
por Reynaldo R. Alegría
Salimos al cine y luego fuimos a tomar vino rojo. Como siempre, ella me recogió en su auto, complaciendo mi antojado disgusto por manejar. Cuando eres recogido en tu casa por una mujer, muchas veces ella presume que detrás hay un plan de llevarla a la cama con urgencia, sin el foreplay de elegancia que ordenan las reglas del cortejo adoptadas por la sociedad desde hace siglos y que aún hoy se imponen ominosas.
La religiosa combinación del mosto y del hollejo en el vino rojo tiene propiedades fascinantes después de una película argentina que se mercadea como drama y que amerita la más seria discusión de la más graciosa comedia. No solo ayuda a la mejor digestión de las proteínas y a la reducción de la presión arterial y los niveles de insulina en la sangre, sino que te hace más feliz y, en consecuencia, más hábil para entender el cine que se dice drama pero que argentinamente es comedia.
De vuelta a la casa y sin ninguna intención de invitarla a subir —no siempre se tiene sexo decía mi amiga Olga y con esta nunca lo había tenido— creo que se percató que mientras me proponía a despedirme de ella, miraba detenidamente sus labios.
—Bésame —me dijo, mientras aún estábamos dentro del auto.
Bastaría presionar los labios propios contra cualquier superficie, una foto, una mano, u otros labios, para besar. No haría falta succionar, ni hacer ruidos particulares. Para besar no haría falta abrir la boca con cuidado de no perder la respiración, ni tener compasión con otra boca que no ha conocido otros labios, ni evitar pasar la lengua por otros labios, ni controlarse para no morder otra boca que se apetece.
—Bésame —insistió.
Un beso tiene propiedades mágicas, no solo esas que permiten convertir una rana en príncipe (que es muy importante), sino esas maravillosas virtudes de la excitación profunda, esa estimulación erógena que activa cada terminación nerviosa que se encuentra en los labios de la boca y produce una corriente de calor, como la electricidad que produce la manipulación clitórica.
Mientras tomaba la decisión, recordaba los extensos debates en que se enfrascan algunas mujeres cuando aseguran, con gran autoridad, que hay hombres que no saben besar.
No siempre quiero besar a una mujer.
Cuando beso a una mujer lo hago porque le tengo muchos deseos; siempre cierro los ojos y siempre uso mis manos. Cuando beso una mujer me gusta cogerla por las caderas con mi mano izquierda y agarrarle el cuello con mi mano derecha. Me gusta ponerla de espaldas a mí y de pie, remover el pelo que cae sobre la nuca y besarle el cuello, olerla, sentir sus nalgas sobre mi cuerpo y acariciarle los senos. Cuando beso una mujer quiero sentir que ella libera oxitocina, que siente contracciones uterinas y que sufre con mucho gozo la erección de su clítoris. Como yo, quiero sentir que su corazón bombea más sangre, en menos tiempo.
Lo cierto es que desde su prohibición pública, hasta el perfecto convencionalismo social del beso erótico en público, en la era de lo explícito los besos están infravalorados. Y aquí debo ser honesto, pues la última parte de esta cita es de una conocida tuitera a quien prefiero respetar su anonimato, tal como le reconozco a Fragonarg sus maravillosos besos al mejor estilo rococó.
—Déjame leerte algo.
Necesitaba ganar tiempo y racionalizar la terrible incomodidad de un beso dentro de un auto, un primer beso, sobre todo cuando hace años se ha dejado de tener 18 y cuando hace algún tiempo sabes que, para una mujer, un beso es una prueba de fuego.
—Esto lo escribí hace un tiempo:
Tus labios están buscando un amante,
otros labios a los que puedan besar,
que sirvan de lecho para descansar,
un inquieto amor que anda rogante.
Tu boca delira y arde fragante,
buscando otra boca para confesar,
un escucha dócil para embelesar,
en el romance más alucinante.
Tu amor urgente me halla dormido,
sin valija y esenciales confesos,
hendido en mil pedazos, escindido.
Si quieren los dioses seremos presos,
y en el fuego de tu boca adherido,
seré yo quien disfrute de tus besos.
Cerré mis ojos mientras acercaba mi rostro al suyo, aspiré sus olores, puse mi mano derecha sobre su cuello, acomodando el pulgar bajo su oreja de manera que me permitiera controlar la rotación de su cabeza y entonces, deposité suavemente mis labios sobre su boca. Un foetazo de corriente me azotó y discurrió entre mi boca y la suya y entre nuestros labios y el resto de nuestros cuerpos. Sentí cómo se inundaban mis órganos de sangre mientras me quemaban sus labios; juro que sentí que ella temblaba.
No habían pasado 10 segundos cuando con urgencia se despegó, aspiró profundamente llenando sus pulmones de oxígeno y clavándome con una mirada retadora me dijo:
—¿Subimos?
Foto: «Jean-Honoré Fragonard – The Stolen Kiss» de Jean-Honoré Fragonard – Hermitage Torrent. Disponible bajo la licencia Dominio público vía Wikimedia Commons – https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jean-Honor%C3%A9_Fragonard_-_The_Stolen_Kiss.jpg#/media/File:Jean-Honor%C3%A9_Fragonard_-_The_Stolen_Kiss.jpg
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