
Yo nunca quise ser un caballo, y menos, enganchado a una carroza. Mi vida como ratón me gustaba. Era peligrosa, pero yo estaba acostumbrado a vivir al límite, siempre con la adrenalina fluyendo. Era divertido.
La maldita hada madrina no me dejó elegir, ni a mí ni a nadie. Mira a los pobres lagartos, convertidos en aburridos lacayos, obligados a atender a la pánfila de Cenicienta…
Que sí, que qué lástima de muchacha, que qué vida tan injusta y todo lo que quieras, pero mírala qué pronto se le olvida la conciencia de clase. La sirvienta explotada y maltratada perdiendo el culo por codearse con la aristocracia, y sin el menor remordimiento por recurrir al mismo elitismo que a ella le amargaba la vida.
Yo nunca quise ser un caballo, y menos, domado. Como ratón, disfrutaba de mi libertad, consciente de que cada día podía ser el último, sin nadie que me controlara.
Nunca quise ser la mascota de una humana; al contrario, la vida era excitante esquivando trampas para alcanzar la recompensa de un pedazo de sabroso queso o de deliciosa tarta.
Sin embargo, aquí estoy, con el corazón tan acelerado como siempre, pero atrapado en este cuerpo enorme incapaz de liberarse del hechizo que lo mantiene sumiso, encadenado a una calabaza convertida en una carroza que no podría ser más cursi.
¡Maldita hada madrina!
A la menor ocasión, le roo la varita.
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