Centrifugando recuerdos (XI)


Generalife - Alhambra Granada
Foto: Benjamín Recacha

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Sara pasea por los jardines del Generalife, deteniéndose en cada flor, siguiendo el vuelo de las mariposas, escuchando el canto de los pájaros y el rumor de las fuentes, que brotan alegres. Los chorros de agua se cruzan, juguetones, sobre la acequia central y la contemplación de tanta belleza le alegra el corazón. No hay nadie más. Le extraña, pero no le da más importancia. «Mejor así, ¿qué mayor lujo que disponer de esta maravilla para mí sola?».

Se siente en paz, nota el corazón ligero y sonríe. El cielo luce un azul luminoso y el sol brilla con fuerza, pero no hace calor. Raro en pleno agosto. Sara se mira los pies. «¿Por qué voy descalza?» No recuerda qué ha hecho con las sandalias. Pero está a gusto y opta por no buscar explicaciones.

A medida que se acerca a la entrada del palacio una inquietud, aún muy incipiente, va subiéndole desde el estómago. Le apetece seguir paseando por el jardín, pero hay algo que la va empujando, poco a poco, hacia el arco oscuro que da acceso al edificio. «No quiero entrar», se dice, y entonces nota un desagradable sabor metálico que le envuelve la lengua. Traga saliva, pero no puede evitar que la angustia se apodere de su garganta.

Respira hondo y aparta la mirada, como si así sus pies descalzos fueran a detener el avance. No lo hacen, y a cada paso el suelo está más frío, helado. Un escalofrío la recorre desde la punta de los dedos y le eriza la piel. Y entonces se fija en una hermosa libélula, de un azul eléctrico muy brillante, que vuela por encima del agua. Se le acerca y se queda suspendida, como un colibrí, a medio metro de su cara. La mira fijamente, con esos ojos rojos alienígenas que parecen de plástico. La inquietud de Sara se atenúa por la curiosidad que el insecto le despierta.

—¿Qué quieres? —se oye preguntar en voz muy baja.

Por un momento cree que la libélula le va a contestar, pero no, da media vuelta y se pone a volar en círculos. Sara la sigue con la mirada, y también lo hacen sus pies, hasta que se da cuenta, asustada, de a dónde se dirige. Cuando se pierde en el interior del palacio es demasiado tarde para que pueda apartar la vista. Ha quedado atrapada y se ve obligada a ir bajándola, hasta casi a ras de suelo. Ahí hay algo…

Ya está apenas a unos pocos pasos de la negrura. El frío se ha apoderado de ella. Se abraza en un gesto instintivo de protección. Ya no oye el murmullo del agua, ni el zumbido de los insectos, ni el canto de los pájaros. La angustia empieza a ser insoportable. El sabor metálico le provoca arcadas. «Quiero irme de aquí», y reprime un deseo cada vez más poderoso de gritar. Hay algo que la retiene, una expectación enfermiza.

Y cuando la sensación se hace insoportable, unas manitas, seguidas de unos brazos muy cortos, y el cuerpo entero de una pequeña muñeca de plástico surgen de la oscuridad. Sara la mira, con la respiración entrecortada, y siente como si el filo gélido de un cuchillo se le clavara en el corazón. «Esa cara…».

—Ven conmigo…

El susurro le agujerea el cerebro, y entonces no lo soporta más. Grita con todas sus fuerzas, pero su garganta no emite sonido alguno. Lo intenta de nuevo…

—Ven…

Nada. Sara siente que la cabeza le va a explotar. «¡Quiero salir de aquí! ¡No puede ser verdad!». Los deditos se le acercan irremisiblemente y ve cómo sus brazos deshacen el abrazo y se alargan para tocarlos. «¡Noooo! ¡No quiero…!»

Sara se despierta tosiendo, con una sensación horrible de ahogo. Le cuesta unos segundos comprender que ha sido una pesadilla, y cuando lo hace se tapa la cabeza con la almohada, se acurruca y llora. Está empapada en sudor.

Un par de minutos después, un silbido procedente de la ventana atrae su atención. Aparta la almohada y la visión del ruiseñor que saluda con su trino al alba aligera el peso de su alma.

…………………………

Lo primero que nota Luis al abrir los ojos es un terrible dolor de cabeza. No recuerda nada y no sabe dónde está. La luz de la mañana penetra por una ventana sin persianas y con las cortinas a medio cerrar. «Esto es una cama…» Los ojos necesitan unos segundos para adaptarse a la claridad y su cerebro otros tantos para procesar la información visual que le llega. «Parece una habitación de hotel…» Un escritorio de madera con una silla, un pequeño mueble bar, y un sillón sobre el que descansa de cualquier manera lo que parece su ropa. Sigue el rastro de la pernera del pantalón, que cuelga rozando el suelo enmoquetado. «Eso son mis deportivas, los calcetines… ¿y esos zapatos?»

De repente se le encienden las alarmas. Con un gran esfuerzo levanta la cabeza para fijarse en su cuerpo. Estaría completamente desnudo si no fuera por el calzoncillo. El cerebro de Luis empieza a dibujar imágenes confusas, en que aparecen copas y vasos cuyo contenido vierte una y otra vez por su garganta. También ve destellos, caras sonrientes, gente que baila, se ve a sí mismo bailando, y ve una cara que le resulta muy familiar, unos labios que le sonríen y que se le acercan, que se le acercan mucho, tanto que deja de verlos, y entonces recuerda una sensación cálida y sensual; no la ve, pero siente la humedad tibia en su boca, el sabor del alcohol y la saliva, y vuelve a ver el rostro sonriente…

«Mierda». Se gira en la cama, y ahí está, el cuerpo desnudo de Íngrid, que duerme ajena a su inquietud. «¿Qué he hecho?» En verdad no lo sabe, porque después de los destellos y las sonrisas todo está oculto tras una nebulosa. Luis intenta recordar, pero el esfuerzo aumenta la sensación de que le están aporreando la cabeza con un martillo y tiene que dejarlo.

«¿Qué has hecho, idiota? ¿No se supone que ibas en busca de la mujer que te ha cambiado la vida? ¿Es que sólo sabes cagarla?» El sentimiento de culpa empieza a acosarle. Se incorpora y se queda sentado en el borde de la cama, tratando de decidir qué hacer. «Te duchas, te vistes, te despides educadamente, y te largas de una puñetera vez», resuelve. Y cuando se dispone a poner en práctica el plan, oye su voz.

—Buenos días, campeón.

A Luis le da un vuelco el corazón. Toma aire y se da media vuelta. Íngrid no hace nada por ocultar su desnudez. Sonríe con picardía.

—Huir no es de caballeros. Esperaba que me despertaras con un beso. —Está tumbada de lado; levanta la cabeza y la apoya sobre la mano. El pelo le cae libre sobre los hombros y unos pechos firmes como apetitosas manzanas. Luis traga saliva—. Anoche no eras tan tímido.

—No recuerdo nada. Supongo que nos besamos, pero no sé si hicimos algo más. Estaba muy borracho…

—Vaya, ahora me dirás que fue un error, que no eras tú, que tienes una novia que te espera de la que estás muy enamorado y que no sabes qué ha podido pasar. —Luis balbucea algo, pero ella no le da tiempo a preparar una respuesta consistente—. Pues cuando me sobabas las tetas parecía que sabías muy bien lo que estabas haciendo.

Luis trata de recordarlo. Unas tetas como esas no son fáciles de olvidar.

—No me acuerdo de nada. Ni siquiera sé cómo llegamos aquí. Para tu información, no me espera novia alguna, pero… —La mira, y le resulta increíble lo que va a decir, pero lo dice igualmente— Sí, fue un error.

—Sara y, ¿cómo se llama la otra chica? Ah, sí, Laia. Me gusta cómo suena. —La cara de Luis es un poema. No entiende nada—. Además de manosear a base de bien, me contaste todas tus penas.

El joven siente como si le hubieran profanado el alma. Se siente muy vulnerable y sin recursos. Íngrid capta su impotencia y por un momento se compadece de él.

—No hicimos nada.

—¿Cómo?

—Pues eso, que estabas tan borracho que en cuanto nos tumbamos en la cama te quedaste frito. —La sensación de alivio de Luis es más que evidente—. Pero antes de eso nos morreamos y me sobaste las tetas. Te aseguro que el freno no lo pusiste por los remordimientos. —Vuelve a cambiar la expresión, le sonríe con mirada lasciva, y se le acerca arrastrándose despacio, como una gata juguetona—. Ahora ya no estás borracho, ¿verdad?

—No…

Luis nota que, después de todo, su voluntad quizás sea tan firme como la de cualquier veinteañero en una situación tan tentadora como la que está viviendo él. Íngrid ya lo ha alcanzado y le acaricia el pecho con una mano ardiente. Está a punto de dejarse llevar, pero una vocecilla insidiosa lo acaba impidiendo.

—Lo siento, pero me tengo que ir. Me queda un largo viaje hasta Granada.

Le toma la mano, se la aparta con suavidad y por fin se pone de pie. Mientras recoge su ropa siente la mirada de ella, decepcionada y dolida.

—¿Por qué no podías ser un tío normal? ¿Por qué no podías dejarte de tonterías y simplemente disfrutar de un buen polvo? Podría haberme ligado a cualquiera de la fiesta, pero no, tuve que dar con un chaval que no sabe beber y que cuando está sobrio se convierte en un mojigato.

Luis la mira desde la puerta del baño. Empieza a recordar las cosas que ella le contó. Parece que las confesiones fueron mutuas. Baraja la posibilidad de utilizar alguna como arma arrojadiza; también ella le dio nombres, pero se muerde la lengua.

—¿El desayuno está incluido? —acaba por preguntar.

—Vete al cuerno.

Se deja caer sobre la cama, cargada de rencor hacia tanta gente, hacia la vida en general.

—El amor está tan sobrevalorado… —murmura.

Desde el baño le llega el rumor de la ducha. Luis ya sólo piensa en proseguir su viaje.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (X)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com
Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Mientras avanzan por el jardín hacia el lugar donde se congregan los invitados para hincarle el diente a las delicatesen que configuran el aperitivo y empezar a beber sin control, Íngrid va saludando a unos y otros. Poco antes de entrar en el círculo de las mesas dispuestas en un rincón idílico, flanqueado por un bosquecillo de sauces y con vistas al campo, se detiene en seco.

—Ahora sí que empieza el baile —murmura.

—¿Cómo dices?

—Tú sígueme la corriente —le pide tras una rápida mirada.

Toma aire y se dirige a la mesa más cercana al bonito arco de madera que da acceso al jardincillo, donde dos parejas departen animadamente. Luis la sigue, con la mano derecha firmemente atenazada por la mano izquierda de ella, cuyos dedos aprietan más conforme se aproximan a su destino. Entonces, a pocos pasos de la mesa, un obstáculo se interpone en el camino.

—Hola, hermanita. Por fin apareces.

Una mujer vestida de Cenicienta en el baile del príncipe, tan maquillada que realmente parece un dibujo animado —esa es la impresión que produce en Luis—, abraza a Íngrid con poco entusiasmo y le da dos besos que se pierden en el aire.

—¿Este es el héroe al que debemos agradecer que no sigas tirada en la carretera? —pregunta con una sonrisa de cartón piedra que deja al descubierto la dentadura más brillante que Luis haya visto. «¿Se cepilla con dentífrico fluorescente?».

—Patri, te presento a Luis. Luis, esta es Patri, mi hermana mayor. —«Que sea lo que Dios quiera», piensa Íngrid, que sonríe con la esperanza de que no se le noten los nervios.

Patri repasa al invitado inesperado, sin variar la expresión, y le alarga la mano izquierda; la derecha sostiene una copa de vino blanco. «Pues venga, hemos venido a jugar», resuelve el joven, que, decidido a no dejarse intimidar más, la toma con suavidad por los dedos, y la besa en el dorso. La expresión de sorpresa de Íngrid no es menor que la de su hermana, quien, tras una fracción de segundo, reacciona con una risita complacida.

—Qué galán. Parece que esta vez has hecho una buena elección —dice, mirando a Íngrid, mientras se aparta con una mueca pícara dedicada a Luis, se lleva la copa a los labios, y se aleja contoneándose.

—Será víbora… —susurra Íngrid.

A esas alturas las dos parejas que charlaban a pocos metros de la escena dedican toda su atención a los recién llegados, igual que otros invitados. Durante unos segundos, todos parecen estar a la expectativa. Íngrid responde con una sonrisa de anuncio, bastante forzada, sin acabarse de decidir a continuar avanzando. La resolución que la empujaba tan sólo unos minutos antes se ha difuminado. Luis, en cambio, experimenta el proceso inverso. Aprovechando que un camarero pasa por su lado transportando una bandeja llena de copas de lo que parece ser vino blanco, coge una y se la toma en dos tragos. La calidez del líquido bajando por su garganta le insufla confianza. Sonríe, y al darse cuenta de que es el centro de atención, incluso se anima a saludar con la mano en alto. Varios invitados le ríen la gracia, y acto seguido retoman las típicas conversaciones salpicadas de risotadas que uno espera en un acto social de ese tipo, entre copa y copa y pincho de jamón del bueno.

Íngrid también lo mira, y semejante arranque de naturalidad le devuelve la seguridad necesaria para enfrentarse a sus padres.

—Ahora es cuando me dices que eres actor.

—Pues no, diseñador gráfico regulero. Me da para ir tirando a trompicones.

Mientras habla sigue con la vista otra bandeja, y cuando se pone a tiro cambia la copa vacía por otra llena, de la que da cuenta con la misma celeridad que la primera.

—Ya…

Íngrid no tiene tiempo de darle más vueltas al asunto. Su madre ha salido a su encuentro y la abraza con elegancia. Ante todo, es una mujer elegante, cuya presencia impone respeto y admiración a partes iguales. Luis también lo piensa, aunque desde su plebeyo punto de vista el pequeño gorrito que culmina el elegante recogido que corona la elegante cabeza de la señora, sobre una base de tul almidonado —«Eso es tul, ¿verdad?»—, resulta ridículo. O al menos lo sería si lo luciera en medio de la calle. Con un rápido vistazo se da cuenta de que un elevado porcentaje de las damas presentes en el cóctel exponen complementos semejantes.

—Ay, querida, qué bien que hayas podido llegar. Nos tenías muy preocupados. Te hemos estado llamando, y hasta que no le has escrito a tu hermana no nos hemos quedado tranquilos. ¿Qué ha pasado?

—Murphy, que hoy tenía ganas de hacerme la puñeta.

—Ay, hija, qué cosas dices. —La señora se dirige entonces a Luis—. Este es el joven al que debo dar las gracias por habernos traído a mi niña…

Igual que su hija mayor, le alarga la mano. La sonrisa que exhibe no deja lugar a dudas sobre sus expectativas y, obviamente, llegados a ese punto, Luis no tiene intención de defraudar a la matriarca, así que repite la operación anterior, con mucha elegancia, que decide complementar con unas palabras que se le antojan ingeniosas:

—Si no hubiera desvelado ya su identidad yo habría jurado que es usted la novia.

Íngrid, que bebía un trago de vino, está a punto de atragantarse al escuchar la cursilada. Su madre, en cambio, parece encantada y ríe como una chiquilla, llevándose la mano a la boca.

—¿Has oído, Seve? La novia dice que parezco. Qué encanto.

Seve, su marido, no aparenta tanto entusiasmo. Desde un rostro que parece cincelado en mármol, dedica una mirada escéptica al “intruso” mientras encajan las manos, y antes de soltársela le dedica unas palabras de advertencia:

—No sé de dónde has salido ni qué pretendes, pero debes saber que esta va a ser la primera y la última vez que nos veamos.

Luis en esta ocasión opta por la prudencia.

—Un placer conocerlo, señor Martín. El restaurante es precioso.

—Sí, ya…

—Si no es molestia, ¿le importaría devolverme la mano, por favor?

—Va, papá, no empieces. El pobre Luis sólo se ha ofrecido a traerme y lo mínimo que podía hacer yo era invitarlo a la fiesta.

Íngrid asalta a su padre con dos besos que apenas son correspondidos, pero parecen ablandarlo lo suficiente como para que Luis recupere su dolorida mano.

—Hay qué ver, Seve, qué borde te pones cuando quieres —interviene su esposa—. No le hagas caso, cariño, se le va la fuerza por la boca —le aclara a Luis. «Y por la mano», piensa el joven, mientras se palpa los dedos tratando de que vuelva a circular la sangre por ellos.

Íngrid completa las presentaciones y se lleva a su invitado a otra mesa donde poder comer y charlar sin agobios, aunque a cada paso se tiene que detener para saludar a algún familiar o conocido que hace siglos que no ve. Ninguno comenta nada sobre el atuendo de Luis, aunque de vez en cuando es víctima de alguna mirada juzgadora. De todas formas, tras beber algunas copas de vino más, el estado chisposo del joven le evita sentirse intimidado.

Un rato después, cuando por fin han logrado acoplarse a una mesa ocupada por desconocidos y están llenando el estómago —sobre todo Luis lo hace con fruición, disfrutando de los manjares—, una música estruendosa señala que llegan los novios y todo el mundo se pone a aplaudir y a jalearlos.

—Llegaron el heredero y la nuera perfecta —murmura Íngrid.

Luis la oye, pero se da cuenta de que en realidad no se lo estaba diciendo a él. Ve cómo observa a la pareja feliz, con la mirada perdida, revelando lo que en algún día lejano fue envidia. Ahora sólo queda resignación. Se compadece de ella y piensa en darle una palmadita cómplice en el hombro, pero decide no hacer nada. «No es mi guerra», se justifica.

Los recién casados parecen sacados de una película empalagosa del Hollywood más empalagoso. Hacen su entrada al ritmo de un vals, demostrando que son expertos bailarines. Visten trajes impecables que les quedan perfectos, realzando la belleza natural de ambos. Todo son risas, aplausos, piropos y los inevitables gritos de «¡Viva los novios!». Incluso Luis se ha contagiado de la alegría desbordante. Como complemento final a la irrupción de los protagonistas del día, una explosión de confeti inunda el escenario. «Esto parece un vídeo de Coldplay», se dice Luis, que sonríe como un bobo entre trago y trago. Se nota como flotando en una nube.

La única persona que permanece ajena al entusiasmo generalizado es Íngrid. Cuando todos se acercan a felicitar a la pareja, ella se mantiene inmóvil, con el rostro inexpresivo y una copa vacía entre las manos. Luis está a su lado, preguntándose qué hacer.

—Alguien me dijo hace un rato que íbamos a divertirnos y me arrastró hasta aquí.

Al sentir las palabras, Íngrid reacciona por fin. Al principio mira a Luis como si no supiera qué hace ahí, junto a ella, pero es sólo un instante.

—Tienes razón, perdona. Ven, que te presento a la joya de la familia.

Después de unos minutos de guardar cola, durante los cuales Luis tiene la sensación de que su anfitriona trata de retrasar el encuentro, por fin aparece ante ellos el feliz dúo. Luis atisba entre sus cabezas, unos metros más allá, el rostro de mármol del señor Martín, que ahora sonríe orgulloso. La continuidad del imperio está asegurada. Gonzalo es, sin duda, el heredero ideal.

De repente, Luis tiene la sensación de ser más intruso que nunca. A su lado, Íngrid ya no es la mujer descarada y rebelde que lo ha arrastrado hasta la fiesta, sino el patito feo que se sabe fuera de lugar, y que sabe que jamás alcanzará la categoría suficiente para compararse a los bellos cisnes que son esa envidiada pareja que les sonríe con esplendor.

Antes de los saludos Luis tiene tiempo de mirar alrededor y, como si llevara un sensor incorporado, identificar un buen número de rostros envidiosos. «Qué falsos, cuánta alegría impostada».

—Luis, te presento a mi hermano Gonzalo y a su novia… bueno, ya esposa, Julia.

—Ah, sí. Encantado. Enhorabuena.

El apretón de mano de Gonzalo es tan firme como el de su padre (pero menos doloroso). No parece que de momento tenga nada contra él. Los besos de Julia, al aire, como debe ser costumbre entre la gente de alta alcurnia, deduce Luis. Con su cuñada se muestra algo más efusiva, incluso se abrazan. También entre los hermanos parece haber cariño real.

—No sabía que al final venías acompañada. —Gonzalo repasa al joven de arriba abajo—. Ya veo que ha sido una decisión de última hora —concluye, con cierta sorna.

—Pues sí. Me ha traído hasta aquí después de que el Audi me dejara tirada y qué menos podía hacer que invitarlo.

—Oh, claro. Por nosotros no hay problema, ¿verdad que no, cari?

Lidia no está prestando atención, ocupada en corresponder a los continuos piropos y atenciones de sus amigas. Pero es que Gonzalo no espera respuesta alguna, él mismo ha dejado de atender a su hermana y al pintoresco acompañante, y ya está dándose manotazos en la espalda con los colegas de la universidad. Un segundo después empiezan los selfies que durante las horas siguientes se perderán en Facebook e Instagram.

—Vamos a emborracharnos —sentencia Íngrid. Agarra a Luis de la mano y lo arrastra hacia la barra.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (IX)


La Alhambra - Granada
La Alhambra de Granada, desde el mirador de San Nicolás.   Foto: Benjamín Recacha

(La primera parte la puedes leer aquí, la segunda, aquí; la tercera, aquí; la cuarta, aquí; la quinta, aquí; la sexta, aquí; la séptima, aquí; y la octava, aquí).

Sara llega a Granada cuando el sol empieza a ponerse. El viaje se le ha hecho muy pesado por el calor y por la batalla mental de la que ha sido víctima desde la llamada de Luis. Arrastra un dolor de cabeza monumental y sólo tiene ganas de darse una ducha fría y acostarse. «Ojalá después de dormir despertáramos con el cerebro libre de recuerdos… Sí, claro, y luego tienes que hacer como el tío de la peli aquella, Memento, que lo marcaba todo con post-its porque no se acordaba ni de quién era».

—Pues qué quieres que te diga, no me parece tan mala perspectiva —murmura mientras gira la llave y entra en casa.

Enseguida se da cuenta de que no hay nadie. «Mejor, no me apetece dar explicaciones». Deja las sandalias en el recibidor, la maleta en el sofá y se asoma a la ventana, que han dejado abierta y con la persiana levantada para que entre la casi inapreciable brisa, con la vana esperanza de que el pequeño piso, torturado durante todo el día por el sol, se refresque un poco para dormir.

—Buenas tardes, mi querida Alhambra. Yo también me alegro de volver a verte.

La incomparable silueta de la maravilla nazarí la ha acompañado siempre en los momentos en que necesitaba consuelo. «Demasiados», concluye, resignada. Esa tarde la encuentra especialmente bella, acompañada ya a esa hora por la luna que emerge de Sierra Nevada.

«Creo que nos merecemos que nos demos una oportunidad». Las palabras de Luis siguen resonando en su cerebro. Lo han hecho durante toda la tarde.

—No tienes ni idea… —no ha dejado de repetirse como respuesta, como si la insistencia en ello fuera a convencerla definitivamente de que huir era la única opción.

Sara dedica una última mirada triste al fabuloso cuadro que se expone tras la ventana y se va a la ducha. Deja caer la ropa sudada en el suelo y se coloca bajo el chorro de agua, menos fría de lo que le habría gustado. El sol también ha calentado las tuberías. De todas formas, recibe el abrazo del líquido elemento con placer. «El mejor momento de este día de mierda». Y ahí se queda, sintiendo cómo son arrastrados hacia el sumidero el polvo, el sudor, las lágrimas, la rabia, la tristeza, el recuerdo… No, la tristeza y el recuerdo no la abandonan. Un rato después, contemplándose en el espejo del lavabo, Sara los sigue viendo ahí, bien instalados en su mirada.

Se dirige desnuda a la cocina, abre la nevera y agradece el soplo de aire helado. Tras un rápido repaso, toma el brick de leche y le da varios tragos. Después se va a su habitación. La encuentra igual que la dejó, «¿cuánto hace?, ¿dos meses?», aunque en realidad no se fija demasiado; quiere dormir y olvidar. Abre el cajón de la mesita en busca de unas bragas y se acuesta sin taparse. Sigue haciendo calor.

Antes de abandonarse al sueño mira hacia la ventana. Ahí está la luna, la misma que aún no hace ni veinticuatro horas, muchos quilómetros al norte, fue testigo del encuentro de dos jóvenes que desnudaban su alma sobre la hierba mojada. «Aún no estoy preparada… No sé si lo estaré algún día», piensa. Y cuando cierra los ojos vuelve a sentir los dedos de Luis entrelazados con los suyos.

…………………………

Siguiendo las indicaciones de Íngrid, Luis llega al restaurante donde se va a celebrar la fiesta de boda de Gonzalo y Lidia. Son los primeros. Durante el trayecto, además de llegar a un acuerdo con la compañía del seguro para que le lleven el coche a Guadalajara (a cambio de un “pequeño” suplemento) y de enviar un mensaje a su hermana mayor, ella lo ha puesto al día sobre la tensa relación que mantiene con su familia. «¿Dónde te estás metiendo?», se iba preguntando él, mientras pensaba en la manera de librarse de la invitación. «La dejas allí y te largas, que queda mucho viaje por delante», se decía, resuelto.

El problema es que Íngrid es de esas personas que llevan sus decisiones hasta las últimas consecuencias, y Luis no se caracteriza precisamente por lo mismo.

—Bueno, creo que voy a seguir con mi camino, que aún me queda un largo…

—Déjate de tonterías. Tú te quedas aquí conmigo. ¿O es que no tienes que cenar y dormir en algún sitio? Anda, vente, que vamos a adecentarte un poco.

Luis intenta articular una débil protesta, demasiado débil para que le preste atención. Cuando bajan del coche ella se dirige al maletero y saca la mochila de él.

—Supongo que aquí tendrás ropa algo más elegante —comenta, mirándolo con las cejas enarcadas y pensando qué hacer con él para que no parezca un guiri low cost. Acto seguido, lo agarra de la mano y lo arrastra al interior del restaurante.

Incapaz de resistirse, Luis se da cuenta enseguida de que todo el personal es exageradamente amable. «O son los camareros más pelotas de la historia o es que la conocen».

—Hola, Jaime.

—Señorita Ingrid. Qué alegría verla ya por aquí. ¿Ha ido bien la ceremonia?

—Sí, sí. Bueno, no sé, supongo que sí. Yo no he estado, pero es una larga historia. Ya te la contaré. Mira, te presento a Luis. Se va a sentar conmigo en la cena, aunque no consta en la lista de invitados.

El maître mira a los recién llegados con desconcierto, debatiéndose entre la necesidad de complacer a la señorita y el problema logístico de añadir un cubierto a la lista cerrada de comensales.

—Va, que no es para tanto. Seguro que habéis preparado más comida de la necesaria. —Jaime asiente poco convencido—. Vamos al baño, a ver si consigo hacer algo con el aspecto de este joven. —Ella ha adelantado mucho trabajo con el suyo propio durante el trayecto en coche.

Luis está tan desconcertado como el hombre, pero en el fondo siente que empieza a divertirle la situación.

—¿Me vas a explicar por qué tienes tanto poder sobre los empleados de un restaurante de lujo?

Íngrid le dedica una mirada burlona y hace un gesto con la cabeza que viene a decir «qué poco sabes» o algo por el estilo.

—Mis padres son los dueños.

La respuesta no le sorprende.

—Y supongo que el hotel donde se quedarán a dormir los invitados también es suyo.

Íngrid lo mira ahora con suspicacia.

—Más o menos. Es de mis abuelos.

«Unos tanto y otros tan poco». La perspectiva de aprovechar la generosidad de la heredera de una fortuna ya no le parece tan mala idea. «Total, tiene razón: tengo que cenar y que dormir. Por qué no hacerlo gratis y a cuerpo de rey, por una vez en la vida».

El cuarto de baño es tan grande como el comedor de una mansión. Mientras Luis se queda embobado admirando el lujo que lo rodea, su acompañante revuelve en la mochila en busca de ropa mínimamente aceptable. Finalmente, extrae unos tejanos y una camiseta negra.

—Si me dices que escondes unos zapatos en alguna parte, me harás feliz… —Luis niega con la cabeza—. Entiendo… Bueno, qué le vamos a hacer —concluye mirando con resignación las sucias deportivas—. Cógete unos calzoncillos y unos calcetines limpios y te duchas, anda.

Luis la mira como si acabara de escuchar una estupidez.

—Sí, no me mires así. Ahí tienes dos duchas con todo lo que vas a necesitar —le dice, señalando al lugar donde debe dirigirse—. Y date prisa, que enseguida llegará todo el mundo. —Se lo queda mirando con mohín contrariado.

—¿Qué pasa? Ya sé que no soy George Clooney, y eso no hay manera de arreglarlo.

Ella sonríe.

—No, ya, sólo estaba pensando que es una pena que no te dé tiempo a afeitarte. —Se gira de repente hacia la salida—. Bueno, te dejo, que yo también tengo que arreglarme. —Antes de salir se vuelve y le dedica una mirada cómplice—. No tardes —insiste, al tiempo que le guiña un ojo.

—Está como una cabra —murmura Luis mientras se dirige a la ducha sonriendo.

Diez minutos después sale del baño, limpio, con su media melena mojada refrescándole el cuello, y con la vestimenta ideal para… salir de fiesta con los colegas. Durante un rato se encuentra a gusto y de buen humor, hasta que empieza a cruzarse con parejas que parecen competir por desfilar en Milán o París y lo miran como si fuera un camarero desubicado, o quizás el DJ de la fiesta. «Llevará el equipo en esa vieja mochila sucia», debe pensar alguno.

«Parezco un pulpo en un garaje», se dice, mientras se dirige al coche para dejar el equipaje. El parking se ha ido llenando de vehículos de exposición, que convierten al Focus de Luis en chatarra. Conforme se va acercando a él, el joven se va encogiendo y cuando por fin abre el maletero siente la tentación de meterse dentro. «No me voy a meter ahí, pero sí me puedo largar. Aquí no pinto nada». La idea le parece a cada segundo más tentadora. Finalmente, cierra el portón y se dirige a la puerta del conductor.

—Granada me espera —murmura.

—¡Luis! ¿A dónde vas? ¡Ni se te ocurra largarte!

Íngrid se acerca a grandes zancadas, a pesar de los tacones, y con expresión de reproche. Luis se queda paralizado, agarrando la maneta de la puerta, pero sin decidirse a accionarla.

—No puedes marcharte ahora.

Su anfitriona se para a un par de metros de él.

—Quiero que te quedes conmigo.

Ha relajado la expresión y parece sincera; lo desea de verdad. Tras los “retoques” tiene un aspecto estupendo. Aunque empieza a oscurecer, Luis se da cuenta ahora de que es muy guapa y se siente intimidado, como siempre que se halla ante una mujer por la que siente atracción. Aparta la mirada y la pasea en torno. Siguen llegando cochazos de los que tanto gusta presumir a quienes no tienen otro objetivo en la vida que ser más que alguien. Niega levemente con la cabeza y da unos pasos para sentarse en el capó.

—Te agradezco la invitación, en serio. El plan parecía divertido, pero ¿no ves que estoy totalmente fuera de lugar? No hacen más que mirarme, intentando adivinar si soy un camarero o un intruso.

Enciende un cigarrillo y se lo ofrece. Íngrid lo coge, le da una larga calada y se lo devuelve.

—Ahora no me puedes dejar sola. No sabes cómo son. Me van a machacar por no haber ido a la iglesia. Tú eres mi coartada. Si te vas no habrá manera de que me crean. —Por primera vez Luis percibe su angustia, ya no es cabreo ni fastidio, lo siente de verdad—. Hoy tenía que ser una Martín Pescador ejemplar, y todo se ha ido a la mierda…

Se sienta junto a él, con la cabeza gacha y las manos en la cara.

—¿Martín Pescador? ¿En serio? ¿Te llamas Íngrid Martín Pescador?

—Sí, venga, di lo del pajarito —responde sin mirarlo. Pero cuando oye la risa se vuelve hacia él con cara de pocos amigos—. Espero que la guasa al menos sirva para quitarte la tontería.

—Perdona, no he podido evitarlo.

Le ofrece otra calada y se queda con la vista fija en el cielo. No hay una sola nube que emborrone la paleta de colores, que va del amarillo pálido, a cada minuto más menguante, al azul oscuro que ya domina el escenario. La luna, casi tan redonda como la noche anterior, ya aparece en escena, recordándole el motivo que lo ha llevado a emprender su loca aventura. Nota de nuevo los dedos de Sara…, sólo que ahora no son los de Sara, sino los de Íngrid, que se han posado sobre la mano que descansa en el capó. Luis da un pequeño respingo al darse cuenta, la retira y se la lleva a la boca, simulando ahogar un carraspeo.

—Perdona, no pretendía incomodarte. —Íngrid lo mira avergonzada—. No me malinterpretes, ha sido un gesto instintivo…

—Déjalo, no importa. —Se hace un silencio incómodo y Luis vuelve a fijarse en la luna. De repente es como si entre ellos aparecieran las distancias lógicas entre dos desconocidos, que en la situación excepcional en que se han conocido no han tenido ocasión de manifestarse—. Dicen que la risa y las lágrimas igualan a las personas.

—¿A qué te refieres? —Íngrid recibe las palabras de él con alivio.

—Al contexto en que me encuentro. Yo estoy preocupado por qué pensará de mí toda esa gente. Pertenecemos a mundos distintos. Yo vivo al día, sin saber cuántos meses más podré pagar el alquiler. Vosotros tenéis el dinero por castigo. —Íngrid hace el amago de protestar, pero antes de balbucear su queja se da cuenta de que, al menos por lo que respecta a su familia, está en lo cierto. No recuerda haberse fijado nunca en el saldo de su cuenta corriente—. Sin embargo, todas esas personas que visten trajes que seguramente cuestan más que lo que yo gano en un año, esta noche sólo piensan en pasarlo bien, en reír hasta que les duela la barriga. —Se gira hacia ella, que lo está mirando—. La risa es gratis… y también el llanto.

En ese instante Íngrid desea besarlo. «El dinero no compra el cariño, ni la amistad, ni el amor», responde sin hablar. Contiene el impulso que podría ahuyentarlo definitivamente, pero continúa mirándolo a los ojos.

—Pues ya está. Vayamos nosotros a divertirnos también y que le den por saco a las miradas.

La mujer —calcula que debe ser unos diez años mayor que él— se incorpora y, con el brazo extendido de forma ceremoniosa, le ofrece la mano. Luis se hace el remolón, pero finalmente acepta el ofrecimiento.

—Te advierto de que si me miran como a un bicho raro me largo.

La sonrisa radiante de ella cierra el acuerdo.

Continuará…

El nacimiento del sol


Las religiones del mundo tienen características similares y ritos de fundamentos semejantes. En la práctica de las religiones antiguas las sociedades parecerían, ante nuestros ojos, ritos de barbarie y salvajismo. Sin embargo los orígenes de muchas religiones comparten conceptos como el de virginidad, resurrección, castidad, purificación, alimentación del espíritu, integración a la comunidad, así como los sacrificios y los ritos por medio de invocaciones, danzas y representaciones teatrales. Entre esas semejanzas debemos tomar en cuenta calendarios y fechas rituales con el único afán de clarificar el porqué la celebración cristiana del nacimiento del sol se lleva a cabo el 24 de diciembre, -día denominado noche buena y el 25 navidad: el nacimiento de la divinidad en la tierra.

Las religiones paganas, antiguas, basaban su pensamiento mítico en la relaciones de los fenómenos naturales con el dominio que distintos dioses tenían sobre éstos. El imaginario colectivo y las prácticas rituales forman pues, el Estado. Los hombres agradecían a los dioses, tanto los beneficios que la naturaleza podía otorgarles así como la enseñanza de la explotación de ésta por medio de la agricultura –que significa el fin del canibalismo en varias civilizaciones. El sistema de producción es el fundamento de todas las religiones antiguas; bajo un sentido de comunidad en el cual toda la ciudad era recompensada por sus ofrendas y reconocimiento de dichos dioses como proveedores y maestros y, por tanto, los errores cometidos por un miembro de la comunidad sembraba el caos ante los ojos de los dioses. Para restaurar el orden del universo era necesario un castigo que implicaba a toda la comunidad. El Estado teocrático se fundamenta en la normativa de la religión que, a su vez, son las leyes del Estado. El macrocosmos se materializa, se hace terreno. Los dioses son materiales y territoriales.

Así pues, el nacimiento del Sol relacionado con el fenómeno del solsticio de invierno, que de acuerdo al calendario Juliano, éste sucede el 25 de diciembre. “El ritual de la navidad, como al parecer se realiza en Siria y en Egipto, era muy notable. Los celebrantes reunidos en capillas interiores, salían a media noche gritando. La Virgen ha parido ¡La luz está aumentando […] Sin duda en el solsticio hiemal, la Virgen que concebía y paría un hijo el 25 de diciembre era la gran diosa oriental que los semitas llamaron la Virgen Celeste o simplemente la Diosa Celestial; en los países semíticos era una forma de Astarté” (G. Frazer, 1992, p.414) Sin entrar en detalle cabe aclarar que, Atis, sufre la muerte y la resurrección en la fecha del 25 de marzo, coincidentemente con el equinoccio de primavera y que se relaciona, a su vez, con las Pascuas. Muchos cristianos celebraban la fiesta de la resurrección este mismo 25 de marzo. Las fechas que remiten a festividades religiosas del cristianismo primario tienen una fuerte relación conceptual como la virginidad de la Diosa Celeste, el nacimiento del dios Sol, así como también la muerte y resurrección del dios para beneficio del género humano.

La conciencia ha dictado al hombre su esencia inmaterial, su espíritu, mas la búsqueda perpetua del hombre tras el espíritu genera en sus más profundos pensamientos la idea de la trascendencia, la vida después de la muerte que dependerá, necesariamente de una figura divina. El imaginario colectivo de las religiones antiguas especula sobre diferentes espacios materiales así como la conservación de los cuerpos en el misterio de la muerte. En todas estas concepciones particulares los universales se recrean a partir de esencias como la virtud del alma, la purificación, los placeres del alma (intelectuales; inmateriales) por sobre los del cuerpo (la embriaguez, el sexo, la ingesta). Sin embargo la conservación de los cuerpos, que da origen a la práctica del embalsamamiento en las regiones de Egipto indica la intrínseca relación que tiene el cuerpo material en la región donde todos sirven al rey de los muertos, Osiris. “Los millares de tumbas esgrafiadas y pintadas que han sido abiertas en el valle del Nilo prueban que el misterio de la resurrección actuaba en beneficio de todos los egipcios que morían; como Osiris, muerto y resucitado de entre los muertos, del mismo modo esperaban todos rescatarse de la muerte a una vida eterna” (G. Frazer, 1992, p.423) Es importante resaltar de esta cita todos los egipcios que morían que se trata de un rescate comunitario; un rescate porque no se desarrollaba, como en el cristianismo, el concepto de la salvación. Este concepto en la teología cristiana fundamentada en san Agustín pero pregonada por los primeros cristianos, se realiza solamente bajo la esfera individual. Las categorías del perdón, el pecado, el arrepentimiento, el amor incondicional, -entre muchas otras de la misma naturaleza- establecidas por san Agustín en la primera teología cristiana y trabajadas también por santo Tomás en la escolástica, sin olvidar, por supuesto la esencia de los dogmas establecida las tablas de la ley de la tradición Judía, determinan finalmente, los dogmas o bien las leyes divinas para la salvación de cada uno de los hombres. Y es, en el Renacimiento, cuando junto con el humanismo se consolida la religión cristiana como la más poderosa de occidente y que no tardará mucho más en secularizarse… La única posibilidad de ser salvado es a través de Jesús-Cristo, el verbo hecho carne: la ley del ser supremo único y creador, en la voz (el espíritu) de su hijo Jesús, llamado también, hijo del hombre.

El nacimiento del sol es símbolo de una nueva oportunidad en la existencia de los hombres y sus comunidades, símbolo también de trascendencia y –en el caso del cristianismo- inmanencia de Dios en la tierra con el propósito de una salvación individual y con ello la vida eterna prometida. La concepción humana esencial sobre el nacimiento del sol cuando la luz comienza a crecer en el mundo de las religiones de occidente, es cuando el espíritu del hombre, con más fervor, celebra la vida, celebra su existencia y, agradece y ofrenda a su divinidad. Desde las miradas de todos los tiempos el espíritu humano marca, -calendariza- su camino a la trascendencia a partir de su cultura, su fe y sobre la necesidad deificadora que surge desde los recovecos más profundos de su espíritu.