Besos indelebles que me recuerdan que esas caricias
tan sofisticadas las creas diaria y exclusivamente para mí.
Caricias melosas y escabrosas que me reavivan la sensación
de aquellos besos extenuantes que calientan y trastocan
cada milímetro de mi piel y escandalizan a todo mi ser.

Besos y caricias imborrables que hoy
son mi único antídoto para aplacar la tristeza
de no estar junto a vos, mi hermosa mujer manabita.

Naranja Atardecr
«Atardecer en San Jacinto, Manabí (Ecuador)», fotografía por Alejandro Bolaños.

Quiero…


Gracias por la inspiración, mi bella Mirosh

Quiero deslizarme en tu encanto,
sacudirme en tu lujuria,
aturdirme con tu pulcra dulzura,
mirarte a los ojos y besarte el alma.

Quiero tocar tu piel,
y corroerme con la tibieza de tu ser,
quedarme en silencio, sosegado e impaciente;
sin concentración alguna,
sin poder distinguir tu hermosura de tu ternura,
digo, tu locura de tu exquisita figura.

Quiero comerte a besos
y arrollarte con mi cuerpo,
quedar trabado e impregnado con tus olores
y sabores.
Pues con tu sobria y quieta belleza
me dejas impaciente y delirante,
al verte desnuda, tranquila y dormida.

Quiero estar en tu cuerpo
pero abrumarte con mi ausencia.
Quiero que me añores
y no salir de tu esencia.

Quiero estar colgado entre tus caricias
insensatas, escandalosas y melosas,
aquellas que has creado exclusivamente para mí,
luego desfallecer ante tus besos extenuantes
que parpadean en mi ser,
que lo alteran,
que lo apaciguan,
y que lo aman.

Je ne regrette rien


ElviraMartos¿Sabías que Notre Dame no es la catedral plus grande de Francia?

Elle estaba obsesionada con el buen beso francés. Poco a poco, había empezado a despedirse siempre a la francesa. Y obviamente, a enfadar a sus amigos y conocidos. No importa, decidió tener nuevos camaradas: Edith Piaf, Jacques Prevert, por ejemplo.

Había visto hace poco Amélie, aunque no es que le hubiese entusiasmado beaucoup. Y había desarrollado una extraña fascinación por las guillotinas.

Y la manicura (francesa).

Y la tortilla (francesa).

Aprendió el idioma, se compró un bonito y más bien tonto bulldog francés y tomó con la misma determinación dos grandes decisiones: malcriarlo e irse a vivir a la capital del amour.

Descubrió que amaba el cabaré. Pero también que odiaba a los parisinos.

Su perro y ella volvieron un mes después.

Bésame


por Reynaldo R. Alegría

Salimos al cine y luego fuimos a tomar vino rojo.  Como siempre, ella me recogió en su auto, complaciendo mi antojado disgusto por manejar.  Cuando eres recogido en tu casa por una mujer, muchas veces ella presume que detrás hay un plan de llevarla a la cama con urgencia, sin el foreplay de elegancia que ordenan las reglas del cortejo adoptadas por la sociedad desde hace siglos y que aún hoy se imponen ominosas.

La religiosa combinación del mosto y del hollejo en el vino rojo tiene propiedades fascinantes después de una película argentina que se mercadea como drama y que amerita la más seria discusión de la más graciosa comedia.  No solo ayuda a la mejor digestión de las proteínas y a la reducción de la presión arterial y los niveles de insulina en la sangre, sino que te hace más feliz y, en consecuencia, más hábil para entender el cine que se dice drama pero que argentinamente es comedia.

De vuelta a la casa y sin ninguna intención de invitarla a subir —no siempre se tiene sexo decía mi amiga Olga y con esta nunca lo había tenido— creo que se percató que mientras me proponía a despedirme de ella, miraba detenidamente sus labios.

—Bésame —me dijo, mientras aún estábamos dentro del auto.

Bastaría presionar los labios propios contra cualquier superficie, una foto, una mano, u otros labios, para besar.  No haría falta succionar, ni hacer ruidos particulares.  Para besar no haría falta abrir la boca con cuidado de no perder la respiración, ni tener compasión con otra boca que no ha conocido otros labios, ni evitar pasar la lengua por otros labios, ni controlarse para no morder otra boca que se apetece.

—Bésame —insistió.

Un beso tiene propiedades mágicas, no solo esas que permiten convertir una rana en príncipe (que es muy importante), sino esas maravillosas virtudes de la excitación profunda, esa estimulación erógena que activa cada terminación nerviosa que se encuentra en los labios de la boca y produce una corriente de calor, como la electricidad que produce la manipulación clitórica.

Mientras tomaba la decisión, recordaba los extensos debates en que se enfrascan algunas mujeres cuando aseguran, con gran autoridad, que hay hombres que no saben besar.

No siempre quiero besar a una mujer.

Cuando beso a una mujer lo hago porque le tengo muchos deseos; siempre cierro los ojos y siempre uso mis manos.  Cuando beso una mujer me gusta cogerla por las caderas con mi mano izquierda y agarrarle el cuello con mi mano derecha.  Me gusta ponerla de espaldas a mí y de pie, remover el pelo que cae sobre la nuca y besarle el cuello, olerla, sentir sus nalgas sobre mi cuerpo y acariciarle los senos.  Cuando beso una mujer quiero sentir que ella libera oxitocina, que siente contracciones uterinas y que sufre con mucho gozo la erección de su clítoris.  Como yo, quiero sentir que su corazón bombea más sangre, en menos tiempo.

Lo cierto es que desde su prohibición pública, hasta el perfecto convencionalismo social del beso erótico en público, en la era de lo explícito los besos están infravalorados.  Y aquí debo ser honesto, pues la última parte de esta cita es de una conocida tuitera a quien prefiero respetar su anonimato, tal como le reconozco a Fragonarg sus maravillosos besos al mejor estilo rococó.

—Déjame leerte algo.

Necesitaba ganar tiempo y racionalizar la terrible incomodidad de un beso dentro de un auto, un primer beso, sobre todo cuando hace años se ha dejado de tener 18 y cuando hace algún tiempo sabes que, para una mujer, un beso es una prueba de fuego.

—Esto lo escribí hace un tiempo:

Tus labios están buscando un amante,

otros labios a los que puedan besar,

que sirvan de lecho para descansar,

un inquieto amor que anda rogante.

Tu boca delira y arde fragante,

buscando otra boca para confesar,

un escucha dócil para embelesar,

en el romance más alucinante.

Tu amor urgente me halla dormido,

sin valija y esenciales confesos,

hendido en mil pedazos, escindido.

Si quieren los dioses seremos presos,

y en el fuego de tu boca adherido,

seré yo quien disfrute de tus besos.

Cerré mis ojos mientras acercaba mi rostro al suyo, aspiré sus olores, puse mi mano derecha sobre su cuello, acomodando el pulgar bajo su oreja de manera que me permitiera controlar la rotación de su cabeza y entonces, deposité suavemente mis labios sobre su boca.  Un foetazo de corriente me azotó y discurrió entre mi boca y la suya y entre nuestros labios y el resto de nuestros cuerpos.  Sentí cómo se inundaban mis órganos de sangre mientras me quemaban sus labios; juro que sentí que ella temblaba.

No habían pasado 10 segundos cuando con urgencia se despegó, aspiró profundamente llenando sus pulmones de oxígeno y clavándome con una mirada retadora me dijo:

—¿Subimos?

Foto: «Jean-Honoré Fragonard – The Stolen Kiss» de Jean-Honoré Fragonard – Hermitage Torrent. Disponible bajo la licencia Dominio público vía Wikimedia Commons – https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jean-Honor%C3%A9_Fragonard_-_The_Stolen_Kiss.jpg#/media/File:Jean-Honor%C3%A9_Fragonard_-_The_Stolen_Kiss.jpg

Intermitencias urbanas


Es partir sin verte ir jamás,

llego a tus versos y a tus silencios

de luz de noches milenarias

y nunca antes vistos, mil tiempos;

desde un sueño como desierto

¿Soñar con el delito de querer

o querer bajo el crimen de los sueños…?